Por Juan Villoro
Mi padre, que detesta las anécdotas personales, ha contado mil veces la escena que más lo horrorizó en su juventud. Todo ocurrió en una polvosa hacienda de San Luis Potosí, pero para entender ese momento de condensación hay que retroceder en el tiempo.
Luis Villoro Toranzo nació en Barcelona en 1922. Su madre era potosina y estaba casada con un aragonés de La Portellada, pueblo que hoy en día tiene trescientos habitantes. Doscientos de ellos se apellidan Villoro (no es de extrañar que en ese sitio redundante, por no decir incestuoso, mi abuelo se llamara Miguel Villoro Villoro).
Las fechas nunca han sido una especialidad familiar. No sabemos muy bien qué edad tenía mi padre cuando perdió al suyo, pero debe haber rondado los siete años. Mi abuela quedó viuda, con tres hijos, en un país que se descomponía rumbo a la Guerra civil. Volvió a México y mis tíos y mi padre fueron a dar a internados de jesuitas.
Mi padre creció cerca de Namur, en Bélgica. Aprendió latín, fue campeón de oratoria, llegó a obtener la nota más alta en francés y logró el milagro de ser feliz en un ambiente de severidad y reclusión. Su hermano Miguel sufrió con el aislamiento pero encontró ahí su vocación de jesuita.
Como tantas familias, la mía se vio afectada por el delirio expansionista de Hitler. Cuando mi padre llegó a la adolescencia, Europa se preparaba para la guerra, así es que se reunió en México con su madre e ingresó a Bachilleratos, la preparatoria de los jesuitas.
El dinero de la familia provenía de haciendas que producían mezcal. La escena definitiva de mi padre ocurrió en una de ellas, Cerro Prieto, que hoy es una ruina fantasmagórica.
Los peones de la hacienda se formaron en fila para darle la bienvenida y le besaron la mano. Mi padre vivió el momento más oprobioso de su vida. Ancianos con las manos lastimadas por trabajar la tierra le dijeron “patroncito”. ¿Qué demencial organización del mundo permitía que un hombre cargado de años se humillara de ese modo ante un señorito llegado de ultramar? Mi padre sintió una vergüenza casi física. Supo, amargamente, que pertenecía al rango de los explotadores.
Su vida pródiga se entiende como un valiente ejercicio de expiar la agraviante escena de la que todo se deriva. Su familia era monárquica y franquista, y él comenzó a poner en duda el sistema de valores en que había crecido. Buscó otra España y, como le ocurriría con frecuencia, la encontró en la forma de una mujer hermosa. Se enamoró de Gloria Miaja, hija del general republicano que había defendido Madrid.
El destino depende más de lo que se descarta que de lo que se realiza. Mi padre y sus sucesores dependemos de que no haya podido casarse con la hija de un militar rojo de pésimo carácter.
Para entender su país de adopción, dirigió la mirada a los españoles que en la Colonia pasaron por un trance similar al suyo. Clavijero, Las Casas y Tata Vasco fueron sus ejemplos. Su primer libro, Los grandes momentos del indigenismo en México, narra los afanes de los misioneros ilustrados que se pusieron de parte de la causa indígena.
El filósofo que empezó su trayectoria estudiando a los primeros antropólogos del mundo americano, la concluye como un nuevo Las Casas, conviviendo con las comunidades indígenas en Chiapas. Otro discípulo de los jesuitas, el subcomandante Marcos, que tiene más o menos mi edad (la cronología de los mitos es imprecisa), es su interlocutor privilegiado. Mi padre es ajeno a las categorías sentimentales y los lazos determinados por el parentesco, pero no al afecto, que entiende como una variante de la inteligencia. Si tuviera que someterse al improbable ejercicio de elegir a un hijo entre sus conocidos, se llamaría Marcos, nuestro invisible hermano.
Su deseo de transformación social lo enfrentó desde joven a un conflicto que no ha resuelto del todo. El dinero ha sido para él un veneno que quiere convertir en medicina. Cuando mi abuela murió, mi padre hizo una especie de reunión de Comité Central con mi hermana Carmen y conmigo. Abrió una libreta con la orden del día y declaró: “Hemos recibido un dinero que no hemos hecho nada para merecer y que debemos regalar.” A los diez años me pareció estupendo salir a Bucareli, donde vivía mi abuela, a aventar billetes.
Mi padre tenía ideas más complicadas que ésa, pero no mucho más racionales. En vez de comprar propiedades y utilizar las rentas para ayudar a quienes querían cambiar el mundo, decidió fundar empresas románticas que prefiguraran, en sí mismas, un porvenir igualitario. Apoyó cooperativas, fideicomisos, sufragó a misioneros de izquierda e hizo préstamos a causas que a veces sólo representaban al solicitante. En cada una de estas aventuras, el dinero se desvaneció sin retorno posible.
Incapaz de aceptar la horrenda paradoja de que para promover el socialismo necesitaba una empresa capitalista, siguió apostando por formas comerciales de la aurora. Una de las más curiosas llegó en la forma de una taquería.
Heberto Castillo presidía el Partido Mexicano de los Trabajadores. Mi padre y yo participábamos ahí, él como teórico decisivo y yo como militante de base. Cuando Heberto iba a la casa, hablaba de ping-pong con mi hermana Carmen, campeona nacional, y de literatura conmigo. Luego disertaba sobre ciencia, filosofía o religión. Su curiosidad y su pasión por los más diversos temas lo desviaban siempre del asunto político, de enorme urgencia, que debía tratar con mi padre.
