Por Víctor M. Toledo
¿Qué novedades, sorpresas e innovaciones se descubren en esta nueva revelación de Wikileaks que llega envuelta en papel celofán, un moño de colores y una pequeña tarjeta con dedicación especial a la libertad de información? ¿Por qué los gobiernos insisten en tomar acuerdos de manera secreta sobre temas y decisiones que afectarán a millones de ciudadanos? ¿No acaso un principio de la democracia es la transparencia, la discusión abierta y pública de las decisiones gubernamentales? Tras el vigésimo aniversario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) se cocina a fuego lento y de espaldas a la opinión pública un nuevo tratado más amplio, ambicioso y profundo (con todo lo que esto signifique), en el que participan 12 países, incluyendo a México. El Acuerdo de Asociación Transpacífico –ATP o TPP, por sus siglas en inglés– es un tratado de libre comercio multilateral, cuyas negociaciones comenzaron en marzo de 2010, aunque las conversaciones preliminares se remontan a 2006. A la fecha existen documentos reservados, producto de intensas negociaciones, que contienen 29 capítulos, uno de los cuales, el dedicado al escabroso tema ambiental, ha hecho público Wikileaks y ha sido entregado a La Jornada y otros dos medios. Aunque se dice que es un documento consolidado, lo cierto es que se trata de un texto aún sujeto a discusión, provisional y con numerosas porciones no consensuadas.
El primer hecho que salta a la vista es que este capítulo, a diferencia del de propiedad intelectual (que se dio a conocer en noviembre), prácticamente excluye obligaciones claras y bien definidas, así como sanciones y penalidades sobre acciones que afecten los objetivos centrales contenidos en el capítulo. En su artículo nueve se establece explícita y contundentemente que las partes reconocen que mecanismos voluntarios y flexibles pueden contribuir al logro y mantenimiento de altos niveles de protección ambiental. Las partes también reconocen que tales mecanismos deberían ser diseñados de tal manera que maximicen los beneficios ambientales y eviten la creación de barreras innecesarias al comercio.
Un segundo rasgo general es el permanente vaivén entre declaraciones contundentes casi apoteósicas sobre los principales temas ambientales y ecológicos, que dan fe de un conocimiento actualizado de las problemáticas, y ciertos párrafos que se filtran, como invitados no deseados, en los intersticios del documento, que son expresión de un oculto objeto del deseo por remontar, soslayar, ignorar y, finalmente, abolir cualquier obstáculo que impida la plenitud del libre comercio, que es la meta dorada del acuerdo.
Por ejemplo, nadie en su sano juicio puede objetar los gloriosos párrafos dedicados a los objetivos (artículo 2): “…las partes reconocen que la cooperación efectiva para proteger y conservar el ambiente y manejar de manera sostenible sus recursos naturales conlleva beneficios que pueden contribuir al desarrollo sustentable, fortaleciendo su gobernanza ambiental y complementando los objetivos del ATP”. Sin embargo, el apartado siguiente echa abajo de inmediato esa afirmación y reconocimiento al señalar que (artículo 2, inciso tres): Las partes también reconocen que es inapropiado utilizar sus leyes ambientales u otros mecanismos similares en modalidades que pudieran constituir una restricción sobre el comercio o la inversión entre las partes.
Algo similar ocurre con el artículo 3, dedicado a los compromisos generales. Por un lado, las partes reconocen el derecho soberano de cada país a establecer sus niveles, prioridades y estándares de protección ambiental, y de adoptar o modificar su legislación y política ambiental. Sin embargo, un poco más adelante se señala que una vez iniciado el acuerdo multilateral, ninguna de las partes orientará su legislación ambiental en un sentido que afecte el comercio o la inversión entre países. La balanza retorna un poco cuando en los párrafos siguientes se afirma que …las partes reconocen que es inapropiado potenciar el comercio y la inversión mediante el debilitamiento o la reducción de sus mecanismos legales previamente establecidos sobre protección ambiental.
