Esta es la historia de Ernesto Gutiérrez y el doctor Arturo Camacho, de Durango. Ambos vivieron una aterradora historia en la que llamar al 911 les cambió la vida.
Por Orlando Montane Pineda
RegeneraciónMx, 2 de septiembre de 2022.- En esta ocasión te tengo una historia cruda, aterradora y basada en hechos reales, que nos compartió la escritora mexicana Annaiz Veloz, a quien puedes encontrar en Facebook como Historias macabras para no dormir.
No debí llamar
—¡Doctor, doctor! Acaba de llegar un paciente muy malherido.
—¡Pásalo al consultorio!, le dije mientras me ponía mis zapatos. Al trabajar en un hospital público debíamos aprovechar cualquier momento para descansar y disfrutar las escasas noches solas en sala de urgencias… o al menos eso creía, pues estaba a punto de cambiar mi vida para siempre.
—Llegué al consultorio y al ver que el joven no estaba tan golpeado a simple vista me molesté un poco, pues limpiarle los pequeños raspones lo podría hacer cualquiera de las enfermeras. Le dije a Norma en tono sarcástico que trajera algodón y algo de alcohol para que le hiciera las curaciones de tan fuertes lesiones mientras le tomaba los generales.
¿Nombre? Ernesto Gutiérrez, doctor. ¿Edad? 26 años. ¿Alérgico a algún medicamento? No, doctor. ¿Ocupación? Hago ladrillo con mi papa, doctor.
—Muy bien, Ernesto. Te voy a recetar unas pastillas de paracetamol y si no traes dinero para pagar pasa, por favor, a Trabajo Social. Ya no te andes peleando, muchacho, que a la otra sí te pueden hacer daño, le dije mientras me dirigía a la puerta para irme a descansar otro rato.
—¿Doctor?
— ¿Ahora qué quiere, Norma?, respondí molesto.
—Es que no a revisado al muchacho del todo.
—¡Por Dios, Norma! ¿Quiere que le enseñe hacer las curaciones básicas?
—¡Doctor, por favor!
Regresé a revisar al joven para evitar que se hiciera un escándalo, ya que los gritos de Norma se podían escuchar por toda la sala de urgencias. Algo molestó le pregunté al joven si tenía otra molestia. En ese momento Ernesto bajó sus pantalones y ahí fue que me pude dar cuenta del verdadero problema del joven y de la urgencia que tenía Norma en que lo revisara.
—¡Pero qué demonios, muchacho! ¡Mira nada más cómo te han dejado!, le dije al ver su trasero totalmente desecho.
—Norma, tráeme guantes, por favor, algunas gasas y unas pastillas para dolor.
—Ernesto, tienes que denunciar con las autoridades a las personas que te hicieron esto.
—¡Ay doctor! Cómo denunciarlos con las autoridades si ellas fueron los que me dejaron así.
—Algo muy malo has de ver hecho, muchacho, para que te dieran tremenda paliza.
—¿Algo malo, doctor? ¿Está hablando en serio? No todos los que somos pobres andamos en cosas raras.
—¿Pero qué andabas haciendo tan tarde en la calle, muchacho? Debieron haberte confundido con alguien más.
—Estaba trabajando doctor. Como ya le había dicho trabajo haciendo ladrillo con mi papá, pero lamentablemente terminamos muy tarde. Mi papá ya es mayor, así que le dije que se fuera a la casa, que yo terminaría de cocer el ladrillo y ya lo alcanzaba. Entonces se detuvo una camioneta de policías, se bajaron dos y comenzaron a esculcarme. Me hicieron las mismas preguntas que usted, y después uno de ellos fue con otro policía que estaba en la camioneta, éste se bajó con una enorme tabla y me dijo que yo era el que acababa de asaltar una tienda y a simple vista se veía que anda bien drogado. Traté de defenderme argumentando que a duras penas sacaba para comer como para que me alcanzara para la droga, pero no quisieron escucharme. Me llevaron a la parte trasera de la camioneta y me hicieron que pusiera las manos en uno de los tubos. Luego me colocaron las esposas, me bajaron el pantalón y mientras me tableaban otro grababa, entre risas y rayadas de madre decían viendo para el teléfono que esto le pasaría a todos aquellos que anduvieran de mañosos robando o en contra del cartel de Los Muñoz. Me dieron 16 tablazos, doctor. Después de eso me tiraron de la camioneta andando, por eso los golpes y los raspones me los hice cuando rodé.
