Tal perspectiva está construida sobre un razonamiento falso: que el acuerdo para el deshielo entre ambos países incluye la vuelta sin más de Cuba a la economía regida por el mercado, a la democracia representativa al estilo occidental y un acatamiento de las fórmulas neoliberales del llamado consenso de Washington. Pero no: ni la Casa Blanca pudo imponer tales condiciones para el restablecimiento de relaciones ni el gobierno cubano pretendió exigir a cambio de la reapertura de embajadas que la administración de Obama expropiara la banca privada. El proceso de normalización es lo que es: una negociación complicada y barroca para superar la animadversión de más de cinco décadas entre ambos países.
Ciertamente, la hostilidad histórica de Estados Unidos hacia el régimen cubano y sus expresiones prácticas (desde los intentos de invasión y los atentados terroristas auspiciados por Washington hasta el férreo embargo económico) han modelado en buena medida la vida interna de la isla y en ésta habrá de reflejarse cualquier variación significativa de la política anticubana de los estamentos del poder estadunidense. Pero la transformación en la que está empeñada la nación caribeña viene de mucho antes de que Obama decidiera imprimir un giro en la actitud de la Casa Blanca hacia Cuba y avanza por sus propios ejes.
El punto principal de esa transición es que la economía planificada se ha mostrado, al menos en la circunstancia actual del mundo, inviable. La idea de suprimir el mercado por decreto y de que el Estado sería capaz de operar por sí mismo la producción y la distribución de las mercancías y de establecer patrones para su consumo se reveló como una quimera desastrosa desde hace 25 años, con el derrumbe del bloque del este. Cuba no sólo se quedó sin aliados políticos y estratégicos y sin sus más importantes socios industriales y comerciales, sino también sin paradigma económico para sustentar su proyecto político y social. Desde entonces La Habana ha estado empeñada en la búsqueda de una reformulación que permita preservar los legados más importantes de la revolución, que son la soberanía, las conquistas sociales y la consolidación entre la población de una ética colectiva que se mantiene en pie y que es mucho más sólida que los procesos de lumpenización heredados del periodo especial, que la corrupción en algunos ámbitos de la administración pública y que el florecimiento del individualismo en ciertos sectores dedicados a negocios de oportunidad. El producto de más de seis décadas de educación socialista no va a derrumbarse porque una bandera estadunidense haya sido izada en un edificio de La Habana.
Un contraejemplo de la perdurabilidad de tal legado es el hondo daño moral causado en México por los gobiernos neoliberales (de Salinas a Peña Nieto), los cuales, en 30 años de predicar y practicar el pragmatismo extremo, el egoísmo y el desprecio por el bienestar colectivo, han conseguido el acanallamiento de muchos estamentos sociales que son, a estas alturas, una suerte de base social para la persistencia de la corrupción y el saqueo sistematizado de los bienes nacionales. Las dificultades para remontar aquí esa impronta ideológica –a pesar de los gigantescos agravios causados a la sociedad por el ejercicio gubernamental orientado por ella– dan una idea de lo arduo que sería la demolición, en Cuba, de los valores colectivos y solidarios que constituyen el impedimento insalvable para cualquier intento de implantación de un neoliberalismo salvaje e incluso de una restauración capitalista a secas.
La normalización de los vínculos bilaterales está en marcha y aún le queda por delante un tramo muy largo. Es razonable suponer que incidirá en un alivio paulatino a las penurias que la isla padece desde siempre por culpa del bloqueo estadunidense, pero no hay razón para suponer que genere bruscos cambios internos. La dirección y el ritmo de la evolución institucional y económica del país está en manos de los cubanos, y eso hasta el propio John Kerry lo reconoce.
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