“Me preocupo por la gente pobre, que está trabajando muy fuerte, y que no tiene la oportunidad de avanzar. Supongo que eso me hace populista”, dijo Obama.
Por Jenaro Villamil para Proceso.
El populismo es como el ajonjolí: puede estar en todos los moles políticos, a conveniencia de quien utilice el término. El populismo dejó de ser hace mucho un sustantivo para convertirse en un adjetivo y más bien en un insulto, como refiere Chantal del Sol en su libro Populismos, una Defensa de lo Indefendible.
El populismo no es una doctrina sino un “síndrome”, advierte Ludovico Incisa en el clásico Diccionario de Política, de Bobbio y Mateucci. No existe elaboración teórica ni sistemática sobre el populismo. Lo mismo hay populismos de derechas que de izquierdas, populismos autoritarios que democráticos. Y populismos latinoamericanos que coincidieron con los gobiernos del Estado benefactor y con gobiernos militares ( del cardenismo mexicano al peronismo argentino).
“El populismo tiende a permear ideológicamente los periodos de transición, particularmente en la fase aguda de procesos de industrialización (ahora de globalización, nota de la R). Ofrece un punto de cohesión y de sutura y al mismo tiempo un punto de atención y de coagulación con una capacidad elevada de movilización, presentándose como una fórmula homogénea para las realidades nacionales”, concluyó Ludovico Incisa en el Diccionario de Política.
El populismo ahora se utiliza para descalificar lo mismo al modelo chavista de Venezuela que al fujimorismo de Perú, al lopezobradorismo de México que al fenómeno de Donald Trump en Estados Unidos. El populismo se confunde con xenofobia y hasta con globalifobia. Se utiliza lo mismo para los líderes de masas que para los líderes de opinión.
Es un término que privilegia el elitismo o la condición oligárquica de la política (las grandes decisiones son de las minorías, no de las mayorías). Se presume que quienes lo descalifican son superiores porque no son “populistas”. Y se supone que los populistas idolatran al pueblo y sus decisiones.
El laberinto del término no tiene salida cuando se le confunde con el fascismo o con el autoritarismo, cuando queremos decir demagogia y decimos “populista”, cuando confundimos clientelismo con populismo o cuando hablamos de un modelo socialista o socialdemócrata o de Estado benefactor y le llamamos “populista”.
A este laberinto ingresó Enrique Peña Nieto en la última conferencia de prensa que dio con sus homólogos Justin Trudeau, de Canadá, y Barack Obama, de Estados Unidos.
Sobrevino el enredo cuando un periodista le preguntó al mandatario mexicano si consideraba que Donald Trump era como Adolfo Hitler o Benito Mussolini. Es decir, si el magnate de peluquín naranja podía ser un nuevo fenómeno fascista como Mussolini o nazi-fascista como el alemán.
Y Peña cayó en su propia confusión o en su propia trampa. Quizá no pensaba realmente en Donald Trump sino en López Obrador.
Peña volvió a repetir parte de su discurso ante Naciones Unidas. Descalificó la aparición “de actores políticos, liderazgos políticos que asumen posiciones populistas y demagógicas, pretendiendo eliminar o destruir todo lo que se ha construido, lo que ha tomado décadas para construir, para revertir problemas del pasado”.
“Venden soluciones fáciles a los problemas del mundo, pero no es tan sencillo”, agregó. Esta fue la frase en la que sí coincidió Barack Obama.
Veinte minutos después, el presidente norteamericano entabló una polémica. Afirmó:
“Me preocupo por la gente pobre, que está trabajando muy fuerte, y que no tiene la oportunidad de avanzar. Y me preocupo por los trabajadores, que sean capaces de tener una voz colectiva en su lugar de trabajo… quiero estar seguro de que los niños estén recibiendo educación decente… y creo que debemos tener un sistema de impuestos que sea justo”.
“Supongo que eso me hace populista”, remató.
En efecto, Obama estaba refiriéndose a la confusión generalizada de populismo con Estado benefactor (Welfare State) o a la nueva cruzada de la derecha norteamericana que descalifica como “socialista” a Obama por proponer este tipo de políticas públicas.
Trump “no es populista”, está “más cerca de la xenofobia o el cinismo”, remató Obama. Y lanzó un guiño a la política interior de su país: el precandidato demócrata Bernie Sanders merecería “genuinamente” el título de populista.
El mandatario norteamericano le quitó el tono de insulto al término populista y lo ubicó dentro del debate sobre políticas públicas y la contienda electoral en Estados Unidos.
¿Qué es entonces Trump? ¿Un populista mediático? ¿Un hitlercillo blanco, anglosajón y protestante? ¿Una colección de cinismo y contradicciones? ¿Un simple oportunista que capitaliza el descontento social que ha excluido a millones del sueño americano? ¿Un reality man que insulta, recula y luego vuelve a llamar la atención?
Eso merece otro análisis y no una respuesta de Peña Nieto en una conferencia poco afortunada.