Nuestro petróleo para sus guerras

Por Adolfo Gilly | La Jornada 

29 de agosto de 2014.-Mientras los combatientes del Estado Islámico de Irak y Siria (en inglés, ISIS: Islamic State in Iraq and Siria) continúan conquistando territorio, este grupo ha ido organizando en silencio una estructura administrativa efectiva, compuesta sobre todo de iraquíes en edad madura que dirigen las secretarías de finanzas, armas, gobiernos locales, operaciones militares y reclutamiento, informa The New York Times en su edición de este 28 de agosto.

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Al frente de esta organización está Abu Bakr al-Baghadadi, quien se declara califa del Islam entero. Según el mismo periódico, el califa fue seleccionando durante años su equipo dirigente mientras estaba preso en una cárcel de Estados Unidos en Irak: Tenía cierta preferencia por los militares, y su equipo dirigente incluye muchos oficiales del disuelto ejército de Saddam Hussein, entre ellos los tenientes coroneles Fadel al-Hayali y Adnan al-Sweidawi.

“Esa estirpe de esta dirección […] permite explicar sus éxitos en los campos de batalla. Sus dirigentes enriquecieron sus conocimientos militares con técnicas terroristas refinadas a través de años de combatir a las tropas estadunidenses, sumados a sus profundos conocimientos y contactos locales. […] En esas academias se graduaron estos hombres antes de convertirse en lo que hoy son”.

Un sorprendente mapa interactivo muestra los avances de esta fuerza armada en la región clave ubicada entre los ríos Tigris y Éufrates.

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Estados Unidos está y seguirá envuelto en esta y otras guerras en Medio Oriente, África y Asia: Palestina, Libia, Siria, Afganistán, Pakistán… La lista, un verdadero tembladeral, es larga y compleja. Ahora bien, esta potencia militar está viendo tornarse inseguras o aleatorias sus fuentes lejanas de abastecimiento de petróleo y otros recursos indispensables para su maquinaria bélica. En paralelo, ha visto crecer o recuperarse la capacidad militar y la influencia territorial de otras potencias: China, Rusia, India, Alemania, Japón, Pakistán, con sus intereses, clientelas y zonas de influencia económica, política y militar.

A esa superpotencia envuelta en guerras el gobierno de Enrique Peña Nieto, representante de las grandes finanzas mexicanas –y no de una mafia política cualquiera, como suele decirse–, le acaba de entregar el petróleo de México y de abrir el acceso a la propiedad de los recursos estratégicos del territorio nacional. No al otro lado del Atlántico o del Pacífico, sino aquí nomás, en su misma frontera, reciben este regalo la Casa Blanca y el Pentágono. México queda así amarrado a la estrategia militar de la vecina potencia y a los intereses de sus centros financieros.

La Constitución de 1917 ha sido destruida. Hemos quedado como país sin ley (aunque abrumado de leyes y reglamentos), a merced de los ejércitos del narco y de la gran delincuencia cuyos capitales forman parte natural e indivisible de las finanzas en tierra mexicana. Dicho crudamente, nos han ubicado como país satélite de Estados Unidos.

Tras la reforma energética son además visibles los inicios de una ofensiva para despejar el territorio de resistencias y oposiciones: contra los pueblos indígenas, las organizaciones sindicales y populares, los maestros y la educación, la autonomía universitaria, la UNAM y el Politécnico, y contra toda comunidad y fuerza organizada que pueda resistir y oponerse al curso de desastre que el gobierno del PRI y sus aliados están imponiendo a la nación mexicana.

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Una sólida mayoría de la población, dicen las diversas encuestas, está en contra de la reforma energética y en particular de la entrega del petróleo mexicano a Estados Unidos y al capital privado. Pero esa mayoría no dispone hoy de instrumentos organizados suficientemente poderosos y resueltos como para resistir esta ofensiva. La pobreza, la desocupación, la caída salarial, la criminalidad organizada; la represión policial y militar a los movimientos sociales; la claudicación o sumisión de dirigentes sindicales y políticos aliados al régimen; la subordinación y la corrupción en las instituciones de justicia; el monopolio cerrado e ilegal de la televisión y otros medios informativos; el abandono en que se encuentran la educación pública, los servicios de salud, los medios de trasporte, y el incontrolado aumento de la corrupción institucionalizada, son factores para que la amplitud de aquella resistencia social no alcance hoy formas organizadas.

