Julian Assange* En 1958, un joven Rupert Murdoch, entonces propietario y director de The News de Adelaide, Australia, escribió: “En la carrera entre el secreto y la verdad, parece inevitable que la verdad siempre vencerá”.
Su observación reflejaba quizá la revelación hecha por su padre, Keith Murdoch, de que soldados australianos eran sacrificados sin necesidad por incompetentes comandantes británicos en las costas de Galípoli. Los británicos trataron de callarlo, pero Keith Murdoch no cedió, y sus esfuerzos condujeron a la terminación de la desastrosa campaña de Galípoli.
Casi un siglo después, Wikileaks también publica sin temor hechos que es necesario dar a conocer.
Crecí en una población rural de Queensland, donde las personas decían sin cortapisas lo que sentían. Desconfiaban del gobierno como un ente que podía corromperse si no se le observaba con atención. Los negros días de corrupción en el gobierno de Queensland, antes de la investigación de Tony Fitzgerald, a finales de la década de 1980, dan testimonio de lo que ocurre cuando los políticos impiden a los medios divulgar la verdad.
Esos recuerdos se han quedado en mi mente. Wikileaks fue creado en torno a esos valores esenciales. La idea, concebida en Australia, era usar las tecnologías de Internet en nuevas formas para informar la verdad.
Wikileaks acuñó un nuevo tipo de periodismo: el periodismo científico. Trabajamos con otros medios para llevar noticias a las personas, pero también para probar que son ciertas. El periodismo científico permite leer una nota y luego dar un clic en línea para ver el documento original en el que se basa. De esta manera uno puede juzgar por sí mismo: ¿la nota es cierta? ¿El periodista la reportó con precisión?
Las sociedades democráticas necesitan medios fuertes, y Wikileaks es parte de los medios.
Los medios ayudan a mantener la honradez de los gobiernos. Wikileaks ha revelado algunas duras verdades acerca de las guerras de Irak y Afganistán, y ha dado a conocer noticias acerca de la corrupción de las grandes corporaciones.
Hay quienes dicen que soy opositor a las guerras: no lo soy. A veces las naciones necesitan ir a la guerra, y existen guerras justas. Pero nada hay más injusto que un gobierno que miente a la población acerca de esas guerras, y luego pide a esos mismos ciudadanos que den su vida y sus impuestos para sostener esas mentiras. Si una guerra es justificada, entonces hay que decir la verdad, y la población decidirá si la apoya.
Si han leído alguna de las publicaciones sobre las guerras en Afganistán o Irak, cualquiera de los cables de las embajadas de Estados Unidos o cualquier nota de prensa sobre lo que Wikileaks ha revelado, consideren cuán importante es que todos los medios puedan informar con libertad acerca de ello.
Wikileaks no es el único que publica cables de las embajadas estadunidenses. Otros medios, como el británico The Guardian, The New York Times, El País en España y Der Spiegel en Alemania, han publicado esos mismos cables.
Sin embargo, es Wikileaks, como coordinador de esos otros grupos, el que ha concentrado los ataques y acusaciones más violentos de Washington y sus acólitos. Se me ha acusado de traición, aunque soy ciudadano de Australia, no de Estados Unidos.
En Estados Unidos se han hecho docenas de llamados en serio para que las fuerzas especiales me “liquiden”. Sarah Palin dice que debo ser “cazado como Osama Bin Laden”; en el Senado hay una iniciativa republicana con el fin de que se me declare “amenaza internacional” y se disponga de mí en consecuencia. Un asesor de la oficina del primer ministro canadiense ha convocado por televisión nacional a que me asesinen. Un bloguero estadunidense ha demandado que secuestren y lastimen a mi hijo de 20 años, aquí en Australia, por ninguna otra razón que para hacerme daño.
Y los australianos deben observar sin ningún orgullo el vergonzoso alcahueteo de estos sentimientos que hacen la primera ministra de su país, Julia Gillard, y la secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton, sin emitir una palabra de crítica hacia las otras organizaciones mediáticas. Eso es porque The Guardian, The New York Times y Der Spiegel son antiguos y grandes, en tanto Wikileaks es joven y pequeño.
