Por: Alejo Vargas Velásquez
Ya parece que el paro nacional agrario comienza una vía de su solución, aunque todavía no ha concluido, pero igual siguen las demandas estudiantiles por una nueva Ley de Educación Superior, los mineros pequeños que esperan una regulación y respeto de su actividad y otras demandas sociales. Esto nos permite hacer un ejercicio, no acabado es verdad, pero necesario sobre algunas de las enseñanzas de esta oleada de protestas, sin olvidar que esto es normal en todas las sociedades contemporáneas; quizá en sociedades premodernas del pasado eso no sucedía frecuentemente, pero sí en la época actual.
Tratemos de enumerar algunas de estos aprendizajes -especialmente para los gobernantes, los líderes de las protestas, pero igual para todos-:
Uno, la protesta social es normal en cualquier sociedad democrática, solo en regímenes autoritarios es vista como algo subversivo y por lo tanto condenable. Porque cada sector social y territorial cuenta con demandas represadas y en la medida en que no encuentra respuestas llega un momento en que acudir a las vías de hecho es la opción a la cual tienen que acudir.
Dos, la protesta campesina es el resultado de años de exclusión de los campesinos como protagonistas centrales del desarrollo; durante decenios se les vio solo como expresión de lo premoderno y “carne de cañón” para conseguir votos en los debates electorales; siempre se ha hecho la apología solamente de la gran empresa agroindustrial y se ha visto a los campesinos como ineficientes, e incapaces de producir lo que demanda la sociedad. Las políticas públicas han sido concordantes con lo anterior –estímulos y subsidios para el gran empresariado y políticas residuales para los campesinos-, ojala lo recuerden por lo menos cuatro últimos Presidentes.
Tercero, los gobiernos y el Estado en general, deben aprender que la protesta social es un derecho de los ciudadanos, es la manifestación de la oposición social en la calle y esto va más allá del reconocimiento retórico que con frecuencia hacen los gobernantes diciendo “respetamos la protesta, pero no la violencia”, que en la práctica es una fórmula retórica. Lo que deben los gobiernos es estar siempre dispuestos a escuchar las demandas sociales, a dialogar con los voceros de estas protestas –no el expediente fácil de calificarlos de terroristas, como se ha hecho en el pasado reciente- y a lograr construir acuerdos que den respuesta, por lo menos parcial, a estas demandas que casi siempre tienen una larga historia.
Cuarto, no es cierto que estas protestas sociales hayan sido organizadas, en una perspectiva conspirativa de la historia, por un grupo con ganas de desestabilizar el orden y producir revoluciones –como lo soñarían añejos discurso de las izquierdas- , ni para tumbar el gobierno –como lo soñarían los ‘viudos de poder’-, es la confluencia de muchos problemas sociales represados y de dinámicas de protesta que en algunas ocasiones terminan coincidiendo sin que necesariamente hayan sido pensadas de esa manera.
Quinto, los partidos políticos todos –los de derecha, como los de izquierda- deberían hacer una reflexión acerca de su aislamiento de los sectores sociales y especialmente de su incapacidad de canalizar las demandas de la sociedad, lo que en buena medida los ha convertido en maquinarias exclusivamente electorales y en aparatos para ayudar al gobernante en los cuerpos colegiados, pero definitivamente no son representativos de las aspiraciones sociales, como se supone que deberían realmente serlo.
Finalmente, esperemos que el Presidente haya tomado nota de lo importante que es asumir el diálogo social en serio y contar con Ministros que tengan capacidad para escuchar y resolver las demandas sociales justas y pacíficamente expresadas.
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