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El general Lázaro Cárdenas llegó la Presidencia de la nación en diciembre de 1934, después de haber recorrido en su campaña el país entero convocando a la organización de las fuerzas del pueblo. En su mente estaba la recuperación del petróleo y de la soberanía nacional frente a las empresas y sus gobiernos. Pero no comenzó por allí. Como ya lo había hecho en su gobierno en Michoacán, dirigió su acción a atender las más urgentes y angustiosas necesidades de este pueblo y alentar desde el poder su confianza en sí mismo y en su fuerza social.

En 1935 se desató una marea de organización de los trabajadores asalariados: sindicatos de empresa se trasformaron en grandes sindicatos por industria, entre ellos el sindicato nacional en la industria petrolera, y organizaciones surgieron donde no había ninguna. Una ola de huelgas y movimientos reivindicativos encontró respuestas favorables en las juntas de conciliación y arbitraje y en la institución judicial, y en esas instancias la casi totalidad de los conflictos por aumentos salariales y contratos colectivos fueron resueltos en favor de los derechos y demandas de los trabajadores. El llamado se convertía así en una realidad de todos los días.

A la organización de los trabajadores siguió en 1936 una reforma agraria radical y la entrega a los campesinos, bajo la forma de ejidos colectivos o con parcelas individuales, de unos veinte millones de hectáreas de buena tierra antes en poder de los terratenientes y de las empresas extranjeras. Con el ejido venían la escuela, los maestros rurales, la educación primaria para todos, los créditos para la siembra, la cosecha y la tecnificación de los cultivos, la discusión colectiva de los proyectos y los problemas del ejido. Y en no pocos casos, armas para defender estas conquistas contra la violencia de los terratenientes y sus guardias blancas.

México apoyó en esos días a la República Española con recursos y armamento, y dio después asilo al exilio republicano. Abrió sus puertas a los perseguidos políticos. Defendió la independencia de Etiopía invadida por el fascismo italiano. Se negó, el mismo 18 de marzo de 1938 de la expropiación petrolera, a reconocer la anexión de Austria por el nazismo alemán. El 2 de octubre de 1938, ocupada Checoslovaquia por las tropas de Alemania, el presidente mexicano anotaba en su diario: Los países imperialistas se habrán de encontrar algún día con fuerzas superiores que los detendrán en su loca carrera de conquista y atropellos. A esas alturas el petróleo ya había sido recuperado para la nación.

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Fuerzas organizadas de la oposición política realizan en estos días dos campañas de recolección de firmas con la finalidad de alcanzar los millones de firmantes necesarios para que, según manda la ley, se efectúe un referéndum nacional que exija e imponga la derogación de la reforma energética que enajena el petróleo mexicano.

A pesar de que ambas campañas corren por separado –una encabezada por el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), la otra por el Partido de la Revolución Democrática (PRD)– los informes dicen que ya se habría reunido la cantidad necesaria de adherentes para que la Suprema Corte de Justicia disponga la realización del referéndum.

No tengo por qué dudar de la veracidad de esos informes. Tengo, empero, una pregunta, ya formulada por muchos, entre ellos los doscientos intelectuales que, junto con Elena Poniatowska, Daniel Giménez Cacho, Miguel Concha y otros, firmaron un reciente desplegado: ¿Por qué dos campañas y no una? ¿Por qué no un solo documento, si el propósito y los contenidos son los mismos? La duplicación desorienta y desalienta las adhesiones. Ninguno de los organizadores de estas campañas ha dado una respuesta satisfactoria o razonablemente fundamentada.

Debo agregar que, aun así, parece difícil que una campaña así, por millones de firmas que reúna, pueda tener éxito ante la coalición de intereses de quienes desde el poder del Estado han impuesto estas reformas, si aquélla no va sostenida y acompañada por significativas y duraderas movilizaciones organizadas para abordar, entrelazar y resolver las cuestiones más angustiosas de estos tiempos amargos: pueblos indios, salarios, salud, derechos laborales, educación, recursos naturales, migrantes, guerra sucia, represión, narco y delincuencia, feminicidios, corrupción… El listado puede ser tan largo como el memorial de agravios del pueblo mexicano.

El más reciente de esos agravios es la entrega del petróleo al capital financiero, al aparato militar de Estados Unidos y a los ricos de todos los colores: funcionarios, empresarios o rentistas.

No va el petróleo primero o el petróleo después. Va todo junto, en el orden en que las movilizaciones se sumen, se unan o se sucedan en un gran sobresalto de los espíritus, los anhelos y los agravios de este país en este tiempo del despojo de nuestros derechos, nuestros bienes y nuestras vidas, devorados por los monstruos de las finanzas y de la guerra. Tal es la dimensión del desafío.