Somos los de abajo. El gobierno de Gillard trata de matar al mensajero porque no quiere que se revele la verdad, la cual incluye información acerca de sus propios tratos diplomáticos y políticos.
¿Ha habido alguna respuesta del gobierno australiano a las numerosas amenazas públicas de violencia en contra mía y de otros miembros de Wikileaks? Uno hubiera creído que una primera ministra australiana defendería a sus ciudadanos de esas cosas, pero sólo ha habido acusaciones de ilegalidad desprovistas de todo fundamento. La primera ministra, y en especial el procurador general, están obligados a desempeñar sus funciones con dignidad y por encima de la escaramuza. Créanme, lo que esos dos quieren es salvar el pellejo. No lo lograrán.
Cada vez que Wikileaks publica la verdad sobre abusos cometidos por agencias estadunidens{jcomments on}es, políticos australianos entonan junto con el Departamento de Estado un coro de demostrable falsedad: “¡Ponen vidas en riesgo! ¡Seguridad nacional! ¡Ponen en peligro las tropas!” Luego dicen que no hay nada importante en lo que Wikileaks publica. Ambas cosas no pueden ser ciertas a la vez. ¿Cuál es la verdadera?
Ninguna de las dos. Wikileaks lleva cuatro años publicando documentos. En ese tiempo hemos cambiado gobiernos enteros; pero ni una sola persona, hasta donde se puede saber, ha resultado dañada. En cambio, Estados Unidos, con la connivencia del gobierno australiano, ha matado a miles tan sólo en los meses pasados.
En una carta al Congreso de su país, el secretario estadunidense de Defensa, Robert Gates, reconoció que ninguna fuente ni ningún método de inteligencia han sido puestos en riesgo por la revelación de los documentos sobre Afganistán. El Pentágono sostuvo que no había evidencia de que los reportes de Wikileaks condujeran a que alguien resultara dañado en Afganistán. La OTAN en Kabul declaró a CNN que no podía encontrar una sola persona que necesitara protección. El Departamento de la Defensa australiano dijo lo mismo. Ningún soldado, ninguna fuente de Australia han sido perjudicados por nada de lo que hemos publicado.
Sin embargo, de ahí a que nuestras publicaciones no sean importantes hay mucha distancia. Los cables diplomáticos estadunidenses revelan algunos hechos alarmantes:
Estados Unidos pidió a sus diplomáticos que robaran material personal e información de funcionarios de la ONU y de grupos de derechos humanos: ADN, huellas digitales, escaneos del iris, números de tarjetas de crédito, contraseñas de Internet y fotos de identificación, en violación de tratados internacionales. Es de suponerse que también diplomáticos australianos han estado en la mira.
El rey Abdulá de Arabia Saudita pidió a funcionarios estadunidenses en Jordania y Bahrein que detuvieran el programa nuclear iraní por cualquier medio posible.
La investigación británica sobre Irak fue manipulada para proteger “intereses estadunidenses”.
Suecia es miembro encubierto de la OTAN, y comparte inteligencia con Estados Unidos sin dar cuenta al parlamento.
Estados Unidos presiona con rudeza a otros países para que acojan a los detenidos liberados del campo de prisioneros de Guantánamo. Barack Obama sólo accedió a reunirse con el presidente esloveno si su gobierno daba cobijo a un prisionero. Nuestro vecino del Pacífico, Kiribati, recibió una oferta de millones de dólares si aceptaba detenidos.
En su histórico veredicto sobre los papeles del Pentágono, la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos advirtió: “sólo una prensa libre e irrestricta puede exponer con efectividad los engaños del gobierno”. La tormenta en torno a Wikileaks refuerza la necesidad de defender el derecho de todos los medios a revelar la verdad.
* Publicado como colaboración externa del fundador y editor en jefe de Wikileaks por la edición en línea de The Australian del martes 7 de diciembre.
Traducción: Jorge Anaya