No sólo en los momentos de crisis personal, sino también en los momentos de crisis social y cultural, como los que estamos viviendo, con frecuencia tenemos noticia de que algún compañero, amigo o familiar se alejó de su fe porque consideró que perdonar era absurdo, que la indisolubilidad del matrimonio era imposible, que amar el dolor y la cruz era repugnante, que respetar la vida no es moderno ni progresista, que no robar sólo es para los que no saben aprovechar las oportunidades. Es más, hasta nos molesta que en este tiempo de deserciones la Iglesia continúe anunciando el mismo evangelio, cuando la huida de tantos se podría evitar proclamando un evangelio más atractivo, moderno y progresista, y por supuesto con propuestas consensuadas y democráticas, aunque no sean precisamente las de Jesucristo, que consideramos ya superadas. El problema no es presentar un evangelio progresista a modo de la cultura imperante. No se trata de deformar la doctrina de la Iglesia para hacerla más atractiva. La cuestión de fondo es la actitud pastoral con que la Iglesia asume y se desarrolla en la sociedad moderna. El cardenal tiene una visión pesimista y apocalíptica de la cultura actual. Refugiarse en la tradición es una justificación. Al apelar a la inmutabilidad del evangelio, el cardenal corre el riesgo de caer en fundamentalismos o las tendencias literalistas de leer las sagradas escrituras.
El gran reto es ayudar a vivir un evangelio que aspira a guardar rasgos inalterables como signo de identidad en una sociedad permanente mutable. No puede aspirar a un evangelio inmutable en una realidad inmutable. La fe y las expresiones de un creyente del siglo XXI no pueden ser las mismas de aquel del siglo III. Hay una autonomía e independencia del proceso temporal y cultural respecto del corpus religioso de la Iglesia. Y dicho sea de paso, la presiona para temporalizarse. En un mismo lapso pueden darse interpretaciones totalmente diferentes en lo doctrinal. Por ejemplo, mientras el cardenal Rivera ha insistido hasta el cansancio en México por la libertad religiosa, por un Estado laico flexible y una laicidad que supere las confrontaciones históricas, en Francia los católicos conservadores reivindican la radicalidad del laicismo. Presionan para que el Estado laico se imponga ante las expresiones visibles de musulmanes en las escuelas públicas. Aquí Rivera aboga por una laicidad positiva y tolerante mientras en Francia se reivindica un laicismo radical, ya no a los católicos como antaño, sino contra el islam.
Si algo caracteriza la vigencia del cristianismo ha sido su capacidad de adaptación a diferentes formaciones civilizatorias a lo largo de más de 2 mil años. Otro ejemplo, en 1864, el papa Pío IX publica el Syllabus(listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo). Es un categórico documento magisterial que condenaba los valores de la modernidad. Como la libertad de pensamiento, la democracia, la tolerancia, la separación entre la Iglesia y el Estado, el individuo. La católica debe ser la religión de Estado, y condena la libertad de culto, la libertad religiosa, de imprenta y de conciencia. Apuntala la noción que afirma que el pontífice romano no puede conciliarse con el progreso, el liberalismo y la cultura moderna. Hasta principios del siglo XX se condenó a los católicos modernistas y se construyeron cofradías de espionaje y persecución, como Sodalitium Pianum, y ahí está la condena al famoso caso del teólogo francés Lemennais (1881). Tan sólo un siglo después, en el Concilio Vaticano II, todas estas condenas se matizan al grado de que se opera una apertura y aceptación de ciertos valores modernos, así como una opción preferencial por la democracia, que es resignificada. Sin embargo, podemos ver cómo muchas de estas reminiscencias perduran en el fondo de discursos ultraconservadores de algunos actores religiosos, a pesar de revestirlos con ropajes aparentemente plausibles. Veamos, la postura anticapitalista del papa Francisco se nutre de esta corriente.
La Iglesia y su doctrina no son inmunes a los cambios civilizatorios. En la Iglesia hay diversidad y matices que al cardenal Rivera se le dificulta aceptar. En ese sentido el evangelio se incultura. La inculturación es un concepto que emana de las realidades africanas y del mundo indígena latinoamericano, que demandan que, en lugar de que las culturas se adapten al evangelio, la propia Iglesia, en actitud misionera, debe adaptarse. En sus primeros pasos como pastor en Chiapas, Samuel Ruiz quedó impactado con el método de evangelización de los años cincuenta, ya que para enseñar el evangelio primero debían castellanizar a los indígenas.
Ante la velocidad en las transformaciones actuales en las sociedades tecnológicas y líquidas, el reto es inmenso. En ese sentido el papa Francisco, frente al Sínodo sobre la familia, sin pretender cambiar una coma de la doctrina, demanda de la Iglesia una actitud pastoral más compasiva, abierta y flexible, especialmente ante los divorciados vueltos a casar. Esto ha propiciado la furia de monseñores de la curia que reprochan el inicio de una pérdida de identidad. Frente al mundo moderno actual muchos cardenales, como Rivera, se colocan en una necia actitud de contracultura
. Sin embargo, corren el riego de petrificar el mensaje, absolutizar y cosificar una postura más ideológica que evangélica. Pero, parafraseando al papa Francisco, diría: quién soy yo para juzgar al cardenal Rivera.