Por Rebecca Gordon
Con Jack Bauer, todavía vivimos en un aterrorizado nuevo mundo estadounidense
¿Somos una nación de cobardes?
Introducción de Tom Engelhardt
Esto parece el comienzo de un chiste malo: un agente de la CIA y un miembro del Comando de Operaciones Especiales estadounidense entraron en una peluquería de Sana…
Si usted no lo recuerda, Sana es la capital de Yemen; no es este el tipo de sitios habituales donde estadounidenses armados se arriesguen a entrar solos para que le corten el pelo. He aquí lo que sabemos sobre el resto de este misterioso relato que apareció en los medios de Estados Unidos a principios del pasado mayo (solo para desaparecer poco después): según “funcionarios estadounidenses” no identificados, dos civiles yemeníes armados entraron en esa peluquería con la intención de “secuestrar” a los estadounidenses, a quienes disparó y mató; luego sus cuerpos fueron llevados rápidamente fuera del país con la aprobación del gobierno yemení.
De momento, aparte de que en realidad no se tiene la menor idea de qué demonios sucedió en esa peluquería y solo considerando el hecho de que cuando “ellos” nos hicieron eso a “nosotros”, no hay dudas sobre cuál es la palabra apropiada. Simplemente, se trata de un secuestro. Cuando nosotros les hacemos esto a “ellos” (incluso cuando alguno de ellos resulta ser inocente de cualquier delito de terrorismo) al asunto se le da un nombre más fantasioso y agradable: “detención” o “detención extraordinaria”. Cuando ellos irrumpen en una peluquería en un barrio rico de la capital de Yemen, no importa lo que tienen en mente. Cuando nosotros hacemos lo mismo en Milán, Bengazi, Trípoli o cualquier otra ciudad importante, algunas veces con la complicidad de la policía local, algunas veces con la ayuda del gobierno del país, algunas veces sin intervención alguna de gente del lugar, nosotros solo estamos “entregando” nuestras víctimas a “la justicia”.
La CIA, en particular, y más recientemente empresas especiales estadounidenses han hecho secuestros –bueno… es decir… detenciones– en todo el planeta, una práctica habitual desde el 11-S. En realidad, es una especie de vandalismo. Tal como pasa, sea lo que sea en estos días, la “única superpotencia” tiene la capacidad de hacer las normas que más le agradan. Entonces, cuando nosotros hacemos uso de la palabra “D”, la cosa no podría ser más “legal”, o al menos, como los expertos estadounidenses testificarán, la única forma razonable de proceder. Por supuesto, cuando otros hacen uso de la palabra “M” [de matar], ¿puede haber alguna duda de lo repugnante de sus actos? Cualquier enfoque sensato de este mundo (por ejemplo, las operaciones de asesinatos selectivos con drones de la CIA) sería que es una forma horrible de proceder y que parecerá aún más horrible cuando otros países adopten la última versión de la Forma Estadounidense de resolver las cosas. Como con la tortura (bueno… perdón… “las técnicas mejoradas de interrogatorio”), hacer de los secuestros en cualquier lugar del mundo un modo de vida explícito y digno es un camino lleno de peligros en el largo plazo, sea cual sea la maldad de los “chicos malos” que uno pueda estar entregando a la justicia.
Rebecca Gordon, autora de Maistream Torture, un libro reciente sobre el modo estadounidense de técnicas mejoradas de interrogatorio, nos interpela para recordarnos no solo esos hechos sino unos aún más horrible. Mientras que la administración Obama se lava las manos respecto de la tortura (con las operaciones de asesinatos colectivos con drones haciéndose famosas), sus funcionarios de más alto rango piensan que no vale la pena molestarse en desmontar el elaborado sistema de tortura creado en los tiempos de Bush. Lo que significa que, cuando alguien vuelva a pulsar el botón volveremos a lo mismo.
