Muere uno de los últimos de Mauthausen

Luis Perea fue combatiente antifascista en la guerra civil española y en Francia; sobrevivió al campo de concentración nazi de Mauthausen   

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Carlos Hernández, para El Mundo

Regeneración, 17 de julio de 2014. El deportado número 3612 se quedó petrificado cuando un SS le paró en la puerta de entrada a Mauthausen. Como cada día, volvía de realizar el trabajo esclavo al que eran sometidos los prisioneros fuera del recinto del campo de concentración. Pero esa tarde, el esquelético hombre del traje rayado andaba demasiado despacio, un comportamiento que levantó las sospechas de uno de los carniceros nazis que custodiaba la entrada. El sudor corría por el rostro del preso, era consciente de que iba a sufrir una muerte lenta y dolorosa si el siniestro hombre de la calavera en la gorra descubría la botella de alcohol que llevaba escondida bajo el vientre. Un preciado tesoro que había logrado obtener de un civil austriaco, al que pagó con creces su precio a base de cigarrillos. Ahora sus peores temores se estaban cumpliendo. Mientras le miraba a los ojos, el SS le lanzó una sonrisa torcida que le heló el corazón: «españoles muy listos» -le espetó en un alemán que el preso ya había aprendido a fuerza de palos- e inexplicablemente se dio la vuelta y desapareció.

Con las piernas temblorosas, el deportado alcanzó la barraca en que su amigo Miguel Aznar agonizaba por una bronquitis. Sus compañeros llevaban días llevándole a rastras al trabajo y a las formaciones. Trataban así de evitar que le trasladaran a la enfermería: un matadero más del campo en el que los médicos SS se dedicaban a liquidar a los pacientes con inyecciones de gasolina en el corazón. Aznar sintió un gran alivio cuando le inundó el calor que le proporcionaban las friegas de alcohol que su amigo le estaba dando en el pecho. Luis Perea, el prisionero 3612 de Mauthausen seguía asustado, pero estaba feliz por haber arriesgado todo para intentar salvar la vida de Miguel.

Casi 70 años después de aquel día dramático pero inolvidable, Luis Perea se ha marchado para siempre. Lo ha hecho tranquilo, en su casa de Hendaya en el sur de Francia, cuidado, acompañado y querido hasta el extremo por su hija Pilar y por su esposa María, con la que llevaba casado 60 años.

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Luis nació en Socuéllamos (Ciudad Real) en el invierno de 1918. Sus convicciones le llevaron a combatir contra el fascismo primero en la guerra de España. Tras el triunfo franquista, cruzó los Pirineos y acabó, como decenas de miles de republicanos españoles, en las filas del ejército francés. Envuelto en un nuevo conflicto bélico contra las tropas fascistas, Luis fue capturado por los alemanes en junio de 1940. Hitler, con el beneplácito de Franco, negó a los más de 9 mil prisioneros españoles la consideración de ‘prisioneros de guerra’ y los envió a los campos de concentración junto a judíos, soviéticos, disidentes políticos y otros colectivos considerados ‘peligrosos’ por el Reich. Poco más de 2 mil españoles sobrevivieron a la máquina de exterminación masiva creada en lugares como Mauthausen.

El pasado mes de abril tuve el privilegio de conocer todos estos y muchos más detalles de la vida de Luis, gracias al testimonio de su hija Pilar y de su esposa María. Luis ya no podía hablar y, aunque nos miraba con toda atención, no parecía comprender nada de lo que estábamos diciendo. Pili y María me narraron cómo los SS mataban a los prisioneros de todas las formas imaginables: ahorcados, fusilados, destrozados por los perros, apaleados, gaseados y, sobre todo, de hambre y agotamiento por someterles a un trabajo inhumano. Nunca olvidaré el momento en que Pilar me contó como su padre se reencontró con su amigo Miguel Aznar, el preso al que salvó la vida con su heroica acción. Fue en 1988, en la inauguración de uno de los pocos, muy pocos, demasiado pocos monumentos que se han alzado en España para recordar a estos luchadores por la libertad. Luis Perea reconoció a Miguel Aznar, se miraron, se abrazaron y lloraron juntos. Mientras Pili me narraba este emocionante momento, su padre salió de su silencio y empezó a gemir con tristeza. Luis no hablaba, pero sí entendía. Con ese gesto nos confirmó que ni la peor de las enfermedades era capaz de borrar de su memoria las huellas que dejaron sus cuatro años de sufrimiento en Mauthausen.

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Bienvenida de sobrevivientes a las fuerzas aliadas que los liberaron en 1945.

Este jueves, 17 de julio, Luis será incinerado en Biarritz. Su familia hubiera preferido darle sepultura, pero él les pidió acabar así. Su cuerpo se convertirá en humo y cenizas. Luis quiso tener el mismo final que sus compañeros, los más de 7 mil españoles asesinados en los campos de concentración nazis que fueron quemados en los lúgubres crematorios de Mauthausen y Gusen. Luis ha tenido mucha más suerte que ellos, se ha marchado rodeado de amor y después de disfrutar de una larga vida en libertad.