Por Fernando Paz
Un brindis por las que nos robaron una mirada, por quienes nos provocaron un sueño o nos inspiraron una historia.
RegeneraciónMx.- Solemos decir que alguien es nuestro porque se ha comprometido para estar siempre con nosotros; somos especialmente proclives a sentirnos orgullosos porque juramos amor eterno a esa persona por quien sentimos algo fuerte, y a quien pensamos que debemos entregarnos para siempre, o por lo menos mientras estemos en este mundo. “Y te haré compañía, más allá de la vida, yo te juro que arriba te amaré más”, dice el salmista venezolano, alargando apasionadamente el juramento; y lo repetimos, sin saber realmente si nos iremos para arriba.
“Es un sentimiento, casi una obsesión, si la fuerza es del corazón”, dice otro, español. En la etapa del enamoramiento somos capaces de ir y regresar mil veces a la luna si eso hace que la persona que nos inquieta se quede con nosotros. Lo que nadie nos dice es que para que ese sentimiento perdure hay que trabajarlo, no digo cultivarlo porque el cultivo ya fue, ahora hemos cosechado y tenemos que hacer que la cosecha se mantenga fresca en nuestros lagares el mayor tiempo posible; y sin tener que congelarla, que, si bien para los vegetales es bueno, es fatal para un sentimiento.
Con todo y que hay quienes mantienen esa intensidad del enamoramiento por muchos años, usualmente se termina después de dos, para dar lugar poco a poco a ese paso tranquilo y que se supone duradero dada tanta promesa, ese caminar suave a través de la comprensión y la confianza en el que una buena tarde de café, de películas o de paseo por el parque, sustituye finalmente a esas pasiones arrebatadoras, trasnochadoras y físicamente demandantes.
“I saw your face in a crowded place, and I don’t know what to do, ‘cause I’ll never be with you…” canta un británico, plasmando en su oda más famosa, de 2004, esa pertenencia sin título de propiedad que hemos compartido con un desconocido o que nos hemos adjudicado —con más imaginación que voluntad— alguna vez. Diez años antes, un gran poeta incomprendido de origen guatemalteco confirmó esa propiedad sin papel: “Si uno no está donde el cuerpo sino donde más lo extrañan y aquí se te extraña tanto; tú sigues aquí, sin ti, conmigo, ¿quién está contigo si ni siquiera estás tú?”.
Se ha escrito mucho de esto, como ejemplo, la novela Los puentes de Madison, de Robert J. Waller. También se ha proyectado con frecuencia en la pantalla de plata; tenemos la adaptación de la novela mencionada, The Bridges of Madison County, con Clint Eastwood y Meryl Streep; otra que recuerdo bien es Intersection (Entre dos Amores se llamó en México), con Richard Gere, Sharon Stone y Lolita Davidovich. Pertenecemos a muchos; a los que nos vieron y nos sonrieron en la calle a pesar de estar acompañados, a los que nos soñaron, a los que nos imaginaron en sus noches de soledad; nos pertenecen un poco quienes nos hicieron voltear, son nuestros en parte quienes estuvieron en nuestros sueños, a quienes les robamos un beso y un abrazo largo en tardes frías o se nos acercaron con roces no involuntarios, sino instintivos.
Somos de esos y esas con quienes jugamos a través de los espejos que se mudaban o con quienes quisimos repetir una película porque no habíamos rentado una más. “And we can build this dream together, standing strong forever, nothing’s gonna stop us now…”, pregonaba una banda estadounidense en los ochenta, mientras la pantalla nos proyectaba a un joven enamorado de un maniquí y en la oscuridad de la sala algunos cuerpos tibios se acercaban a manos para ser rozados más allá de lo moralmente permitido. Hemos adquirido pequeños trozos de quienes nos han inspirado alguna historia; pensarlo es rebelión, confesarlo es aventurado, pero no deja de ser auténtico y lleno de magia y poesía, especialmente si la voz es correspondida.
“Será que lo que a mí me gusta es ilegal, es inmoral, o engorda”, nos dice culposo pero rebelde, el genial autor brasileño. Somos animales que vivimos en sociedad, por lo que nos sometemos a reglas y a esa autocontención llamada moral, educación, buenas costumbres; todo esto nos obliga a dejar en el limbo algún fragmentado sentimiento. Y con frecuencia decidimos no cosechar esas varias pertenencias por las prohibiciones mismas o porque nos debemos más a alguien; aunque no necesariamente desistimos por el compromiso en sí, sino porque algunas veces, efectivamente, el lazo original no deja de ser fuerte.
“Siempre nos quedará París”, le dice Rick a Ilsa en Casablanca; siempre nos quedará este trópico verde y azul, podemos decir tú y yo.
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