La hora veinticinco
Había una vez una televisión y un cine en los que si un personaje torturaba a alguien todo el mundo estaba seguro que se trataba de un mal tipo. Ahora, los torturadores son los héroes de la patria de todos los estadounidenses. De 24 a Zero Dark Thirty, son los buenos chicos quienes manejan los alicates y el “submarino”*. No solo estamos viviendo en un mundo posterior al 11-S; estamos –junto a Jack Bauer– de lleno en la hora veinticinco.
En 2002, Coter Balck, exdirector del Centro Antiterrorista de la CIA, le dijo lo siguiente a un comité del Senado: “Todo lo que quiero decir es que hay ‘un antes y un después’ del 11-S. Después del 11-S, nos hemos quitado los guantes”. Él quería que los senadores entendieran que ahora los estadounidenses vivían en un mundo distinto, en el cual –desde el punto de vista del estado de seguridad nacional– todo vale. Se trataba, como lo apreciaron él mismo y otros funcionarios de alto nivel de la administración Bush, de un contexto peligroso en el que los terroristas podían acechar y violar los dispositivos de seguridad de cualquier aeropuerto, vaya a saber uno en qué otro sitio.
Los extranjeros de tez oscura que abogaban por religiones perturbadoras estaban haciendo todo lo posible por destruirnos porque, como dijo el presidente Bush más de una vez, “ellos odian nuestras libertades. Entonces, era cuestión de “ellos o nosotros”. En ese mundo nuevo y aterrador, se nos aseguró, nuestra supervivencia dependía en cierto modo de unos hombres y mujeres valientes que deseaban romper la tradición y torturar a algunos de nuestros enemigos para obtener la información que permitiera salvar a toda la civilización. Como parte del nuevo credo estadounidense, supimos que la tortura era el precio que debíamos pagar por nuestra seguridad.
En todos los medios, esas eran las fantasías que regían el momento. Pero ¿no fue acaso esa lamentable etapa de la vida de nuestra nación la que acabó con Bush y su vicepresidente Dick Cheney? ¿Acaso no quedó atrás cuando Barack Obama entró en la Sala Oval y dio la orden ejecutiva de que se cerraran todos los sitios clandestinos de la CIA que la administración Bush había montado en todo el planeta y que se prohibiera lo que eufemísticamente había llegado a llamarse “técnicas mejoradas de interrogatorio?” Tal como terminó sucediendo, la respuesta es no. A pesar de que raramente se comenta, la infraestructura, la experiencia y el personal necesarios para hacer funcionar un sistema de tortura estatal institucionalizada permanece en pie, latente para germinar como una semilla en el desierto con la primera lluvia tan pronto como el próximo ataque de miedo sacuda a Estados Unidos.
Hay varias razones importantes para que el resurgimiento de la tortura siga siendo una posibilidad en el EEUU posterior a Bush:
* La tortura no acabó cuando Obama asumió su cargo.
* En la era de la “guerra contra el terror”, nunca se han dado a conocer los programas de torturas.
* Ninguno de los altos funcionarios responsables de actividades calificables como “crímenes de guerra” ha sido imputado; ninguno de los torturadores ha sido llevado a juicio.
La tortura no acabó cuando Obama asumió su cargo
La orden ejecutiva del presidente disponía que se cerraran los centros de detención “tan pronto como sea posible” y que no se abriera ninguno nuevo. Ninguna de estas órdenes, sin embargo, fueron dadas al Comando Conjunto de Operaciones Especiales (JSOC, por sus siglas en inglés), una unidad clandestina integrada por combatientes de elite provenientes de varias ramas de las fuerzas armadas de Estados Unidos. El JSOC mantuvo sus propios centros secretos de detención en Iraq. En Camp Nama, los interrogatorios se realizaban en un ominoso sitio llamado “Sala negra”. Según informó el New York Times, el escalofriante lema del centro era “sin sangre, sin grosería”. Actualmente, el JOSC está desplegado en varios continentes –incluso en África–, donde la obtención de “inteligencia” es una parte importante de sus funciones.
