Por Higinio Polo | El Viejo Topo
9 de septiembre de 2014.-Hace poco más de una década, cuando se iniciaba el siglo XXI, las relaciones internacionales y las preocupaciones de las principales potencias giraban en torno al despegue y desarrollo económicos de China e India, que se configuraban como futuros protagonistas planetarios, a la exitosa, en apariencia, pero que se revelaría caótica, construcción de una nueva gran confederación, la Unión Europea; al reciente despertar de América Latina, con Hugo Chávez y la revolución bolivariana como protagonistas, a la guerra de Chechenia y la impotencia rusa en su periferia, reducida Rusia a la condición de un país secundario, aunque dotado de poder atómico. Las áreas de influencia de cada gran país, aunque sean de borrosa geografía y sujetas a constantes cambios históricos, podían resumirse, entonces, en unos Estados Unidos que controlaban toda América y extensas áreas en otros continentes, desde el sudeste asiático hasta Australia; en una región de Asia-Pacífico, donde se mantenía la vieja dominación norteamericana de la mano de Japón y surgía la nueva China, discreta y cautelosa concentrada en su propio desarrollo; también, en una Unión Europea que contaba con una sólida economía y que introducía una moneda común, pero que mantenía fuertes lazos de vasallaje político con Washington, hasta el punto de que, medio siglo después del final de la Segunda Guerra Mundial, albergaba más de cien mil soldados norteamericanos (setenta mil, en Alemania) desde España a Polonia; y en una debilitada Rusia que, aunque mantenía influencia cultural e histórica en las viejas repúblicas soviéticas, veía reducirse su autoridad en el área y aproximarse las divisiones de la OTAN a sus fronteras. Por supuesto, China y la India estaban presentes en el concierto internacional, pero Delhi seguía ensimismada en su gigantesco y azaroso mundo, sin apenas influencia exterior, y sin posibilidad de hacer valer su condición de segundo país más poblado del planeta; y China seguía trabajosamente su reforzamiento, sin ceder a tentaciones de disputas con otras potencias, pero también con un escaso protagonismo internacional. Con Moscú todavía en retirada, el mundo unipolar parecía el destino del planeta. Además, los atentados contra las torres gemelas de Nueva York sirvieron de excusa para que Estados Unidos lanzase un vasto plan de dominación planetaria que tuvo en Oriente Medio sus primeras víctimas, y que pretendía la dispersión definitiva del mundo ruso y la consolidación de su papel como potencia hegemónica, imprescindible y excepcional, como mantenía la Casa Blanca y el pensamiento estratégico norteamericano.
En 2001, el PIB norteamericano, en PPA, alcanzaba los 10’2 billones de dólares; el chino, 3,3 billones (como Japón), la India, 1,6 billones, y el de Rusia, 1,2 billones. La economía norteamericana equivalía a tres veces la china (en PPA, porque en valores nominales equivalía a casi ocho veces), y la mayoría de fuentes estimaban que China sólo podría alcanzar a Estados Unidos hacia 2050. Menos de tres lustros después del inicio del siglo, la situación ha cambiado de manera radical: el FMI considera que China superará a la economía norteamericana en este 2014, convirtiéndose así en la primera potencia económica mundial, y también la India consigue un nuevo protagonismo, desplazando a Japón del tercer lugar. Esa nueva realidad no esconde las debilidades chinas ni, mucho menos, las de la India o Rusia, pero configura un mundo donde el sueño acariciado por Estados Unidos de la hegemonía global permanente, empieza a desvanecerse, Las tinieblas de la ominosa pax americana han dejado paso a los vapores de la efervescencia de un mundo multipolar que ha llegado para quedarse.