No podía creer todo lo que me contaba aquel desafortunado muchacho, pues se me hacía increíble que nuestras autoridades que juraron un día protegernos, fueran los responsables de tan horribles actos.
Tuve que inyectarle morfina pues traía pequeños trozos de madera incrustados en el trasero. Mientras lo curaba lo pude convencer de que llamáramos a la policía para que dieran con el paradero de las bestias que le habían hecho eso. ¡Ojalá nunca hubiéramos llamado! porque ahí fue donde comenzó mi pesadilla y el trágico final de Ernesto.
—911 en que le podemos ayudar.
—Buenas noches, habla el doctor Arturo Camacho del Hospital Central. Quisiera reportar la agresión brutal en contra del joven Ernesto Gutiérrez.
—¿Dónde ocurrieron los hechos y a qué hora?
—En calle Providencia, cerca de la una de la mañana.
—¿Qué fue lo que ocurrió?
—Pues fue tableado brutalmente por unos oficiales.
—¿Cuál es la situación actual del afectado?
—Se encuentra estable, pero me gustaría que se tomaran cartas en el asunto.
—¿Conoce el número de la unidad que hizo las agresiones?
—082
—Muy bien. Enseguida mandaremos una unidad para que levanten el reporte.
—Te lo dije, muchacho, que lo mejor era denunciar a esos desgraciados. Ahora solo hay que esperar a que lleguen. Para mí sería conveniente que pasaras la noche aquí en el hospital, debido a la gravedad de las lesiones, pero después de que hables con la policía tú decidirás qué hacer.
El joven me miraba bastante angustiado, pues a él lo único que le preocupaba era estar a primera hora para sacar los ladrillos del cocedor. ¡Vaya, qué ironía! Él con todo el trasero destrozado y únicamente le importaba su trabajo.
Por fin había llegado la policía. Al verlos les hice una seña para indicarles la cama donde estaba Ernesto, pero éste, al verlos, intentó salir huyendo y me quedé helado al ver cómo comenzaban a golpearlo ante mis ojos.
—¡Qué es esto, qué es lo que hacen, por Dios!, les gritaba.
—Tú debes de ser el pinche doctorcito que llamó a reportarnos, ¿verdad, cabrón?
—No, no esto debe de ser algún error.
—Tráiganme a este pinche chismoso también, que ahorita les vamos a enseñar a quedarse callados.
Nos sacaron del hospital frente a los ojos de todos, pero nadie hizo nada para impedírselos. Fuimos llevados a un despoblado donde volvieron a tablear a Ernesto. Él gritaba pidiéndoles perdón, perdón de algo de lo que no era culpable. Sentí asco de ver tan cruel escena, ya que su único delito era haber estado en el lugar equivocado.
El chico se desmayó después del quinto tablazo, momento en el que aprovecharon para desnudarlo y cubrirlo con cinta desde los ojos hasta casi terminar su nariz. Lo hincaron y comenzaron a echarle agua para empezar con un interrogatorio forzado
—¿Para quién trabajas, cabrón?
—Trabajo haciendo ladrillo con mi papá.
—Entonces no trabajas para los “X”
—No, señor.
—¿Estás seguro, cabrón?, le preguntaban mientras lo golpeaban en la cabeza con sus armas largas.
—Te lo voy a preguntar una vez más. ¿Trabajas para los “X”?
—Sí, señor, si trabajo para ellos.
—¿Cuánto tienes trabajando para ellos?
—Un año, señor.
—¿Estás seguro que solo un año? Si tenemos más de cinco tras de ti.
—Seis años, tengo seis años trabajando para los “X”.
—Tú eres el responsable de la venta de droga en la zona y de mandar matar a los cuatro agentes de la policía federal.
—Si, si yo fui.
Continuará…
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