Discurso íntegro de Beatriz Gutiérrez M, en aniversario luctuoso de Juárez

Juárez en su aniversario luctuoso. Palabras de Beatriz Gutiérrez Müller, presidenta del Consejo Honorario de Memoria Histórica y cultural de México
Juarez, homenaje a cargo de Beatriz Gutiérrez Müller

 

Regeneración, 18 de julio del 2019. Juárez, presidente mexicano, «Benemérito de las Américas», recibió un homenaje luctuoso citando extensamente un discurso de Jesús Urueta.

Discurso de Beatriz Gutiérrez

Mis respetos y mi respeto al presidente Benito Juárez este día que se conmemora el 147 aniversario luctuoso.

Como ha anunciado el presidente, los días 21 de marzo se festejará su natalicio durante este sexenio en Guelatao, y los 18 de julio, los días de su fallecimiento, serán celebrados en este recinto.

Y este día he traído a la memoria un discurso muy hermoso pronunciado por Jesús Urueta el 18 de julio de 1901, cuando se conmemoraba el vigésimo noveno aniversario luctuoso de Benito Juárez.

Era el Teatro Renacimiento y los estudiantes eran de la Escuela Nacional de Jurisprudencia.

‘Señores, no vestiré mi discurso con los luengos ropajes de las graves oraciones fúnebres; esta fecha no es una fecha de duelo colectivo, sino de universal regocijo.

El 18 de julio no es el día de la muerte, es, señores, el día de la resurrección.

Que resuenen en los aires los himnos favoritos de la patria y desparramen todas sus flores los vergeles, que los jóvenes dancen al son de las músicas sagradas y los enjambres canoros de la poesía palpiten y vuelen como abejas de oro, que todos los corazones se fundan al calor de un mismo entusiasmo y un inmenso grito de júbilo suba al cielo anunciando los festivales de un pueblo.

El versículo de la Sulamita es eternamente cierto, el amor triunfa de la muerte.

Benito Juárez no está bajo su lapida mortuoria convertido en ceniza, está dentro de nuestras almas convertido en idea, en sentimiento, en aspiración.

Cariño a la patria, deseo de libertad, sacrificios por el deber, luchas contra el mal, recuerdos de dolor y de gloria, ideales también de dolor y de gloria, todo eso es Juárez.

Sublime transfiguración del hombre. Pudo el pueblo engañado por el golpe brusco y por el poder alucinante de la realidad llorar un día sus más amargas lágrimas, ver ennegrecido por fáticas nubes el porvenir y en torno del pabellón cresponado maldecir al cielo y clamar a los infiernos.

Juárez, en su ataúd, descansaba. Se le creía muerto. Ahí acudieron sus discípulos de patriotismo y de infortunio, y en vez de sentir la dolorosa agonía de la esperanza sintieron brotar en sus almas una esperanza nueva.

Entonces, fue cuando Guillermo Prieto, infundiendo en la frase toda la fuerza vital de su infinito anhelo gritaba: ‘De pie señor, de pie’, y a ese grito poderoso como un conjuro se hizo el milagro. El muerto sacudió el sudario y se puso de pie en la conciencia nacional.

De los combatientes de vanguardia muy pocos quedan y pronto abandonaran el puesto de honor. Pueden caer, no importa, El hombre al morir retoña en su descendencia y sus obras no se pierden en la incesante elaboración de la historia.

Bazaine proviene de los granes traidores y Gambetta de los grandes defensores. Esquilo y Cervantes tienen la misma afiliación gloriosa de héroes poetas, y en los anales de nuestro mundo siempre que el espíritu humano ha estado en peligro de muerte, se han repetido las salvadoras epopeyas de Maratón y Salamina.

El hombre dura mientras dura su esfuerzo, por eso son inmortales los que trabajan por la libertad.