La orden ejecutiva del presidente todavía permite las “detenciones”, es decir, el traslado de un sospechoso de terrorismo a otro país para ser interrogado, algo que en tiempos de Bush significaba ir a parar a prisiones conocidas por su régimen de tortura. No obstante, impone ciertas restricciones. Esos “traslados” deben ser aprobados por una junta especial compuesta por el Director Nacional de Inteligencia, el director de la CIA y el presidente del Estado Mayor Conjunto. La junta está presidida por el Ministro de Justicia. La junta no debe “trasladar… a personas a otros países para ser torturadas ni otros procedimientos que tengan por obleto debilitar o burlar la responsabilidad y la obligación que tiene Estados Unidos de asegurar un tratamiento humano de las personas tanto en su custodia como en su control”.
Esta última limitación, sin embargo, estaba vigente al menos desde 1994, cuando el Senado ratificó la Convención contra la Tortura y otros Tratamientos Crueles, Inhumanos y Degradantes de Naciones Unidas. Y no impidió la rendición de personas como Maher Arar, un ciudadano canadiense inocente trasladado por Estados Unidos a Siria, donde tuvo que soportar 10 meses de tortura en una celda subterránea. Tampoco salvó a Binyam Mohammed, cuyos carceleros marroquíes le tajaron el pecho y el pene con un bisturí una vez al mes durante 18 meses, según el relato de Andy Worthington, abogado inglés que trabaja en defensa de los derechos humanos.
Tampoco, ciertamente,hizo nada para que la CIA se ocupara de acabar con todos sus programas de tortura. En su sesión de ratificación, el primer director de la CIA nombrado por Obama, Leon Panetta, dijo a los congresistas que “si las técnicas aprobadas ‘no eran suficientes’ para conseguir que un detenido diera a conocer detalles sobre algo que se sospechaba o se sabía sobre un ataque inminente en el que el detenido estaba implicado, él pediría una ‘autorización adicional’ para utilizar otros métodos”. Por cierto, es muy poco probable que se pudiera pensar en acudir a esos “otros métodos” cuando se estuviera en ese momento. Para que eso fuera posible, eran necesarios una infraestructura y un personal adiestrado. Era necesario tener –conocimiento y medios– todo dispuesto y a punto.
La tortura, bien que con otro nombre, aún continúa en el complejo carcelario de Guantánamo, en Cuba. El presidente Obama asumió su cargo prometiendo cerrar Guantánamo en el término de un año. Es una promesa que él repite de tanto en tanto, pero el centro de detención continúa abierto, y muchos de sus detenidos siguen allí y aparentemente lo estarán durante un tiempo indefinido. Aquellos que utilizan el único recurso a su alcance para resistir ese limbo infernal –la huelga de hambre– son atados a sillas y sometidos a alimentación forzada. Si acaso alguien pensara que esa alimentación es un acto de humanidad, tenemos el relato que Samir Naji, prisionero en Guantánamo, hizo a The New York Times en abril de 2013:
“Nunca olvidaré cuando me introdujeron en la nariz un tubo de alimentación. Es imposible describir lo doloroso que puede llegar ser que a uno le obliguen a alimentarse de esta manera. Cuando empujaban el alimento dentro de mí, yo tenía arcadas y sentía ganas de vomitar, pero no podía hacerlo. El dolor en el pecho, la garganta y el estómago era desesperante; nunca había experimentado nada parecido. No quiero volver a sufrir en mi vida semejante castigo.”
Desde la guerra en las Filipinas, en los albores del siglo XX, Estados Unidos tiene un largo historial relacionado con la tortura. Ahí está, en los sesenta, la participación en América latina de experimentados torturadores al servicio de regímenes extranjeros. Pero hasta el 11-S, ningún funcionario de alto nivel de este país se había pronunciado públicamente para aprobar la tortura. Pasara lo que pasara detrás de unas puertas cerradas (o en sesiones de entrenamiento en la Escuela de las Américas, por ejemplo), todo el mundo –los funcionarios del gobierno, la prensa y el público– estaba de acuerdo en que la tortura era algo reprobable.
