Por Fernando Montiel T. | Rebelión
Regeneración, 12 de noviembre de 2014.-Existe un peligro real que se asoma en la crisis en México. El peligro no es que el gobierno de Enrique Peña Nieto permanezca incólume –tal y como lo apuntan sus detractores- ni que caiga –como dicen sus defensores. Lo primero ya es sólo un sueño en el que se regodean los ciegos, los sordos y los insensibles mientras que lo segundo –la caída del presidente- es un anhelo que está más lejos de lo que la protesta exaltada quisiera creer.
No. El peligro no estriba en ninguna de las estas dos posibilidades sino en otro fenómeno del que pareciera que ni los corifeos del poder ni sus críticos están del todo conscientes: el peligro de la militarización.
¿Pero qué no el país ya está militarizado? ¿Qué no desde el gobierno de Ernesto Zedillo la Suprema Corte de Justicia abandonó vergonzosamente su misión –en tanto equilibrio del poder ejecutivo- al legitimar la participación militar en tareas de seguridad pública (primero en 1996 y luego otra vez en el año 2000)? ¿Qué no ya desde el gobierno de Vicente Fox el proceso se adivinaba cuando se formó la Policía Federal Preventiva, la mitad de cuyos efectivos provenía del sector castrense? ¿Qué no fue durante el gobierno de Felipe Calderón que el ejército tuvo un incremento presupuestal de más del 100% brincando de 26 mil millones en 2006 a 50 mil millones en 2011? (La Jornada, sept. 6, 2011)? ¿Qué no la tendencia se confirma ahora con Enrique Peña Nieto con la creación de la Gendarmería Nacional, cuya característica específica es que se trata precisamente de una policía militarizada? ¿Qué no tienen ya las fuerzas armadas el control de buena parte de los cuerpos de policía municipales con militares con licencia fungiendo como Secretarios de Seguridad Pública? Así pues, ¿qué no, de cara estos hechos, hablar de “militarización” en México es una obviedad?
Tal vez. Sin embargo existen matices que en esta ocasión, en lugar de atenuar los hechos, los agravan.
El fenómeno de la militarización en México puede estudiarse desde tres ángulos. Todos los hechos aquí descritos pertenecen a un proceso de militarización de la seguridad pública. Éste es obvio, abierto e innegable. Por fuerza de costumbre y al paso de los años ha tenido lugar un segundo proceso que se construye sobre la base del anterior: la militarización del pensamiento. Hoy muchas de las discusiones informales y no especializadas sobre los problemas de la violencia y la seguridad en el país recurren a argumentos sencillos: los cuerpos de seguridad son corruptos, por eso entraron los militares. Luego llegó el cable del embajador de los Estados Unidos en México –liberado por Wikileaks en diciembre de 2010- en el que explicaba que las autoridades estadounidenses desconfían del Ejército Mexicano pues consideran que –literalmente- es “lento y tiene aversión al riesgo.” (CNN. Dic. 2, 2010). (“Contra el pueblo muy chingones, contra el narco maricones” se le grita a la policía en las marchas).
Y así aquello de lo que se acusaba a la Policía –corrupción, incompetencia- terminó contaminando también al Ejército. ¿Y luego? Se responde con más de lo mismo: ahora la Marina.
Sobre la Marina Armada el embajador Pascual decía que tiene un “emergente papel en la lucha contra el narcotráfico” y “ha mostrado su capacidad para responder con rapidez a las acciones de inteligencia.” ¿Qué no se dijo lo mismo en su momento para justificar la entrada del Ejército al problema? El punto aquí es que gradualmente -y contra todo estudio y lógica- se legitimó en el espacio público y de manera popular la participación de las fuerzas armadas militares –Ejército y Marina- en tareas de seguridad pública. Una paradoja: prácticamente existe un consenso absoluto entre los especialistas en estudios de seguridad de que eso –militarizar la seguridad pública- es exactamente lo que no se debe hacer.
Pero no importa: así es como funciona la militarización del pensamiento.