Las naciones deben sus energías más a los muertos que a los vivos. El polvo que piensa no vuelve al polvo. La idea es fuerza de incalculables resultados, penetra, se difunde, se transforma eternamente. Es el espíritu de que habla Goethe: ‘tejiendo en los talleres del tiempo el ropaje viviente de la divinidad’.

Toda palabra fecundiza, toda predicación deja su semen en el surco. Los libros de los enciclopedistas se convirtieron en la sangre de la revolución burguesa. Los libros de los pensadores modernos serán la sangre de la revolución obrera.

Renan dice bien cuando dice:

‘Puede la Iglesia anatematizar a Voltaire, puede la influencia y temerosa mano de la madre quitarlo de tú biblioteca, de ti no lo arrancarán jamás porque Voltaire eres tú mismo’, la idea en actividad a traviesa la historia en una serie de encarnaciones diversas, Hidalgo con el tiempo se llamará Juárez, el pensador mexicano aparecerá un día en la Academia de Letrán con las facciones cobrizas del Nigromante y la mirada de lumbre de Morelos fulgurará de nuevo en los anteojos del general Zaragoza.

La historia es una pasión, porque es una pasión la vida, grandioso combate perdurable en que las verdades y las bellezas y las virtudes se conquistan en hecatombes inmensas que marcan con su rastro de deber y de sangre el lento itinerario humano.

Es creencia comunísima que no tenemos en nuestros anales patrios un sólo hecho de universal trascendencia, que nuestros martirios y nuestros triunfos, son triunfos y martirios puramente nacionales.

La Revolución francesa se dice, es un hecho universal; la Reforma mexicana es un hecho local. No comprendo la historia con tan mezquina filosofía. El progreso no se mutila. Todo está encadenado, todo tiene su ley.

El movimiento de un astro coopera a la armonía del astro, el movimiento de un pueblo coopera a la armonía de la humanidad para la obra final de redención y de amor, poco importan las diferencias de razas y de medios; en el fondo de las más contrapuestas tendencias hay elementos comunes y todos los ideales se fusionan en un ideal supremo, profundamente humano, religión de todos, de los que sufren y de los que gozan, de los parias y de los libres; Zeus luminoso para los griegos, Dios de misericordia para los pobres de espíritu, verdad serena para el sabio, inmaculada belleza para el artista.

Sobre todas las patrias está la gran patria, la naturaleza infinita. Todos tenemos obligación de darle nuestras actividades para fecundarla. Todos tenemos derecho a los brotes de sus entrañas.

Para comprender al hombre en sus obras es ante todo indispensable estudiar su nacionalidad, pero luego el análisis debe taladrar hasta las últimas capas del espíritu, descubrir los elementos irreductibles, despojar de revestimientos posteriores el núcleo primitivo, poner a desnudo la fibra humana, la que vibra y hace vibrar nuestro corazón en sus más atávicas profundidades, arrancándonos lágrimas con el Quijote, esa sublime elegía de la risa o haciéndonos estremecer con los trágicos estremecimientos de Hamlet ante los peligrosos bordes de lo insondable.

Pues bien, Benito Juárez es, ante todo, mexicano. Las grandezas de su carácter son las grandezas del carácter de una raza realzadas en él como una concreción y como una síntesis, pero sobre todo, es un miembro de la humanidad, una figura de primer orden entre las grandes figuras de la historia, caudillo, héroe -tomo estas palabras en su significación épica- de lo que se ha dicho en intencionada frase que no tienen patria, porque sus actos son como gotas de sangre que circulan en el organismo entero de la humanidad, nutriéndolo de vida y floreciendo de amor.

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¿Cuáles son los elementos profundamente humanos del carácter de Juárez?

La constancia heroica y la fe en Dios.

He recogido, señores, de los labios de mi padre un hecho sencillo en su magnitud que años ha relataba yo ante la tumba del Benemérito y que quiero depositar hoy en la memoria ávida de la juventud, porque revela mejor que cualquier análisis el espíritu de Juárez, espíritu de hierro y roca.

