El Día de Muertos es una tradición que se ha visto afectada por las costumbres extranjeras. Conservarla viva es tarea de todos mexicanos.
Por Miguel Martín Felipe
RegeneraciónMx, 31 de octubre de 2022.- Cuando era niño me gustaba que me llevaran a los mercados y tianguis durante la última semana de octubre, regularmente de la mano de mi hermana Leticia, legendaria marchante de romerías noventeras. La abundancia de calaveritas de azúcar, así como el olor a incienso y el colorido de las flores, ya me transmitían una emoción atávica que rebasaba incluso a mi entonces limitado conocimiento sobre el día de muertos.
En mi familia, donde me tocó ser el más pequeño de cinco hermanos, la festividad se vivía con solemnidad y emotividad, pues en la periferia había muchas familias formadas por padres que provenían del interior de la república, por lo que los altares hechos para la ocasión eran algo muy común de verse al ingresar a alguna de las casas vecinas. La estructura de las ofrendas solía ser básica: una mesa con flores, fruta, comida, veladoras y calaveritas de azúcar o chocolate. Si bien no había la grandilocuencia de ofrendas que aparecían en postales, se notaba la firme creencia del reencuentro con los fallecidos.
Poco a poco, con el paso de los años, mi hermano y mis hermanas me iban explicando la importancia y los significados simbólicos del día de muertos, que habían aprendido de mis padres, y ellos a su vez de mis abuelos. Mi hermano Pablo tenía desde entonces -hablo de la primera mitad de los noventa- un especial gusto por la festividad y la consideraba la más genuina expresión de lo mexicano, incluso por encima de la independencia, a la que ya identificaba como usurpada por Televisa y usada facciosamente por el PRI.
En esa época, por lo endeble que a veces se torna el imaginario popular cuando no hay un soporte sólido, mucha gente ya comenzaba a dar prioridad a la festividad del Halloween, pues los vendedores ambulantes de varios puntos de la ciudad capitalizaban con diversos productos el bombardeo que los niños sufríamos a través de la televisión, pues no existían contenidos infantiles alusivos al día de muertos, salvo por la poco publicitada película Calacán (Luis Kelly, 1985), que para entonces era solo una tradición oral en voz de mi hermana Cecilia, pues no solía emitirse por televisión ni se podía conseguir en video.
Así pues, durante un buen tiempo se vivió una época muy oscura en la que el arraigo y el entusiasmo se iban diluyendo para adoptar nuestra nueva identidad como nación global, de manera que los disfraces de monstruos y adefesios de filmes slasher, así como las calabazas de plástico, telarañas de fibra y fantasmas de cartón iban ganando cada vez más terreno.
Sin embargo, aunque a la industria mediática aún no le caía el veinte, el auge de los gobiernos perredistas a finales de los 90, cuya punta de lanza fue Cuauhtémoc Cárdenas como jefe de gobierno del entonces Distrito Federal, significó la recuperación de la tradición en el imaginario colectivo. Recuerdo que, en 1998, mi hermana Lucía, quien estudiaba arqueología y se volvió una apasionada del día de muertos, acudió al zócalo a contemplar la ofrenda monumental y de paso pudo deleitarse con un recital de Óscar Chávez (mítico promotor del día de muertos donde los haya) acompañado de Los Morales, en un inmejorable marco para disfrutar los fúnebres versos de La Ixhuateca.
Con el paso de los años se volvió poco a poco más popular el día de muertos. No fue fácil, puesto que también se afianzaron las fiestas importadas. «Vamos a hacer un Halloween», decían los niños noventeros, y se reunían en una casa adornada de forma temática con motivos de película de terror. Bailaban, tomaban refresco, premiaban al mejor disfraz y comían pizza y palomitas. Después el concepto fue adoptado por adultos, que vencieron al mexicano penoso que llevan dentro, así como al prejuicio del infantilismo, y comenzaron a invertir en disfraces cada vez más elaborados para reunirse en fiestas inundadas de alcohol, o para participar en actividades de temática zombi, que se popularizaron gracias al auge de los llamados “muertos vivientes” en la industria cultural, que con el tiempo igualmente comenzó a entregar a cuentagotas algunos productos basados en el día de muertos.
Esta tradición junta elementos románicos, célticos y de los pueblos originarios de América. La maravillosa cosmogonía azteca sobre el inframundo se fusionó con un una festividad católica y dio como resultado una tradición con un esencial componente emotivo, que conjunta la euforia del espíritu dionisiaco que ostentamos los mexicanos con la añoranza y la firme promesa del reencuentro con los que ya no están.
De todo esto y mucho más me pude empapar con el paso de los años para escribir artículos, hacer reportajes, participar en mesas de análisis, impartir conferencias, ser juez en concursos de ofrendas o calaveritas literarias, así como viajar a Mixquic, Pátzcuaro, Xochimilco y otros lugares para documentar cómo se vive el día de muertos. Yo lo sigo disfrutando con la misma intensidad y alegría de la infancia, pero ahora con más emotividad.
En 2016 falleció mi hermana Lucía, quien acude a mi ofrenda dotada de luz y amor, aquello en que se convirtió cuando dejó este mundo. Por su legado y por el legado de todos, me embarqué en esta cruzada. De mi cuenta corre que, valga la expresión, nunca muera el día de muertos.
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