Hoy en día, ese consenso ya no existe. Desde el 11-S, los “guantes” fueron dejados a un lado. Someter al “submarino” a un prisionero que quizás tenía información sobre una acción que podía ser una amenaza para nosotros era “lo más lógico” para el vicepresidente Dick Cheney, y no estaba solo. En esos años, la tortura, llamada siempre “técnica mejorada de interrogatorio” (una expresión adoptada rápidamente por los medios), se convirtió en algo natural, incluso celebrado; un rasgo más de nuestro nuevo paisaje. ¿Sigue siendo así?
En la era de la “guerra contra el terror”, nunca se han dado a conocer los programas de torturas
Gracias al trabajo de periodistas que nunca han cejado en su trabajo, ahora conocemos muchas de las piezas del puzzle de la tortura, pero todavía no tenemos nada parecido a un relato completo y coherente. Y si no sabemos del todo lo que ha pasado en estos años de tortura, es poco probable que tengamos la capacidad necesaria para desmantelar la infraestructura que la sostiene, vale decir, no podemos impedir que eso vuelva a pasar.
Además, dado que no tiene el visto bueno gubernamental, las informaciones que nos acercan periodistas e historiadores no son suficientes. No son “la historia oficial”. No representan una intención del gobierno, por lo tanto de la nación, de asumir plenamente el pasado. Un relato oficial de lo que pasó podría ser el trabajo preliminar para llegar a un consenso nacional contra el empleo de la tortura en el futuro.
Hace 40 años, la investigación que el Congreso realizó del Programa Phoenix de la CIA (en el contexto del cual decenas de miles de combatientes del Vietcong fueron torturados y asesinados) resultó en algunas nuevas restricciones en las actividades de la Agencia. El presidente Gerald Ford expidió una orden ejecutiva que prohibía a la CIA la práctica de “asesinatos políticos” y la experimentación con drogas en seres humanos. El presidente Jimmy Carter perfeccionó esa orden para prohibir los asesinatos en general. Se suponía que estas órdenes, junto con la supervisión del la Casa Blanca y del Comité de Inteligencia del Senado, serían un freno para las actividades más atroces de la CIA.
Sin embargo, ahora sabemos que una rejuvenecida CIA puso en marcha un programa a gran escala de tortura, secuestro de sospechosos de terrorismo en cualquier lugar del mundo e incluso el asesinato selectivo con drones en Pakistán y Yemen. Además, la CIA continúa resistiéndose a la supervisión por parte del Congreso de sus actividades ligadas a la tortura. La Agencia, todavía en la tarea de examinar un informe de 6.000 páginas sobre sus “métodos de interrogación” preparado por el Comité de Inteligencia del Senado, ha rechazado hacer público cualquier parte del informe. Dianne Feinstein, presidenta del comité, a menudo considerada “la senadora de la seguridad nacional”, propone incluso una denuncia extraordinaria por las interferencias realizadas por la CIA en las computadoras del comité senatorial.
Recientemente, el Washington Post informó de algunos detalles filtrados sobre el infructuoso forcejeo que ha habido para hacer público el informe del comité, incluyendo información sobre un anterior procedimiento no documentado de tortura de la CIA consistente en sumergir la cabeza del prisionero en una bañera llena de agua helada o en derramar esa agua sobre todo su cuerpo (la inmersión en agua fría es un método de tortura mencionado por primera vez en 1984 en una entrevista a un nicaragüense secuestrado y torturado por la Contra, la guerrilla apoyada y entrenada por EEUU).
No tenemos nada parecido a una historia completa de la implicación de la CIA en la tortura, y la CIA es apenas una más en un vasto complejo de agencias, tanto militares como civiles. Es imposible desmantelar algo que no podemos ver.