El plan lanzado por el neoconservadurismo norteamericano durante la presidencia de George W. Bush (Project for the New American Century), con inspiradores como Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Richard Perle, Richard Armitage, Francis Fukuyama y el propio Bush, modeló la política exterior norteamericana durante la primera década del siglo y fue la causa de buena parte de las guerras y de las crisis más agudas que se han producido y su inercia sigue impregnando buena parte de la política esterior estadounidense. Sin embargo, ese plan se cerró con un fracaso clamoroso, con guerras sin victorias, pese a la ausencia de un país que hiciese de contrapeso estratégico, como hizo la URSS.
En el inicio del siglo, la relación de Estados Unidos con Rusia seguía la pasividad y la subordinación de la dictadura de Yeltsin: era un país sin rumbo, que salía del desastre y la destrucción de la economía socialista de los años noventa, con una política exterior completamente controlada por Washington. Son años de humillación y de retroceso para Moscú. Putin llega a la presidencia rusa mediados del 2000, y sus cautelosos inicios darán paso después a una política exterior más independiente, que se concretó en la incorporación a la OCS, Organización de Cooperación de Shanghái, en un acercamiento a países como Brasil y Venezuela, y en la apuesta por revitalizar la CEI e impulsar la reintegración de las antiguas repúblicas soviéticas. Putin pedía a Estados Unidos una relación más equilibrada, pero comprobó que el acoso a su país y la ampliación de la OTAN proseguían.
Los acuerdos de Estados Unidos y la OTAN con Gorbachov fueron incumplidos, y Rusia comprobó pronto que Washington no estaba dispuesto a permitir que Moscú reanudase lazos con su periferia, hasta el punto de que no renunciaba a la partición de la propia Rusia. Los aliados de Moscú se redujeron. La pequeña Yugoslavia dejaba de existir, e incluso la debilitada Serbia quedaba reducida a escombros tras la agresión de la OTAN. En 2003, Eduard Schevardnadze dejaba la presidencia de Georgia, que pasaba a manos de un hombre de Washington, preparado por la CIA, Mijeíl Saakashvili, quien, en agosto de 2008, lanzaría una provocación en toda regla contra Rusia, impensable sin la aprobación norteamericana, iniciando la guerra en Osetia. La incorporación de todo el Este de Europa a la OTAN e incluso de las repúblicas bálticas soviéticas en 2004 fue el anuncio definitivo que que Estados Unidos pretendía arrinconar a Moscú. Putin alzó la voz en la Conferencia de Múnich, en 2007, denunciando la expansionista política norteamericana, en lo que constituyó un aviso y el anuncio de que Rusia no iba a aceptar que se violaran todas sus líneas rojas. Los tres lustros que habían transcurrido desde la desaparición de la URSS fueron de constante expansión de la OTAN y del dispositivo militar norteamericano, cuyas tropas y bases militares se aproximaban cada vez más a las fronteras rusas, y con el agravio añadido del “escudo antimisiles” estadounidense, que tiene el objetivo de romper el equilibrio nuclear estratégico. Las recientes maniobras militares norteamericanas en las fronteras rusas con socios-vasallos como Polonia o los países bálticos, son también la demostración de que Washington ambiciona controlar las reservas rusas de hidrocarburos, que se encuentran entre las mayores del mundo, y la prueba de que la lucha por las fuentes de energía mueve buena parte de la política exterior norteamericana. Rusia puede verse envuelta en guerras en su periferia, y la posibilidad de desmembrar el país para apoderarse de ellas sigue siendo un objetivo acariciado por los estrategas del Pentágono y de la Casa Blanca. El acoso en Ucrania pretendía, además de quebrar el proyecto de Unión Euroasiática de Putin, desalojar a la flota rusa del Mar Negro de su histórica base de Sebastopol. Si Rusia no fuera una de las dos principales potencias nucleares, el acoso norteamericano en Ucrania habría sido insoportable, y, con mucha probabilidad, Washington hubiera llevado la guerra de Ucrania a la propia Rusia.
