Por Jenaro Villamil | Homozapping
Regeneración, 2 de diciembre de 2015. El VIH-Sida es una de las epidemias que han marcado un antes y un después en el mundo contemporáneo. La aparición de los primeros enfermos en Estados Unidos, a inicios de la década de los ochenta, le dio visibilidad global a una extraña enfermedad que atacaba a las comunidades gays de las grandes ciudades norteamericanas, a hemofílicos y a usuarios de drogas intravenosas, como la heroína. Su estreno mediático nació con el estigma: era el “castigo merecido” para los homosexuales y sus “prácticas promiscuas”, así como para los yonquis. Era la respuesta puritana a la cultura de la liberación sexual de los sesenta y setentas. El placer cedió su lugar al miedo y la culpa.
El VIH-Sida quedó así marcado con el estigma de los impuros, los pecadores, los jotos, en el lenguaje mexicano, los drogadictos, los infieles, las sexoservidoras, los que desafiaban el orden moral judeo-cristiano de la familia heterosexual monogámica que practica el sexo no por placer sino por reproducción.
Poco importó a los medios y a los grandes voceros de esta nueva “cruzada moral” que esta misma enfermedad hubiera devastado desde décadas atrás a comunidades africanas enteras.
La “nota” eran Rock Hudson y la muerte de Freddy Mercury, que fallecieron en esta rapsodia de la intolerancia, el morbo y el estigma. El mundo del espectáculo le dio rating al VIH-Sida, mientras en el mundo de la ciencia comenzó una grotesca batalla para saber quién descubrió el virus causante de la inmunodeficiencia humana: si Estados Unidos o Francia. En el mundo de la fe, el Papa Juan Pablo II, tan hábil para derrumbar el muro de Berlín, creó el muro contra el condón, porque la prevención no formaba parte de su miopía moral y criminal en muchos sentidos.
Treinta años después vuelve otra vez el rating y el morbo con el caso del actor Charlie Sheen, quien admitió su seropositividad para enfrentar el chantaje y las amenazas de demandas en esa cultura norteamericana que saca plusvalía del escándalo mediático.
Su caso también demostró que el VIH y el SIDA no son lo mismo y que tampoco esta enfermedad crónica es exclusiva de las comunidades gays. Algo cambió en estos tiempos, pero la sensación de invulnerabilidad y la capacidad de juzgar al otro sin darse cuenta que somos nosotros revivió en los peores mensajes difundidos y “viralizados” (vaya paradoja) en las redes sociales.
A treinta años de la aparición de los primeros casos en el mundo occidental y a casi dos décadas de haberse descubierto la combinación de medicamentos que transformó esta enfermedad de mortal a crónica, los desafíos son enormes porque el compañero más fiel del VIH-Sida siguen siendo el miedo, el silencio y el estigma.
Aún en pleno siglo veintiuno sorprenden la fuerza de la ignorancia y de la intolerancia frente a esta epidemia que involucra a todos. No mata el virus, matan el miedo, la ignorancia y la falta de tratamiento.
Los cientos de millones de dólares del negocio farmacéutico que se destinan a encontrar la vacuna son mucho más cuantiosos que los recursos que los gobiernos destinan para darle acceso a medicamentos a cientos de miles de seropositivos que no tienen ninguna atención.
Las medidas y campañas para la detección temprana del virus –clave para enfrentar esta enfermedad crónica- son prácticamente clandestinas. El Estado le ha cedido a las organizaciones no gubernamentales esta obligación de salud pública.
El mundo de la “normalidad moral” se sigue sintiendo invulnerable cuando una y otra vez se ha demostrado que el VIH-Sida no es una enfermedad de los malos, los desviados, los drogadictos o los pobres sino un padecimiento social que se potencia por el silencio, la falta de medidas de prevención (el condón sigue siendo la medida más eficaz, a pesar de los condonfóbicos).
México destacó en el mundo por las primeras medidas de salud pública que evitaron la expansión de la epidemia a través de los bancos de sangre. Después de este gran logro, las administraciones recientes han minimizado la batalla contra el VIH-Sida. Hablar de seropositivos y seropositivas no da rating ni votos, a menos que sea a costa del escarnio público.
Los recursos destinados a la prevención y a la atención de personas que viven con VIH han ido disminuyendo de manera abrupta. Entidades como el Estado de México, la más poblada del país, prácticamente no invierten ni el 1 por ciento de su multimillonario presupuesto a estas medidas y la Clínica Condesa del Distrito Federal –ahora con una unidad nueva en la delegación Iztapalapa-, “subsidian” la indiferencia de los gobernantes mexiquenses, atendiendo a la población de los municipios conurbados.
El CIENI del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorios (INER), uno de los centros de vanguardia en la investigación y atención a seropositivos, tiene un presupuesto raquítico: 70 millones de presupuesto anual para atender a 1,700 personas que reciben medicamentos mensualmente. En 2016 existe el riesgo de que este monto disminuya.
El Seguro Social o la Secretaría de Salud destina más dinero a pagarle a las empresas de publicidad de Joaquín López Dóriga que a atender enfermedades como el VIH-Sida.
Este es el gran desafío para recordar este 1 de diciembre. La vacuna no llegará mientras la indolencia, discriminación e intolerancia sigan siendo más poderosas que un abrazo.
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