Ninguno de los altos funcionarios responsables de actividades calificables como “crímenes de guerra” ha sido imputado; ninguno de los torturadores ha sido llevado a juicio
Cuando se menciona la tortura, el presidente Obama alega que “no se gana nada perdiendo tiempo y energías en culpar al pasado”, pero esto es sencillamente faltar a la verdad. Lo que se puede ganar es un consenso público partidario de que Estados Unidos no vuelva a involucrarse en la práctica de la tortura. Otra cosa que se puede ganar es el compromiso de que los funcionarios que probablemente sean culpables de crímenes de guerra no puedan actuar con impunidad ni tengan la libertad de pasar sus años de retiro escribiendo sus memorias o disfrutando en una piscina.
El general retirado Antonio Taguba, cuya carrera militar quedó bruscamente interrumpida por su informe sobre los abusos cometidos por el ejército estadounidense en la prisión de Abu Ghraib, Iraq, escribió en el prefacio de un informe redactado por Médicos por los Derechos Humanos, “Después de años de revelaciones de investigaciones del gobierno, crónicas periodísticas e informes de organizaciones de derechos humanos, ya no queda la menor duda de que la administración actual ha cometido crímenes de guerra. La única pregunta que espera una respuesta es si los que ordenaron que se torturara responderán por ello”.
No hace falta decir que nadie ha ido a la cárcel por los programas de tortura de la CIA. Actualmente, el antiguo analista de la CIA John Kiriakou está cumpliendo 30 meses de prisión por revelar el nombre de un agente encubierto de la CIA mientras denunciaba las prácticas de tortura de la agencia. Desde su celda de la prisión, ha pedido la presencia de un fiscal para llevar a la justicia a los arquitectos del programa de torturas.
La vida en un mundo cobarde
El Estados Unidos posterior al 11-S no en un nuevo mundo valeroso, sino un mundo aterrorizado. Continuamente se nos recuerda los peligros conque nos enfrentamos y nos animan a creer que la tortura nos mantendrá a salvo. Evidentemente, los estadounidenses ya han visto lo suficiente –entre las revelaciones de hechos y las representaciones ficticias– como para acostumbrarse a la idea de que la tortura es el precio que hay que pagar por la seguridad. Ciertamente, las encuestas muestran que hoy los estadounidenses apoyan el empleo de la tortura más que en los momentos más críticos de la “guerra contra el terror”.
En estos días, “protección” y “seguridad” se han convertido en las principales preocupaciones nacionales. Es casi como si creyéramos que si se recogiera la suficiente información, si bastantes “tipos muy malos” son torturados para conseguir “inteligencia procesable”, nunca podrán matarnos. Hay una palabra que define a la persona cuya principal preocupación es su propia protección y que a partir de ello esta dispuesta a permitir que en su nombre se haga cualquier cosa en tanto la mantenga segura. Esa palabra es cobardía.
Si se mantiene esta terrorífica cosmovisión y si la infraestructura del sistema de tortura continúa intacta e impune, tornará a crecer la próxima era del miedo y la tortura volverá a hacerse presente.
Rebecca Gordon es la autora de Mainsteream Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States (Oxford University Press). Es profesora en el Departamento de Filosofía de la Universidad de San Francisco. También ha dedicado muchos años al trabajo en varios movimientos nacionales e internacionales por la paz y la justicia; es miembro del colectivo War Times/Tiempos de guerra. Es posible contactar con ella a través del sitio web Mainstream Torture.
Nota:
* “Submarino” (waterboarding, en el original en inglés) es cómo se llama en Argentina y Uruguay a la tortura que consiste en sumergir la cabeza de la víctima en una gran tina (o similar) llena de agua –normalmente sucia o muy sucia– hasta el borde de la asfixia. En España se llama “bañera”; seguramente, en cada país castellanohablante (casi todos en América latina) esta forma de tortura tiene un nombre diferente. (N. del T.)
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175866/