Un tema central es si este nuevo tratado multilateral respetará los numerosos acuerdos internacionales sobre el ambiente y el uso de los recursos naturales, y que han firmado la gran mayoría de los países participantes o, por lo contrario, dará un paso atrás relajando las normas y desconociendo los compromisos ya adquiridos por cada nación. Aquí, el documento aborda el caso del Protocolo de Montreal, que limita la expulsión de sustancias que afectan la capa del ozono (artículo 4, sección cuatro), el de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), y el del Convenio sobre Diversidad Biológica (CDB) cuando se examina el tema de comercio y conservación. Sobre estos temas la disputa no solamente es paradójica, sino curiosa: mientras Estados Unidos impulsa volver obligatorios el Protocolo de Montreal y el CITES, los 11 países restantes se oponen. Inversamente, mientras Washington se niega a aceptar el CDB, el resto de las naciones lo promueven.
Sin embargo, el capítulo deja fuera muchos acuerdos, como el Convenio de Estocolmo sobre los contaminantes orgánicos persistentes, que regula el tratamiento de las sustancias tóxicas, la Convención de Basilea sobre el control de los movimientos transfronterizos de los desechos peligrosos y su eliminación, la Convención sobre acceso a la información, participación pública en la toma de decisiones y acceso a la justicia en temas medioambientales (Convenio de Aarhus), y el Protocolo de Kiev, de registro de emisión y transferencia de contaminantes.
Mención especial merece el reciente Protocolo de Nagoya (PdeN), enfocado al acceso justo y equitativo de los beneficios derivados del uso de los recursos genéticos. El protocolo es resultado de siete años de negociaciones y resulta estratégico para los países considerados biológicamente megadiversos: Perú, Australia, Malasia y México. Las tesis del PdeN han sido consideradas, pero son rechazadas por Estados Unidos. Algo similar ocurre con el caso de las pesquerías marinas, donde los acuerdos impulsados por la FAO para detener el notable deterioro de los recursos pesqueros fuertemente disminuidos por la sobrexplotación no alcanzan consenso entre las partes.
Finalmente, el documento es cauto o suspicaz cuando por ejemplo aclara que deja fuera de su definición de ley ambiental los temas de la seguridad y salud de los trabajadores, o el manejo de los recursos naturales por los pueblos aborígenes o indígenas, como si la naturaleza se pudiera separar del trabajo y la cultura. Igualmente, dedica muy poco a lo que es la problemática nodal: la crisis climática. Como si una ampliación del comercio, que implica el incremento de la energía fósil para el transporte de mercancías, no acelerara el efecto invernadero y agravara la ya de por sí crítica situación global.
El capítulo es, pues, un mar de contradicciones, paradojas, incongruencias y vaguedades. La complejidad del tema parece rebasar las capacidades de quienes han intentado lograr un documento consensuado por 12 países que, para hacerlo más complicado, presentan situaciones económicas, políticas, culturales, ambientales e históricas bastante disímbolas. Pero, sobre todo, porque se trata de hacer compatibles la necesidad urgente de tomar medidas para detener el deterioro de un planeta que se mueve hacia el desfiladero, con los deseos disfrazados u ocultos del capital encapsulados en la idea paradigmática del libre comercio. La devastación ambiental, social y cultural que hoy sufre México, por ejemplo, provino en buena medida del TLCAN, como ha sido mostrado por diversos autores. Un nuevo tratado multilateral no puede ser sino simplemente sospechoso, más aún cuando se prepara de manera secreta. Por fortuna, en dos décadas los ciudadanos del mundo hemos ensanchado, fortalecido y multiplicado los mecanismos de resistencia, y hoy resulta más difícil escamotear derechos elementales. El hecho que podamos desnudar tratados concertados entre las esferas del poder político y del poder del capital es ya una señal positiva.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/01/15/opinion/003a1pol