Heberto pintaba al óleo, escribía relatos autobiográficos apasionantes, diseñaba estructuras de insólita resistencia y tenía proyectos para hacer llover con un bombardeo de iones y para acabar con la contaminación del DF. Amigo del general Cárdenas, líder de la Coalición de Maestros en el ’68, había estado en la cárcel de Lecumberri y hacía una insólita mancuerna con el ferrocarrilero Demetrio Vallejo al frente del PMT. En él, todo era heterodoxo. Como tantos visionarios sociales, incurrió en el problema de tener razón antes de tiempo. Preconizaba una izquierda democrática, autocrítica, ajena a dogmas y símbolos extraños. En aquella época, esto era visto como tibio, complaciente, moderado en exceso. El presidente Echeverría había lanzado la “apertura democrática” para fingir una relajación del poder autoritario, y a los miembros del PMT nos decían los “heberturos”.
Heberto aprovechaba cualquier circunstancia a favor de sus variadísimas iniciativas. En una ocasión lo acompañé a una imprenta donde vio que las hojas que recortaba una máquina liberaban unas tiras de papel que no eran usadas. Le pidió al impresor que le regalara todo el desperdicio en los cortes de papel. “¿Para qué quieres esas tiras?”, le pregunté. “Todavía no lo sé”, respondió el utopista.
El impulso de modificar la realidad llegaba a Heberto antes que los planes. Ese entusiasmo lo llevó a fundar un negocio con mi padre. El punto de partida fue nacionalista: “Nada es más nuestro que los tacos”, dijo Heberto en forma incontrovertible. Luego explicó que en la cárcel de Lecumberri había compartido crujía con unos taqueros de excelencia. Ellos ya habían sido liberados y necesitaban trabajo. El pmt estaba falto de recursos y la taquería podía ser la base de una plataforma económica para transformar el país. A mi padre esto no sólo le pareció lógico sino urgente.
Heberto nos reunió en un jardín a probar los tacos de sus amigos. Fue el que más comió, contando anécdotas de cada ingrediente. Mi padre lo escuchaba sin decir palabra. Rara vez habla en las reuniones, así es que esto nos pareció normal. Pero sus ojos tenían la concentración del que observa la realidad como algo discernible, clasificable, sujeto a explicación. Finalmente se decidió a opinar: los tacos eran magníficos, pero le parecían iconoclastas. Tenía razón. No había tacos al pastor, ni al carbón, ni quesos fundidos. Todos eran tacos de guisados: tinga, rajas con mole, chicharrón en salsa verde…
Heterodoxo incorregible, Heberto declaró que ésa sería nuestra ventaja: la taquería revolucionaria debía ser distinta.
Aunque el asunto tiene visos cómicos, ahí cristalizaron dos maneras sumamente serias de abordar lo real. Mi padre se esforzaba por interpretar el menú como un catálogo razonado y Heberto por convertirlo en una forma de la acción. El teórico y el líder discutían de tacos. Ganó el líder y unos meses después se inauguró La Casita, en la esquina de Pilares y Avenida Coyoacán, siendo mi padre el socio inversionista.
Corrían los últimos años setenta y yo trabajaba en Radio Educación, que estaba a unas cuadras. Extendí mi militancia a la promoción de la taquería y llevé ahí a los compañeros de la emisora. Recuerdo su decepción al ver la carta: “¡Puros tacos de guisado!”, dijeron. Les expliqué que eso era revolucionario, pero no quisieron regresar.
La Casita fue un fracaso. “No es posible que los izquierdistas sean tan dogmáticos”, se quejaba Heberto, incapaz de entender que un militante dispuesto a cambiar el mundo prefiriera un convencional taco de costilla en vez de uno de arroz con papa.
Mi padre invitó a Heberto a una de sus sesiones privadas de Comité Central, sacó la libreta en la que anotaba la orden del día y un ejemplar de El capital (apuntaba sus gastos en la cuarta de forros). En presencia de sus hijos, comentó que estaba dispuesto a poner el patrimonio familiar al servicio de la causa obrera, pero eso no excluía la autocrítica: había que cambiar de taqueros.
Como siempre, Heberto encontró una solución un poco loca: incluir a un parrillero que no había estado en Lecumberri pero rebanaba la carne como si ameritara la máxima sentencia. Los tacos de guisado podían coexistir con el trompo de pastor.
Esta cohabitación llevó a luchas intestinas y a la fragmentación de las tendencias en la taquería. La Casita no prefiguraba el futuro del México igualitario, sino de los partidos de izquierda.
La desunión interna ocurrió justo cuando el PMT, el PST y el PCM hablaban de fusionarse. Heberto criticaba a los comunistas por usar la hoz y el martillo y proponía el machete y el nopal, símbolos nuestros. Aunque pasaría a la historia por su renuncia a favor del ingeniero Cárdenas, Heberto fue duro en esa fase de la discusión. Mi padre le envió una carta memorable en la que, con todo el dolor de su corazón, le quitaba la taquería.
La Casita es hoy El Hostal de los Quesos, bastión de exitosos tacos conservadores.
Heberto Castillo y mi padre lucharon por cambiar el mundo con toda clase de ocurrencias. No hay pruebas definitivas de que lo hayan logrado. Pero tampoco hay pruebas en contra.
La realidad es heterodoxa.
*El escritor Luis Villoro fue uno de los participantes Durante el Primer Festival de La Digna Rabia celebrado en la Universidad de La Tierra en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas 4/I/2009 / Foto: Moysés Zúñiga Santiago
Publicado en La Jornada Semanal, domingo 8 de diciembre de 2013 Num: 979