Luego, el tercer ángulo y el riesgo de verdad: la militarización de la política.
Los excesos del régimen, su corrupción, su violencia, su inoperancia, su cinismo, su desdén -su imbecilidad en general- fracturaron las estructuras del poder que las movilizaciones populares, las protestas callejeras, las consignas críticas, las tomas de casetas, la ocupación física de instalaciones y el descrédito público nacional e internacional se han encargado de ahondar. Esta situación no tiene solución con decretos y declaraciones. Salvo para los ciegos, los sordos y los insensibles, no hay vuelta atrás. ¿Pero entonces qué es lo que hay enfrente?
Lo que tenemos enfrente es un vacío. Un vacío de poder que amenaza a los unos, que es un logro histórico de los otros y que representa una oportunidad y un riesgo para todos: he ahí la naturaleza dual de cualquier crisis.
Exactamente aquí estamos en México.
Ni el poder popular ha mostrado todo su potencial de acción, ni el régimen toda su capacidad de reacción. Tras la tragedia de Iguala, la efervescencia del descontento y el aturdimiento inicial se instrumentaron tres estrategias. La primera fue una apuesta al tiempo (la indignación nace, crece, se desarrolla y muere); fracasó. La segunda fue una apuesta al sistema (persecución, arresto, investigación, peritaje, pésame y mea culpa); fracasó. La tercera fue una apuesta al olvido (“Superar esta etapa” y “dar un paso adelante”) que murió en la cuna.
Cara a cara el sistema y sus críticos se observan, se miden y calculan obviando el hecho de que no son los únicos con intereses en la contienda. El 8 de noviembre, durante la cuarta marcha de repudio al crimen de Iguala, encapuchados prendieron fuego a la puerta de Palacio Nacional. El 20 de noviembre, horas antes del arribo de la marcha hacia el zócalo de la ciudad de México, vehículos militares trasladando personas vestidas de civil fueron documentados fotográficamente. El 28 de noviembre la prensa reportó que “Elementos del Ejército Mexicano asignados a la XI Región Militar con sede en Torreón, irrumpieron en las instalaciones de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila con la intención de identificar a estudiantes y profesores que participaron en manifestaciones de protesta por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.” (La Jornada. Nov. 28, 2014).
Enmarcados por los hechos en Tlatlaya –donde el 30 de junio soldados ejecutaron extrajudicialmente a 22 personas según la recomendación 51/2014 de la CNDH- y por la situación en Guerrero –donde en los hechos la 35 Zona Militar y no la oficina del gobernador funge de mandamás en el estado- todas estas acciones no pueden ser interpretadas sino como un cobro militar al poder civil de facturas políticas. El Ejército está tratando de llenar los vacíos dejados por el desgaste de la figura presidencial. En este curso de acción el Ejército –que no la Marina Armada- es ya un actor que actúa políticamente de forma cada vez más independiente del proyecto del Comandante en Jefe.
¿Están listos para gobernar? no, ¿están conscientes de ello? tampoco, pero no parece importarles mucho, aunque la tarea no es fácil. ¿Cómo insertarse activamente en la vida política cuando no hay guerra contra Estados Unidos, Cuba, Guatemala o Belice (Plan DN-I: Contra un enemigo externo), cuando su participación en tareas de seguridad (Plan DN-II: Contra un enemigo interno) es exactamente el que les ha traído el desplome de un prestigio fundado históricamente en la propaganda, la distancia, el desconocimiento y el miedo cuando las acciones humanitarias (Plan DN-III: Asistencia en casos de desastre) son esporádicas y –dicen algunos- meramente decorativas?
No, no es fácil, pero tampoco imposible. ¿Vamos a un golpe de Estado? No, pero el cobro –reclamo o incluso arrebato- militar de cuotas políticas al poder civil se está traduciendo, por la vía de los hechos, en una redefinición de las relaciones cívico-militares.
Ante los ojos de la sociedad –de forma abierta, soterrada o secreta- pero al margen de ella.