Las señales que llegan ahora desde Washington son muy preocupantes para Moscú: Obama anuncia que “vamos a considerar a Rusia como un Estado paria”, mientras se felicita y alardea de que “nuestro ejército es muy superior al suyo”. Las palabras han ido acompañadas de hechos: el reforzamiento del dispositivo militar norteamericano en el Este de Europa, y la organización de maniobras militares desde el Báltico hasta el Mar Negro, con el pretexto falso de la supuesta amenaza rusa sobre las fronteras de los países europeos y de la “desestabilización de Ucrania”, cuando en realidad la crisis ucrania fue creada por Occidente, así como la exclusión de Rusia del G-7, son el anuncio de que la presión va a continuar. Las palabras de Obama son un serio peligro para Rusia: Putin está dispuesto a negociar con Washington e incluso con Kiev, con el nuevo presidente, Poroshenko, surgido de las elecciones organizadas por el gobierno golpista, pero Estados Unidos sigue decidido a impedir cualquier proceso de recomposiciòn y fortalecimiento entre Moscú y las antiguas repúblicas soviéticas. La creación de la Unión Euroasiática entre Rusia, Bielorrusia y Kazajastán, a la espera de la incorporación de Armenia y Kirguizistán, abre nuevas posibilidades. Si Putin lanzó ese proyecto fue debido a las resistencias de la Unión Europea para concretar una nueva relación con Rusia, y la crisis de Ucrania ha confirmado todos los viejos temores rusos, y convencido a Putin de que la Unión Europea (subordinada a Estados Unidos) no se convertirá en un socio fiable dispuesto a colaborar en el desarrollo económico ruso. Washington no quiere reparar en la evidente paradoja de que considere legítima la hipotética ampliación de la Unión Europea con Ucrania, y, en cambio, defina como “expansionismo” el razonable deseo de Moscú de reanudar los lazos que le han unido durante siglos a Ucrania, máxime cuando la cultura de ese país es inseparable de la suya.
La Unión Europea se encuentra en una encrucijada: el contagio de la crisis norteamericana de 2008, el secuestro de la democracia y de las vías de participación ciudadana, y las recetas neoliberales en la construcción de la Unión, han provocado un progresivo desencanto entre los ciudadanos europeos, que se debaten ahora entre el espejismo neofascista, la repetición agónica de las grandes coaliciones entre liberales y socialdemócratas, y la espera de una izquierda que no acaba de articularse con un proyecto nuevo y atractivo, anclado en el mundo del trabajo, y que enarbole de nuevo los principios de libertad, justicia, igualdad y socialismo. Alemania se ha consolidado como la columna vertebral de la Unión, pero sigue dependiendo de ella: la fortaleza alemana es dominante en Europa, pero resulta débil para caminar sola. Alemania no puede embarcarse en una competición con las grandes potencias mundiales, porque es fuerte en la Unión pero débil en el mundo: necesita la armadura de la Unión Europea, el euro internacionalizado como sustituto del viejo marco, los mercados cautivos del resto de Europa, pero esas necesidades está creando agravios, sobre todo en el sur del continente. La Unión Europea se debate entre la impotencia y la crisis.
