Por Ana María Vázquez
RegeneraciónMX.-La golpeó, la encerró, las cortinas de la casa debían permanecer cerradas lo mismo que las ventanas; cuando él salía, el candado debía estar cerrado en la reja de la puerta y por supuesto se llevaba a llave.
Las peleas y los ataques de celos eran brutales, le fracturó la nariz y el brazo y ella seguía con él. Tenía cerrados los caminos, no sabía a quién pedir ayuda. Alguna vez se aventuró a ir a la iglesia (uno de los pocos lugares permitidos) y pedir ayuda al sacerdote local quien también le cerró las puertas, diciéndole que era su cruz y debía respetar a su marido.
Así, pasaron varios años sin que ella pudiera encontrar la salida a esa pesadilla, tenían ya una hija en común y eso, decía, la ataba más, no quería “quitarle el padre a su hijo”
Aquello no era amor, no era la protección que buscaba cuando se casaron, no era el cariño que decía, él le ofrecería para toda la vida. No puede determinar el momento en que los celos comenzaron a llegar y enturbiaron todo, en la calle, ella debía mirar al suelo o a él pero a nadie más, le desconcertaba que al principio del noviazgo, con las primeras muestras de celotipia, venia una ola de cariño, regalos y promesas que la volvían a meter a aquel circulo.
Pasaba los días dando vueltas por la casa, o dormida, cuidando a la niña. Cuando esta estuvo en edad de ir al colegio, eran ambos los que la llevaban; los minutos fuera y el dinero eran escrupulosamente contados por él y bastaba con que se tardara un minuto de la hora fijada para que hubiera otra pelea en la que el aseguraba que había estado con otro y no en la compra de los víveres de la casa. Terminaba oliendo su cabello, su cuerpo, su ropa interior en busca de rastros “del otro”
Afuera y para la gente, él era el hombre perfecto, siempre pulcro y sonriente, lo único raro es que se ausentaba cada 15 minutos para llamar al número fijo de su casa y verificar que ella seguía ahí. Sus celos llegaron a tal punto que inventó mil artimañas para no salir de su casa por cuidarla a ella y aun así, obtener dinero de la empresa para la que trabajaba, no le importaba hacer fraude, consiguió una jugosa pensión que le permitió ser el cancerbero de ella las 24 horas.
Un día, durante una fuerte pelea, ella se vio con un cuchillo de cocina en la mano, bastaron unos minutos de reflexión para no enterrárselo en el pecho y en su lugar exigirle las llaves de los candados de la casa. Desconcertado y sin salida le dio las llaves y ella tomó los papeles indispensables y salió de esa cueva de horror para no volver nunca más. No había planeado nada, ni siquiera sabía dónde ir, no tenía dinero y estaba sola, de la mano de su hija.
Aún hay gente buena, decía cuando recordaba aquello, agradeciendo a las personas que sin conocerla la ayudaron a estabilizarse y comenzar a caminar sola. Tuvo que hacer la denuncia, pasar las pruebas de estrés postraumático y luego de un tiempo que pareció interminable, obtuvo al fin el divorcio, la custodia y una pequeña pensión para su hija.
Han pasado años y aun tiembla y se enfurece al recordar aquello, las huellas del maltrato quedan en el cuerpo, el rostro y el alma, pero bendice el día en que un minuto de reflexión hizo que no matara a su agresor, sino que consiguiera su libertad.
Esto que relato a grandes rasgos me lo contó mientras temblaba, la memoria de su cuerpo la hacía estremecerse y a veces las manos se le crispaban, traicionando su voz que pretendía estar en una charla cotidiana.
Ella tiene un nombre que omitiré aquí por respeto, su agresor es ahora el que vive encadenado en la misma casa que ella abandonara, los vecinos casi no saben de él y dudan de que ahí viva alguien, pero él sigue ahí, vivo, solo y encerrado en su cueva.
Viendo fragmentos de un juicio mediático sobre violencia intrafamiliar, reconozco en él los rasgos de ella y pienso, la violencia no tiene género.
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