El discurso con tonos racistas ha vuelto a ganar legitimidad en sectores de la sociedad norteamericana, y en buena medida lo ha hecho a costa de México y los mexicanos.
Por Lorenzo Meyer
El discurso con tonos racistas ha vuelto a ganar legitimidad en sectores de la sociedad norteamericana, y en buena medida lo ha hecho a costa de México y los mexicanos.
Entre las cosas que estamos obligados a examinar en la campaña electoral norteamericana se encuentra esta: “En abierto desafío a lo que por mucho tiempo se ha considerado como aceptable en el lenguaje y en las actitudes políticas modernas, el señor Trump (candidato presidencial republicano) rompió los límites que por mucho tiempo constriñeron la discusión racial en Estados Unidos” (The New York Times, 13 de julio). Y esa ruptura ha despertado y transformado en fuerza política el sentimiento racista que desde su origen ha albergado una parte de la sociedad norteamericana. Un racismo que, por lo que a los mexicanos indocumentados se refiere, puede no ser mayoritario, pero sí importante.
Indicadores como la estructura social, la animosidad persistente entre policías y minorías o el color de la población encarcelada, permiten afirmar que la secular tensión entre blancos y negros en Estados Unidos se mantiene. Sin embargo, la complicada y violenta historia racial de ese país ha llevado a que sea públicamente inaceptable que el grupo históricamente dominante, el de los blancos, use un discurso anti afroamericano. Ahora bien, desde el inicio mismo de su campaña, el candidato presidencial Donald Trump encontró la manera de relegitimar públicamente una argumentación con elementos racistas al dirigirla no contra los afroamericanos sino contra dos minorías a las que presentó como peligrosas para el interés y la seguridad nacionales: la mexicana y la musulmana. Una vez legitimado el ataque contra un grupo racial y otro religioso, se facilitará extenderlo a otras colectividades.
El argumento de Trump aplaudido por un grupo de ciudadanos blancos que por razones demográficas y económicas siente amenazada su posición histórica como esencia de lo norteamericano ataca a la comunidad mexicana en Estados Unidos porque supuestamente alberga a varios millones de “transgresores de la ley”, es decir, de trabajadores indocumentados pero muy utilizados en los escalones más bajos de la economía del país vecino. Es esa ilegalidad migratoria que obviamente no tienen los afroamericanos, la que permitió primero a Trump catalogar a los mexicanos indocumentados como, básicamente, criminales para luego incluir como poco confiables a los ya nacidos en Estados Unidos, como el juez federal Gonzalo Curiel, pues, para Trump, sus raíces mexicanas no lo hacen idóneo para el puesto. Poco importa que las estadísticas muestran que los indocumentados mexicanos, como conjunto, cometen menos crímenes violentos que el promedio de los norteamericanos, Trump ya les asignó su papel como criminales, (The Wall Street Journal, 14 de julio, 2015).
El anti mexicanismo de Trump abarca no sólo a los mexicanos y sus descendientes al norte del Río Bravo ¡también a los del sur! Para el millonario neoyorquino, el TLCAN, en vigor desde hace 22 años, no ha sido otra cosa que un robo de empleos industriales. Y es que, según Trump y sus seguidores, las plantas que las empresas norteamericanas han abierto en México son causa directa de la decadencia industrial norteamericana y del empobrecimiento de sus trabajadores, (Reuters, 28 de junio, http://www.reuters.com/article/us-usa-election-idUSKCN0ZE0Z0).
Llover sobre Mojado. El racismo es un viejo conocido de los mexicanos. Las sociedades originales de nuestro país fueron incorporadas a la primera globalización en el siglo XVI en calidad de subordinadas. Las diferencias raciales se implantaron en las bases mismas de las estructuras del Reino de la Nueva España. Y ese reino se estructuró para hacer convivir como esencialmente desiguales a la pequeña “república de los españoles” con las “repúblicas de indios”. Ambas estaban conformadas por súbditos de Su Católica Majestad, iguales ante los ojos de Dios, pero muy diferentes en cuanto a sus derechos y obligaciones en este mundo.
El racismo colonial que justificaba la explotación de los muchos por los pocos no desapareció con la independencia. Simplemente se cubrió con el manto de la igualdad republicana. Luego, a ese racismo interno se le agregó otro: el externo. Este último se manifestó cuando el México independiente tuvo que relacionarse directamente con las grandes potencias europeas y con Estados Unidos en situaciones de gran y creciente asimetría de poder.
La discriminación de los mexicanos en Estados Unidos hoy está enmarcada por las dos derrotas militares del siglo XIX: la pérdida de Texas primero (1836) y la guerra de 1846-1848 después. Y el fenómeno se acentuó en el siglo XX con la migración masiva de mexicanos pobres en busca de trabajo en la expansiva economía norteamericana, especialmente a partir del programa bracero propiciado por la II Guerra Mundial.
Si Trump llegara a ser presidente, el agresivo nacionalismo de un sector de los blancos norteamericanos podría transformarse en un problema serio e inmediato para México, pero incluso si el republicano es derrotado, el problema ya no va a desaparecer. Y no desaparecerá el anti mexicanismo norteamericano actual porque nace de fenómenos no pasajeros: el resentimiento de numerosos blancos ante su pérdida de status y la mala imagen internacional de México.
¿Cómo reaccionar ante la hostilidad de esos vecinos del norte? Ese debe ser un tema central de nuestra agenda nacional ahora y en la que se formule para el 2018.