Los patriotas, que a través del desierto conducían el arca santa con las reliquias del pueblo, llegaron a Chihuahua llevando la patria como Dantón, en las suelas de sus zapatos.

En una sala apenas alumbrada por las agonizantes luces del crepúsculo y en la triste penumbra del fondo estaban sentados Juárez, Iglesias, Lerdo, Prieto, ya dispuestos a salir rumbo al norte, pues de un momento a otro se escucharía en las calles de la ciudad el redoble de las avanzadas francesas.

Todo, como esta sala, estaba triste, algo muy querido parecía acompañar en su agonía al crepúsculo.

La cara de Juárez tenía la impasibilidad dura de una máscara de bronce, las tormentas de su alma no relampagueaban en sus ojos, no estaba cansado, no sufría. Se habló de la situación del país, el señor Lerdo disertó sobre derecho internacional, como siempre admirable; Guillermo Prieto dijo algún chiste, como siempre, delicioso. La atmósfera estaba saturada de angustia, aquellos hombres espectrales no se movían, no se iban, no huían.

Juárez dijo a sus visitantes: ‘Aún hay tiempo de fumar un cigarro, nada está perdido, creo poder volver dentro de cinco años a colocar la bandera en Palacio Nacional’.

Cinco años. No pasó uno y la bandera ondulaba en la capital de la República a los soplos de la libertad. De manera que ese hombre, sin dinero, sin ejército, en los límites de su país, cuando nadie creía en él, excepto el mismo, pensaba resistir cinco años más.

Con una perspectiva así de negra, así de vacía, desdeñaba el puñal que le ofreciera la tentadora sombra de Catón. No, no tiene razón el Nigromante, no fue sublime el suicidio del romano, porque a un algo le quedaba de hacer por la República, sufrir y esperar; no fue sublime porque perdió la fe, porque dudó de su alma. Juárez es más grande, derrotado por el destino, todavía pedía cinco años de infortunios para vencer al destino. Bien se conoce que la hoguera de Cuauhtémoc iluminaba su conciencia.

Nadie creía en él, triste verdad, era el día sagrado, el 15 de septiembre. El general Brincourt ocupaba Chihuahua, alrededor de la humilde pirámide que levantó el cariño popular sobre los restos de Hidalgo, se cometía un sacrilegio, los franceses y los traidores celebraban la independencia de nuestro suelo; en cambio, algunos buenos patriotas organizaron en la capilla de la parroquia una misa de duelo, y allí fueron con sus hijos las madres enlutadas a llorar la muerte de la patria, a enterrarla para siempre.

Las oraciones eran gemidos, en las baldosas arrastraban las gasas funerarias, los ojos húmedos se clavaban en el llegado cuerpo del redentor. El órgano sollozaba el miserere, el incienso envolvía en nubes gráficas las cabecitas de los niños.

Juárez, Juárez no volvería imposible y no sólo en las lejanas fronteras, no sólo en la pobre parroquia de mi pueblo, sino en toda la extensión del país hubo un abrazo impío de conquistadores y traidores, y una misa de duelo de todas las madres y de todos los hijos, bajo la negra, bajo la infinita soledad del cielo.

Juárez, Juárez no volvería, imposible. Juárez volvió. Ah señor si ese hombre que tuvo que combatir no sólo a los franceses, no sólo a los traidores, no sólo al clero, sino también al escepticismo del pueblo, y que venció no sólo a los franceses, no sólo a los traidores, no sólo al clero, sino también el escepticismo del pueblo.

No figurar en la historia de la humanidad, no fuera una gloria universal, tendríamos derecho al mal, a la destrucción, al suicidio, arrojando nuestros fastos y nuestras virtudes, y nuestros pensamientos y nuestros ideales, y nuestras almas a la combustión satánica de un infierno devorante y de una muerte ignominiosa.