En 2003, el nuevo dirigente chino, Hu Jintao, iniciaba un mandato que concluiría con su país convertido en una gran potencia mundial. Pekín evitaba verse envuelto en disputas internacionales, mantenía un discreto protagonismo diplomático, centrado en su propio fortalecimiento, y proseguía su desarrollo económico, aplicando el principio de acuerdos mutuos ventajosos. Los últimos treinta años han visto en China el más rápido desarrollo de la historia de la humanidad, convirtiendo a un país de campesinos pobres en la potencia económica más relevante del planeta, no sin serios problemas internos derivados del desenfrenado crecimiento, de las hipotecas de la corrupción, y de los espejismos de una carrera hacia un consumo de masas que China, y el planeta, no pueden sostener. La reciente firma de un acuerdo para la compra de gas ruso por China, que asciende a 400.000 millones de dólares, es un indicador de hacia dónde se dirigen las relaciones entre los dos países y la importancia de su colaboración para el futuro del mundo. El interés de Moscú por desarrollar su “lejano oriente” en Siberia, y la apuesta china por la región del norte de Pekín y Tianjin, son complementarios. Moscú, como Pekín, está interesado en una red de intercambios económicos que una el corazón de China, las regiones centrales de Rusia, y Alemania: la nueva ruta de la seda definida por Xi Jinping, aunque los riesgos de ruptura de los equilibrios internacionales y el “giro hacia Asia” de Estados Unidos pueden cambiar el escenario. Las reservas financieras chinas, su condición de fábrica del mundo y el rápido desarrollo de un sector de servicios, son bazas para Pekín, pero el rosario de bases militares norteamericanas que rodean China, desde Okinawa (en Japón mantiene la VII Flota) y Corea del sur (sede de la 7ª Fuerza Aérea) hasta Filipinas, Singapur, Thailandia y Diego García, ensombrecen su futuro. China tiene una evidente debilidad en el mar, y aunque su gobierno está intentando desarrollar la marina y hacer valer sus intereses en el Mar de la China meridional, y, en la práctica, en toda su fachada marítima, Estados Unidos está azuzando las disputas con Filipinas y Vietnam, y transige con el nuevo rumbo nacionalista del gobierno de Abe, que trae a la memoria los gestos de Hideki Tōjō y Seishirō Itagaki, y que augura nuevas crisis en la zona. El oriente es rojo, pero puede serlo por los incendios y la guerra.
Desdibujándose el paisaje estratégico de una gran potencia, Estados Unidos, dominando el planeta, la proyección hacia el futuro de estos años de recomposición política y de confusa asimetría de poderes indica que China va a consolidarse como principal potencia económica, y que, junto a Estados Unidos, conformará el vértice bipolar del nuevo sistema político internacional. Rusia, India, la Unión Europea, deben resolver serios problemas para afianzarse como grandes potencias. En Asia, dos países, además de China, tendrán una influencia decisiva en la evolución del continente: Japón y la India. Japón mantiene serias diferencias con Pekín, por las islas Senkaku-Diaoyu, pero también por el papel del imperialismo japonés en la Segunda Guerra Mundial, que sigue obstaculizando las relaciones entre ambos. Japón, pese a su importancia económica, sólo puede aspirar a mantener un cierto equilibrio con Pekín, y seguirá guareciéndose bajo el paraguas norteamericano, confiando en mantenerse entre las cuatro o cinco potencias económicas más importantes del mundo, pese a su pobreza energética y los desequilibrios de un país que envejece y que se muestra tentado de nuevo por un peligroso nacionalismo. India, cuya economía es mayor que la japonesa (en PPA), cuenta con un nuevo gobierno nacionalista del BJP que apuesta por un modelo neoliberal pese a su evidente fracaso histórico, y se arriesga a desatar de nuevo los nunca resueltos problemas con las minorías, sobre todo la musulmana, y se enfrenta a serias dificultades en su desarrollo debido a la carencia de infraestructuras modernas y a la persistencia de millones de pobres y menesterosos, además del nunca resuelto contencioso de la partición de 1947. Junto a ellos, el gigante indonesio puede ser un actor regional relevante, pero su incipiente desarrollo se ve lastrado por el desastre ecológico, los desequilibrios entre una isla de Java superpoblada, un Borneo subdesarrollado y una Sumatra paupérrima. El próximo relevo de Susilo Bambang Yudhoyono, probablemente por Joko Widodo (del partido de Sukarnoputri, la hija de Sukarno), no va a cambiar en lo sustancial la orientación del país, en una zona, el sudeste asiático que puede verse envuelta en serias crisis por las disputas territoriales, como las islas Spratly, los atolones Scarborough o las citadas islas Senkaku-Diaoyu. Por su parte, Washington apuesta por una Asociación Transpacífico (TPP) en Asia, aunque tropieza con dificultades: países como Indonesia, Malasia, e incluso Japón, no quieren dañar sus relaciones comerciales con China, que son decisivas para su propio desarrollo. Junto a ello, Estados Unidos sigue considerando que su “retorno a Asia” es imprescindible para intentar contener la pujanza china.
