Los reality shows como Big Brother llegaron a sustituir la programación infantil de Televisa con personas vacías intelectualmente y desprovistas de valores.
Por Miguel Martín Felipe
RegeneraciónMx, 31 de julio de 2022.- Prácticamente desde su surgimiento, la televisión privada mexicana fue concebida como un producto para las audiencias adultas. Eso se ve reflejado en que los anunciantes con mayor presencia eran las marcas de cigarros, bebidas alcohólicas, calzado, ropa y electrodomésticos. Hubo, sin embargo, una cuota de programación infantil que fue creciendo con el tiempo. Uno de los primeros shows dedicados al público infantil fue Telekinder, transmitido de 1963 a 1968, un intento por parte de la entonces Televisión Independiente de México por cumplir la función pedagógica que tradicionalmente se suele soslayar. Fue, por cierto, conducido por Pepita Gomís, madre del beligerante anti obradorista Héctor Suárez Gomís. Los cuentos de Cachirulo, conducido por Enrique Alonso en el personaje homónimo, Odisea Burbujas, El tesoro del saber, y hasta la compra de la franquicia de Plaza Sésamo en 1972; fueron los primeros shows encaminados a las audiencias infantiles.
La época dorada de Televisa vino cuando desde finales de los 70 se comenzó a transmitir programación infantil, generalmente series de animación compradas a productoras estadounidenses y dobladas por actores de voz mexicanos, pero con un español rarísimo que pretendía ser comprendido en toda Hispanoamérica. La programación extranjera se intercalaba con la conducción de animadores infantiles televisivos como Ramiro Gamboa (El Tío Gamboín), Alma Gómez (Cositas), Rogelio Moreno, entre otros. Estos animadores promovían distintas dinámicas entre el público y aprovechaban para posicionar los productos de los patrocinadores.
Llegadas las noches de la década de los 90, el canal 5 abandonaba la inocencia infantil y se centraba en lo que llamaban “la irreverencia juvenil”, que no era otra cosa sino programas conducidos por los juniors de la empresa en los que replicaban el “humor manchado” de bullies mediáticos como Paco Stanley o los comediantes del cine de ficheras.
Todo este tipo de contenido era del agrado de las audiencias juveniles y adultas. Las primeras aspiraban a vestir y hablar con la misma soltura que Esteban Arce, Facundo o Adal Ramones, mientras que la segunda los veía como un modelo de triunfador que los hacía escapar de su propia realidad. Y de este caldo de cultivo nace un concepto ante cuya vacuidad muchos nos seguimos preguntando por qué llegó a ser un fenómeno de masas.
La primera edición de Big Brother fue anunciada en el año 2002 con bombo y platillo. Era la adaptación de un programa holandés, un reality show basado en la premisa de la novela 1984 de George Orwell, donde un artilugio llamado “la telepantalla” vigilaba y daba órdenes en tiempo real a todos los pobladores de Oceanía, un conglomerado de países gobernado por un régimen totalitario cuya imagen era un mítico dirigente con aspecto de rígido militar llamado “El Gran Hermano”, el cual aparecía en carteles que decían: «Big Brother is watching you (el Gran Hermano te está vigilando)».
El programa en cuestión se trataría de una casa plagada de cámaras en la que habitarían individuos “comunes y corrientes”, según la publicidad, para verlos interactuar entre sí, incluso con la posibilidad de contratar el servicio de televisión satelital Sky —perteneciente a Televisa, por supuesto— para monitorear desde casa en audio y video la intimidad de los habitantes. El 2 de marzo de 2002, día previo al estreno, se intentó dar un cierto empaque intelectual al programa con una mesa de análisis en la que participarían Adela Micha (conductora del show), productores de Endemol México (filial de la empresa holandesa fundada por John de Mol) y analistas. En cierto momento de la conversación se aclaró que no era un estudio social, sino un programa de concursos.
En la llamada ‘casa de Big Brother’ metieron a una caterva de mujeres y hombres jóvenes con mentalidad de ‘antro’, desprovistos de bagaje cultural y a ser posible encuadrados dentro de los cánones estéticos de la televisora. Con el paso de los años se fue sabiendo que, en realidad, y pese a que se promocionó un aparatoso casting a nivel nacional, la mayoría de participantes tenía vínculos con la empresa y llevaron antes y después del show una vida de privilegios y derroche.
El modelo aspiracional de siempre fue renovado y se vendió con la etiqueta de un producto novedoso. Aquella primera temporada de groserías, desnudos y desatinos, llegó a tener 37.5 puntos de rating y su final fue visto por 6,585,810 personas en junio de 2002.
Posteriormente se estrenaría el formato Big Brother VIP, donde famosos de la empresa, igualmente vacíos intelectualmente y desprovistos de valores, hicieron las delicias del público con sus intrigas, llantos, complots y demás pueriles estratagemas que utilizaban para convencer al público de votar por ellos a través de llamadas telefónicas y no ser expulsados de la casa.
Después de varias temporadas, una más decadente que la otra, en diciembre de 2015 finalizó la última edición, igualmente conducida por Adela Micha, quien en temporadas intermedias fue sustituida por Verónica Castro o Víctor Trujillo. El público al que Televisa había inicialmente consentido con caricaturas pasó de la adolescencia a la adultez fagocitando sin masticar modelos aspiracionales de jóvenes ricos e ignorantes; una huella que sigue presente en las producciones de la industria cinematográfica nacional.
Cuando en 2005 un reportero de la revista Proceso le preguntó a Emilio Azcárraga Jean por qué los talk y reality shows habían sustituido a la programación infantil, el magnate contestó: «La televisión no es una niñera».
Afortunadamente, la era de los reality shows televisivos está prácticamente sepultada. Las audiencias, sin embargo, al igual que los creadores de contenido, siguen de cierta forma replicando el modelo de la basura audiovisual ahora en las redes sociales, pero eso se abordará en una posterior entrega.
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