Benito Juárez no es el Benemérito de las Américas, es benemérito del mundo entero. Y hoy que hemos perdido la fe en las quimeras del jacobinismo, pero que la tenemos cada vez mayor en las verdades de la ciencia.

Hoy que ya no nos exalta la caudalosa elocuencia dantoniana, arrastrando en su furia mantos desgarrados y cetros rotos, pero nos entusiasma la serena voz de la filosofía que deposita limo fecundo en las almas y jamás desborda cóleras destructoras de su profundo cauce.

Hoy que nos burlamos un poco de las disertaciones incoloras y pedantes de Robespierre y estudiamos en Rousseau un caso patológico; hoy que los retes, los frailes, los nobles que habían perdido la fisonomía humana con los corrosivos de la literatura demagógica que los llamaba y los llama hidras, vampiros, endriagos, nos aparecen en la historia científica con sus facciones normales como hombres semejantes a los demás hombres, algunas veces liberales complacientes, artistas; hoy que analizamos y que nos explicamos sin odiarlas a priori las etapas más infaustas de la crónica humana; hoy que ya no creemos que la regeneración universal brote de un discurso epiléptico de encrucijada aplaudido por el populacho ebrio que deserta de las escuelas y de los talleres y armado de formidables picas levanta su triunfo a Marat, grotesco y patibulario sobre los bonetes rojos; hoy que no creemos en la utópica democracia del Contrato Social idealmente bella como un diálogo platónico, trazada maravilla con la armonía matemática de los silogismos, pero falsa de toda falsedad; hoy, por último, que vemos evaporarse en el horizonte las últimas humaredas de la convención devorada por sus propias llamas, estamos en aptitud de comprender la personalidad real del señor Juárez, pasándola del mito a la ciencia, pero sin destruir el mito que es arte, de la leyenda a la historia, pero sin destruir la leyenda que es poesía, cumpliendo así con el deber que como conciudadanos y patriotas tenemos de preservarla de todo homenaje falso y de toda injusticia sacrílega, a riesgo de que la posteridad la encuentre mutilada y sucia bajo el polvo del tiempo como encuentra el arqueólogo los restos de los palestritas de mármol y de los atletas de bronce.

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A la juventud toca tan meritoria tarea. ¿Qué mejor homenaje podéis rendir al muerto ilustre que hacerlo vivir incesantemente con todo amor en vuestras meditaciones y en vuestros estudios?

Os lo disputan dos bandos enemigos, el clero y la jacobinería. Uno proviene de Jerusalén y de Roma después, de la ciudad pontifical y hierática, autoritaria y solemne, llena de ascetas con callosidades en las rodillas y láminas de oro en las frentes.

No es divino, dejó caer en la sangre y en el lodo de la vida el ideal de Jesús, es humano, es decir, bueno y malo. Sus grandes acciones le han dado lustre, sus grandes crímenes le han valido anatema. Salvó la ciencia antigua de la rapiña de los bárbaros y prendió los leños bajo las plantas de Juan Huss y de Jerónimo de Praga.

Y hoy, contaminado por el industrialismo febril del tiempo, en vez de abrir el reinado de Dios con llaves de Pedro penetra a saco en las ricas heredades del capital con los instrumentos del agio y de la astucia.

Y si desoye la santa palabra del León, de ese anciano blanco y bueno, cuyos labios manan amor como los panales miel y cuyo espíritu asciende a la muerte como una hostia sobre la humanidad arrodillada, sino vuelve en peregrinación expiatoria y en demanda de misericordia a los huertos de Galilea; si con los supremos exorcismos del arrepentimiento no arroja de su alma el demonio del vicio, entonces se entregará atado de pies y manos a las implacables justicias flamígeras de la historia.