Los intercambios comerciales en América han cambiado de forma decisiva, hasta el punto de que China está sustituyendo en muchos países a Estados Unidos como principal socio comercial, pero sigue enfrentando la losa del subdesarrollo, pese al potencial de México y, sobre todo, Brasil. La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) es una iniciativa esperanzadora, pero el acoso norteamericano a Venezuela, cada vez más severo, las dificultades de Cuba, así como las carencias de Brasil (y las protestas ciudadanas, como en Turquía, otro país emergente al otro lado del planeta) para asumir un protagonismo continental y consolidar un eje alejado de la sumisión a Estados Unidos, y el siempre aplazado cambio en México, entorpecen el sueño de la izquierda americana para consolidar un bloque histórico progresista en América Latina. Pero no es una cuestión menor que América Latina esté abandonando su condición de “patio trasero” de Estados Unidos. África, el continente olvidado, observa también el cauteloso fortalecimiento chino, y apuesta por la colaboración con Pekín, que no exige hipotecas políticas y cuyos ingenieros y trabajadores están construyendo las nuevas infraestructuras africanas. Países como Sudáfrica o Nigeria podrían asumir un estatus más relevante en el concierto internacional, pero es muy dudoso que consigan despegar en las próximas décadas, al menos para afirmarse como potencias.
El resultado de este examen es confuso. Estados Unidos continúa manteniendo un poder militar preponderante en el planeta, y sigue gastando más en armamento que el resto del planeta, aunque se verá forzado a reducir sus inversiones. Solamente Rusia puede hacer frente a su fuerza, y exclusivamente en el terreno del armamento nuclear estratégico. Los arsenales de China, Gran Bretaña y Francia son muy pequeños comparados con los de Washington y Moscú. La paradoja reside en que, pese a ello, Estados Unidos no va a poder impedir que su peso en el mundo se reduzca en las dos o tres próximas décadas. Para Estados Unidos, al reforzamiento chino, que este mismo año 2014 se convertirá en la principal potencia económica mundial (en PPA), se une el vértigo por la trabajosa reconstrucción del antiguo espacio soviético, que está dispuesto a impedir a toda costa y que puede llevar al estallido de guerras locales e, hipotéticamente, al de una guerra global. Washington va a seguir incendiando la periferia rusa, con el propósito de desviar las energías de Moscú hacia conflictos internos: Ucrania es un ejemplo de manual. Sin embargo, Washington no ha previsto que el acoso a Moscú está reforzando las inclinaciones rusas hacia Asia, reforzando los lazos con China, como ha puesto de manifiesto la reciente firma del más ambicioso contrato de suministro de gas que haya hecho nunca Rusia.
El conservadurismo norteamericano se debate entre el aislacionismo y la tradicional política imperial, siempre bajo un acuerdo global: salvaguardar el poder hegemónico estadounidense. Es reveladora la unanimidad en considerar excepcional el papel de su país en el mundo que esos peculiares “progresistas” norteamericanos (como Samantha Power, embajadora norteamericana en la ONU, o el escritor Leon Wieseltier, entre tantos otros) siguen postulando intervenciones militares en el exterior que califican de “humanitarias”. Ese reguero de guerras, de países devastados, de imperio del caos, es la constatación de que Estados Unidos va a vender muy cara su piel. La Unión Europea mantiene diferencias con Estados Unidos, tanto en lo relativo al papel del dólar como en el diseño del futuro de la unión: si Alemania estaría dispuesta a reforzar la relación con Moscú, Estados Unidos va a seguir dinamitando los puentes entre Bruselas y Moscú, para debilitar a la Unión Europea y forzarla a la subordinación, gracias a su propia presión y a la ayuda de los estados satélites del Este europeo. No debe olvidarse que Estados Unidos mantiene soldados en treinta países europeos. Un hipotético eje Berlín-Moscú-París, que durante el estallido de la guerra de Iraq pareció una posibilidad de futuro, se aleja hoy del horizonte. Rusia va a tener un papel determinante en el futuro de la Unión Europea y también de Estados Unidos: si bascula hacia Pekín, como todo indica, el reforzamiento chino y el papel de Asia-Pacífico será el eje de las próximas décadas.
