Por Magdalena Gómez/La Jornada*
Entre las diversas implicaciones graves de la situación que hoy viven los trabajadores agrícolas del Valle de San Quintín, en el sur de Baja California, está la del espejo que muestran sobre el vaciamiento de los pueblos indígenas y a su vez la reterritorialización identitaria que mantienen. Ciertamente no todos los jornaleros son indígenas ni todos se ubican en esa región; sin embargo, es en ella donde del lado mexicano se han asentado por varias generaciones, sin olvidar a quienes lo han hecho en Estados Unidos y desde ahí han promovido una organización tan emblemática como la del Frente Indígena Oaxaqueño Binacional (FIOB). Sirve un testimonio personal para mostrar la contradicción que entraña el desplazamiento ya no sólo estacional de miles de indígenas, que son prácticamente expulsados de sus pueblos por la pérdida de las opciones económicas ligadas al despojo de sus tierras, y que en otras regiones se encuentran ajenos al supuesto ejercicio individual y universal ciudadano. Ni qué hablar de consideraciones culturales.
En 1991 acudí a San Quintín a impartir un taller sobre el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo a jornaleros indígenas, en su gran mayoría originarios de pueblos de Oaxaca. Escuchaban con atención, pero con escasa participación. Cuando abordé el tema del territorio se expresó la crisis y observé una enorme tristeza, hasta que alguno de ellos me dijo: Ya eso no se puede, dejamos el pueblo.
En cambio pedían información sobre las normas para los giros postales, porque les cobraban mucho para enviar dinero y explicaban cómo los enganchadores habían ido por ellos hasta su pueblo y después no cumplieron con regresarlos y el pasaje era muy caro, les preocupaba morir fuera, sus precarios asentamientos se agrupaban por sus comunidades de origen y procuraban reproducir sus prácticas de organización así como las fiestas tradicionales. También comentaron problemas con sus patrones, violación abierta a sus mínimos derechos. Confieso que regresé de San Quintín preguntándome con preocupación si había asistido al escenario sobre el futuro de los pueblos.
En efecto, 24 años después los desplazamientos se han incrementado. Integrantes de pueblos indígenas, como el rarámuri, entre otros, han llegado hasta allá y la propia Secretaría del Trabajo reconoció la situación de virtual esclavitud a la que los someten las empresas.
Según el informe La situación demográfica de México 2010, del Consejo Nacional de Población (Conapo), casi siete de cada 10 municipios rurales del país enfrentan una situación de despoblamiento, es decir, salen más habitantes de los que ingresan o nacen. Este éxodo, señaló, confirma el desplome de las actividades agrícolas como ocupación principal. Este fenómeno se registra en 915 municipios, los cuales representan 65.2 por ciento de los ayuntamientos rurales y 37.2 por ciento del total nacional, según el Censo Nacional de Población y Vivienda 2010. Sin embargo, no estamos ante un proceso inercial e ineludible. A lo largo y ancho del país encontramos pueblos organizados defendiendo sus territorios, por ejemplo, contra las concesiones mineras que provocan despojos y promueven el divisionismo en torno al magno engaño del llamado progreso. Incluso muchos de sus integrantes utilizan pragmáticamente el acceso a los programas del llamado combate a la pobreza como paliativo que les permite una limitada sobrevivencia, situación que no siempre logra detener su salida. No en balde Tlachinollan ha elaborado informes y videos bajo el contundente nombre de migrar o morir, referidos a otra región de explotación. Y pese a este panorama, encontramos que el actual movimiento en San Quintín, cuya vertiente central es laboral, tiene su matriz organizativa en la experiencia identitaria como pueblos.
En su mayoría los trabajadores agrícolas movilizados son de origen indígena mixteco de Oaxaca y Guerrero, y los trabajadores agrícolas indígenas que viven del lado estadunidense se dirigieron a la frontera desde el otro lado para apoyarlos a través del FIOB. Vemos la otra cara del carácter binacional de este movimiento, la solidaridad identitaria, aunada a que la trasnacionalidad de las empresas entraña enfrentarse al mismo patrón. Bonifacio Martínez Cruz, campesino triqui, es el portavoz de la Alianza Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social; ha insistido en que se han violado sus derechos por 20 años y hasta hoy no habían estado en huelga por cuestiones de salarios, prestaciones y respeto a su dignidad y a la de las mujeres, y por esas demandas ya los cuestionan y descalifican su legitimidad. El ¡ya basta! de San Quintín está presente en un contexto en que las políticas neoliberales dominantes pretenden arrasar por igual con los pueblos indígenas dentro o fuera de sus territorios, y en ello tampoco se detienen ante la muy utópica y ajena ciudadanía a la que formalmente pertenecen sus hombres y mujeres: ¿otro asunto local y para colmo indígena, dirá Peña Nieto?
México, Regeneración, 7 de abril del 2015 Fuente: La Jornada Foto: Fronteras.info