Si el clero niega a Juárez la jacobinería lo deforma, porque lo hace objeto de un fanatismo, colocándolo como santo del calendario demagógico. Cisma, intransigencia, odio, guillotina, parlamentos-clubs llenos de humos de pipas y de vociferaciones de muerte, la decapitación de Dios en el cielo y la felicidad salvaje sobre la tierra. Bellos ideales.

Tuvieron los jacobinismos su papel en la historia, trágico siempre y a veces grande, hoy han pasado de moda, son siempre grotescos y nunca grandes se parecen al caballero de la noche y de la muerta de que habla Tennyson, que oculta las flacas fuerzas de un niño bajo pavorosos y formidables arreos de combate.

No, no puede ser de ellos el señor Juárez. El hombre que castigó todos los abusos para defender todos los derechos, el hombre que castigó todos los privilegios para defender todas las garantías, el hombre que castigó todas las opresiones para defender todas las libertades no es un cismático, no es un sectario, no es un intransigente, es un reformador.

La base de su obra es esencialmente económica, el fin de su obra es esencialmente moral, fue un hombre de paz, fue un hombre de amor, fue un hombre de progreso, su espíritu no está en el odio ciego e inmoral de las edades muertas, tendríamos, entonces, que odiarlo, y Dios sabe cuánto le veneramos; está en el respeto del pasado, en el trabajo del presente, en la fe del porvenir, en el conocimiento de lo que hemos sido, de lo que somos, de lo que seremos, abarcando la prodigiosa evolución que si aún nos ha dejado en las extremidades de la mano las garras del carnicero velludo y delincuente, y en las capas más hondas del alma el apetito bestial y la pasión impura, empieza a poner en nuestras frentes los primeros destellos de la divinidad como un beso matinal de infinita poesía de amor.

Y si alguna vez que sabemos, las pasiones estallan en tragedia, si la lucha se hace inevitable, si los parches de Tirteo resuenan y marcháis en las filas cubriéndose el pecho con el orbe del escudo, blandiendo en la diestra la lanza sólida y agitando la terrible cimera sobre el casco, defender bizarramente la figura de Juárez, dando actos heroicos a la fama clamorosa, defenderla en nombre del arte, en nombre de la ciencia, en nombre de todos los lienzos pintados, de todas las estatuas esculpidas, de todas las verdades conquistadas,  en nombre de los que ostentan cicatrices resplandecientes, en nombre de los que enciende el astro de oro de la piedad, en las cimas de la conciencia, en nombre de los que bajan con la lámpara de Aladino a las entrañas de la vida, en nombre de los que llevan en el costado una lira, en nombre de la Patria que nos concreta, en nombre de la humanidad que nos contiene, y viriles, fuertes, invencibles como hacen los héroes de La llíada, con los caudillos rotos en la brega cubrid y proteger la figura de Juárez, con una muralla circular de claves resonantes.

Concluyo. A vosotros os toca, jóvenes egregios, rehacer la patria moral, la patria intelectual, la patria viva y verdadera, la bella, la espléndida, la gloriosa patria, tal cual la contemplaban con los ojos embriagados de ideal, los hombres generosos que por ella afrontaron las cárceles, los destierros y la muerte.

Vuestros padres le dieron el alma y la sangre; dadle vosotros el ingenio. No queremos apagarnos en la historia. Recoged en el corazón la conciencia y la gloria de los magnánimos que hicieron la Reforma, preocupados por la ciencia y el arte que debías cultivar.

Y el arte y la ciencia amadlos con verdadero amor, amadlos por sí mismo, más que por los frutos que puedan produciros, más que por las alabanzas que puedan conquistaros; amadlos como el ejercicio y la manifestación en que la nobleza del hombre aparece, en que el valor de las naciones se externa y sed buenos; y creed, creed en el amor, creed en la virtud, en la justicia, creed en los altos destinos del género humano, que haciende el cenit por las vías de su ideal transformación.

¡Que la ciencia os esfuerce, que el arte os consuele, que la Patria os bendiga!’

Jesús Urueta.