Las anécdotas con Gerardo parecen brotar de la misma fuente: el viejo lobo de Marx que nos invitaba a su casa o la cantina a beber tragos y discutir de libros y autores. Si algo no sucedía con De la Torre para con sus alumnos era el elogio dulzón y fácil, menos condescendiente, era un tipo hosco, crítico, juicioso.
RegeneraciónMx, 20 de enero de 2022.- No son pocos los recuerdos que tengo de Gerardo de la Torre, quien falleció hace tan poco que aún es fácil pensar que sigue en este plano de la realidad. Hacia mediados del año 2010, en un primer intento por comenzar a escribir “en serio”, ingresé a la Escuela de Escritores de Sogem, donde la plantilla de profesores la encabezaba Mario González Suárez, cuyo cuerpo de docentes tenía en sus filas a escritores de la estatura de Aline Pettersson, Jaime Augusto Shelley, Pablo Soler Frost, Fernando Fernández, Eduardo Parra Ramírez, Humberto Musacchio, el mismo González Suárez y Gerardo de la Torre, entre muchos otros, este último impartía el taller de cuento. En las viejas instalaciones de Héroes del 47, que hoy albergan el Teatro Coyoacán, un grupo de adolescentes intentábamos imitar el clan de los poetas malditos, a nuestro modo, con nuestras limitantes, pero algo había, y era la genuina necesidad de escribir y leer sin prejuicios, franca y obsesivamente. Ahí De la Torre fue un maestro incisivo.
Las anécdotas con Gerardo parecen brotar de la misma fuente: el viejo lobo de Marx que nos invitaba a su casa o la cantina a beber tragos y discutir de libros y autores. Si algo no sucedía con De la Torre para con sus alumnos era el elogio dulzón y fácil, menos condescendiente, era un tipo hosco (en apariencia), crítico, juicioso, lector empedernido de Hemingway (siempre nos ponía a leer Colinas como elefantes blancos). Recuerdo muy bien su fórmula, al menos una de ellas, acaso la favorita, para una “teoría del cuento”: lanza un personaje, créale un conflicto y después resuélvelo, ahí, en la resolución, está la esencia del cuento. Así de sencillo y de complejo. Sin duda, el autor de El vengador siempre nos recordaba que a escribir se aprende escribiendo, no con teorías, ni con consejos, no hay manual que valga si lo que se quiere es ser escritor, por lo que era necesario poner en la práctica, todos los días, la escritura y la lectura, sobre todo esta última.
Pero vuelvo a las anécdotas, y es una confesión ahora pública:
En una de aquellas noches de juerga, quise aprovechar la borrachera, y con mi propia borrachera a cuestas, quise sacar algunos libros de la casa de Gerardo, de esos miles que tenía en libreros. Y los saqué. En aquel entonces, un compañero de Sogem vivía en la azotea de ese edificio, en la esquina que hacen Vértiz y Xola. Subimos al cuarto de este compañero, seguimos bebiendo, yo con mi mochila llena de libros, 4 de Anagrama. Entrada la madrugada, ya muy borracho, intenté irme, pero no sabía que para poder salir debía abrirme la puerta algún inquilino, y mi amigo estaba ya muy borracho y dormido. No pasó mucho tiempo, cuando Gerardo bajó, me vio hojeando sus libros, me miró, extendió las manos, le devolví cada volumen, me abrió la puerta y me fui. No me dijo nada aquella madrugada, ni tiempo después en Sogem. Hasta ahí mi drama.
Tiempo después dejé Sogem, me inscribí a otra escuela y no volví a la casa de Gerardo. Cuando entré a trabajar a Excélsior, y en el marco por sus ochenta años, la orden de trabajo para entrevistarlo se la asignaron a Luis Carlos Sánchez, pero le pedí a Víctor Torres que me diera la oportunidad de yo hacer la nota. Cuando llegué a su departamento, De la Torre me vio y lanzó lo que supuse una sonrisa, apenas esbozada, entre irónica y memoriosa, lo que me comprobó que me recordaba. Platicamos del incidente, me disculpé y seguimos la vida y la entrevista, así, sin hacer alboroto. Gerardo reconoció que en ese entonces yo era un chamaco, que así le solía pasar con los borrachos que se quieren hacer los vivillos, pero le daba gusto verme, y me recordaba como un lector juicioso y sensible, lo cual fue para mí un halago, qué duda cabe. Platicamos dos horas en promedio, me invitó un trago de ginebra, sin importar que eran las once de la mañana, después otro, me regaló Christine Falls, de Benjamin Black, el seudónimo de John Banville para publicar novela negra, charlamos del cuento como género, de sus autores favoritos, de las muchas traducciones que estaba realizando y así continuamos una amistad durante estos últimos años. Después se volvió un constante personaje de entrevistas, un guía, pues volví a charlar con él de cine, cómics, novela gráfica, incluso de la obra de José Carlos Becerra, junto a quien compartió clases en el Centro Mexicano de Escritores, donde ambos eran becados, para los diversos reportajes que escribí para diferentes medios. Volvimos a conversar una y otra vez, sobre todo de cuento, género, me permito la sinceridad, en el que no vimos al mejor De la Torre, pues fue en la novela, especialmente Los muchachos locos de aquel verano, acaso su mejor obra, donde hallamos la mejor versión del escritor. Títulos como Morderán el polvo, Muertes de Aurora y Nieve sobre Oaxaca son testimonio de lo mordaz que fue Gerardo. Incluso, él mismo llegó a confesarme que se sentía, se sabía, más novelista que otra cosa.
Beisbolero de corazón, comunista en su juventud (quizá siempre lo fue), De la Torre fue un hombre de línea dura, se peleó con muchos de sus amigos, siempre llegábamos al tema de René Avilés, tuvo algunos muy buenos, de toda la vida, como Juan Manuel Torres, y muchos petroleros que fue olvidando y se fueron olvidando de él, pero que existía una memoria común. Incluso, la última vez que lo vi en su casa, me contó de las llamadas que tuvo con algunos de sus excompañeros de Pemex que estaban falleciendo.
Vaya, pues, un abrazo a Gerardo de la Torre, el viejo lobo de Marx.
Sigue a Mario Alberto Medrano en Twitter como @MarioAl71703049