Por Víctor Flores Olea
Regeneración, 2 de noviembre del 2015.-Entre las plagas que asedian al país, además de los cuantiosos y harto extendidos asesinatos, que nos han conquistado ya lugares prominentes en el ranking mundial, lo mismo por lo que hace a una cantidad de otros graves delitos, que sería interminable mencionar, deberá registrarse ya de manera sobresaliente la persecución, asedio y hasta, con frecuencia, la liquidación física de comunicadores, prominentes o no. Pero lo que importa no es tanto la brillantez mayor o menor de los informadores asediados, sino lo que se implica con esos actos como violación de los derechos humanos y constitucionales básicos y como agresión a una de las formas de ser constitutivas más profundas de toda sociedad humana: la comunicación.
Por supuesto que hay que esforzarse por mantener intacta esta condición básica de toda sociedad, quiero decir, la posibilidad de que las ideas y visiones que se gestan dentro de toda sociedad, por el hecho mismo de celebrarse, deben ser motivo de gran respeto, y menos pueden estar al servicio de intereses o facciones capaces de manipularlas o servirse de ellas para sus propios fines. Por supuesto que resulta plenamente lógico que en una sociedad surjan perspectivas distintas o aun contradictorias, y que se discutan acaloradamente. Todo esto tiene lugar y es el espacio propio de una vida civilizada, y no debe ser prohibido, sino alentado. Por eso pensamos que el intento mismo de silenciar a individuos, tendencias o corrientes de determinada sociedad es un acto de barbarie absolutamente inaceptable. Cuando esto ocurre debemos pensar que nos enfrentamos a corrientes o fuerzas políticas y sociales que se oponen a la idea misma de humanidad y que su motivación profunda es más afín al terrorismo y al fascismo, y que por eso mismo debemos oponernos tajantemente a cualquier intento de silenciar a la sociedad, por medio de la fuerza bruta o por supuestos preceptos legales que estarían encaminados a tal propósito de silencio impuesto o forzado.
Si nos encontramos en un medio de avances repetidos, aunque haya multitud de defectos, el intento fascistoide de silenciar a un grupo es un atentado profundo a las libertades de ese grupo, y por ese camino una agresión profunda a la esencia del grupo y a la existencia misma de la sociedad humana, y a la cultura que haya podido crear. Por eso es que la aparición del fascismo en sus variadas modalidades es uno de los atentados más brutales contra la sociedad humana, y contra la civilización, sin importar demasiado sus características. Crimen contra la humanidad, pero en este caso más tremendo aun, ya que atenta y niega uno de los aspectos esenciales de la comunidad humana: su capacidad de intercambio y comunicación, en definitiva su capacidad creadora profunda.
En México sí se ha enfatizado el grado extremo al que hemos llegado en materia de violación a los derechos humanos, incluso recientemente por el secretario general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), José Ángel Gurría, y están bien todas las referencias que se hagan a nuestras fallas abismales en materias tan delicadas, y a otras igualmente reveladoras del nivel real civilizatorio de nuestra sociedad, que ahora se completa con esta alusión en realidad repetida desde hace tiempo, del muy alto número de periodistas y comunicadores que han sido liquidados en la práctica de su trabajo, lo cual implica una atmósfera bárbara por excelencia. Una brutalidad que parecería ser una de las bandas dominantes de nuestras relaciones sociales.
Pero esa brutalidad no sólo resulta típica y desorganizadora en sus esferas específicas, sino que es señal profunda de los abismos que aún debemos colmar para encontrarnos con una sociedad medianamente civilizada e integrada, en el sentido más propio del término. Cuando hay ese nivel de hostilidad e incluso de vocación exterminadora, digamos respecto de los adversarios políticos e ideológicos, la situación aparece como extraordinariamente reveladora: la convivencia parece apenas un sueño inalcanzable. Y más cuando la hostilidad se reproduce por innumerables motivos, desde luego los de mayor o menor riqueza, pero también los del éxito mayor o menor o de la mayor o menor marginalidad.
El hecho es que parece haber un sinfín de motivos que enfrentan a los componentes sociales, que están en situación muy remota de encontrar compatibilidad o reconciliación. Y no sólo eso: la actual estructura del capitalismo, con sus implacables codicias de acumulación, cada vez más desbocadas e irrefrenables, hace mucho más difícil, si no imposible, una reconciliación o, si se quiere, la posibilidad real de un renovado plan de convivencia del que se eliminen las hostilidades y competencias prácticamente asesinas que se han extendido a lo alto y bajo de la sociedad, y en todas sus extensiones.
Por supuesto que el panorama actual conduce casi inequívocamente a estas conclusiones pesimistas. Sin embargo, la historia nos indica que el optimismo es por necesidad un componente irrenunciable de la condición humana, desde luego uno de los motivos más poderosos de continuar con esta producción y reproducción de la vida humana, a veces tan feliz y otras no tanto. En todo caso, y a pesar de sus innumerables dificultades, la reconciliación o pacificación de la vida individual parece más asequible o más al alance de la mano que la pacificación de la vida colectiva. Al menos hasta el momento, en que los distintos sectores sociales parecen mucho más decididos a la confrontación que a la reconciliación.
El ejemplo tomado al azar del gran número de los comunicadores sacrificados en el país en los años recientes, que parece exceder abrumadoramente lo que ocurre en otros países, resulta un ejemplo terrible y típico de lo que encontramos en este escenario y, por extensión, de lo que ocurre en México en materia de delincuencia. Entonces lo que decíamos antes resulta más necesario que nunca: la vocación liberadora o reconciliadora de la sociedad humana ha de expresarse con mayor fuerza que nunca.