Transcurridos casi tres lustros del siglo XXI, una constatación se impone: el capitalismo mundial se encuentra en una crisis terminal, que puede desembocar en una guerra generalizada, puede profundizar la agonía y el desastre ecológico, en un remedo sarcástico, por encima de los siglos, de la larga crisis terminal del imperio romano de occidente, o puede dejar paso a los primeros balbuceos de un mundo nuevo que no se destruya a sí mismo, en una nueva relación entre las grandes potencias (China, Estados Unidos, Unión Europea, Rusia, India, Brasil) que aborden conjuntamente los grandes riesgos planetarios. Todas las alarmas suenan desde hace años, pero el tiempo se agota y el desastre ecológico causado por dos siglos de desarrollo capitalista va a alcanzar un punto de no retorno. La inquietante llegada de nuevos golpes de Estado en importantes países-bisagra (Ucrania, Egipto, Thailandia, todos ellos con el apoyo o el consentimiento tácito norteamericano), en algunas de las regiones más convulsas y de mayor relevancia estratégica del planeta (periferia rusa, Oriente Medio, sudeste asiático), y los signos crecientes de que el peligro de una guerra global aparece en el horizonte, no invitan al optimismo. La crisis ucraniana es la demostración de que Washington está dispuesto (con republicanos o demócratas) a incendiar el mundo, lanzar guerras, para mantener su hegemonía, La campaña de Libia, la sangrienta contienda siria, y las invasiones precedentes de Afganistán e Iraq, son un aviso para el futuro, y aunque ni Pekín ni Moscú quieren verse arrastradas a una guerra, esa hipótesis no puede descartarse.
Una cuestión paralela al análisis estratégico internacional es el modelo de desarrollo que puede sustentar las nuevas hegemonías regionales y planetarias. El papel de la izquierda mundial, tan debilitada, será determinante, pero no acaba de encontrar su función, más allá de la denuncia de los males del capitalismo y de su resistencia a la implantación de un sistema empresarial que apuesta globalmente por los salarios de miseria y la voladura de los derechos obreros. La consigna thatcherista sobre la “ausencia de alternativas” al capitalismo, asumido por los partidos socialistas, dejó en una desairada soledad a los comunistas y otros destacamentos de la izquierda mundial, y en ese desamparo siguen. El protagonismo chino, si se consolida su particular socialismo, y si el país huye de las trampas neoliberales, de la desregulación de mercados, de un desarrollo que soporta hipotecas del modelo industrial creado por el capitalismo, y apuesta por el bienestar colectivo de los chinos y del conjunto del planeta, puede contribuir a la redefinición de la izquierda, cuyo única apuesta posible pasa por el socialismo. Pero esa es otra historia.
Los próximos años seguirán enfrentando el dinamismo chino al anquilosamiento norteamericano, que fía el futuro de su predominio a la fuerza militar, a la guerra y a las provocaciones, y aunque su capacidad científica y tecnológica, su industria y estructura productiva siguen siendo de una magnitud indudable, las dos últimas giras diplomáticas de Obama son reveladoras de los intereses norteamericanos y de sus temores: la contención de China, y el aislamiento de Rusia, se han convertido en los objetivos de su política exterior. Estados Unidos enfrenta el vértigo de la decadencia, el síndrome de Detroit, pero va a seguir siendo uno de los protagonistas del mundo por venir, aunque tenga que abandonar el fulgor de su solitaria grandeza, los sueños balzaquianos de su excepcionalidad histórica, las ilusiones de la hegemonía global.