Por Ricardo Sevilla
De niño, el poeta Nezahualcóyotl (nacido un 28 de abril, pero de 1402) solía levantarse en la madrugada y, para desperezarse, recibía un baño de agua fría y una áspera friega con copalxocotl. En muchas ocasiones, como otros compañeros del calmécac, el texcocano ayunaba, era obligado a hacer penitencia y, descargando ramalazos con espinas de maguey sobre su espalda, profundizó sobre los beneficios de practicar el autosacrificio. Ahí también aprendió a controlar la temperatura y el frío de su cuerpo usando aquella ropa ligera que, desde entonces, nunca abandonó.
Ahora bien, todo lo que había que descubrir (e imaginar) sobre la biografía de Nezahualcóyotl, aunque no sobre su obra poética, ya lo averiguó el escritor José Luis Martínez (pero Rodríguez, no vayan a creer ustedes que aquel sujeto miope que tanto odia a AMLO y se apoda así mismo “cartujo” en las páginas del periódico Milenio, porque ese sujeto lo único que ha sabido hacer es permanecer extraviado en su aburrido “Laberinto”).
Al igual que José Luis Martínez, muchos historiadores, filólogos, historiógrafos y otros desocupados (entre los que me cuento yo) se han asomado, con sonrojo escolar, a la obra de Nezahualcóyotl y, luego, emocionados por los hallazgos (aunque sean mediocres), han corrido a publicar en libros, con mayor o menor fortuna, algunos puntos de vista interesantes.
Entre los apuntes más conocidos ⎼¿pero hay realmente algo conocido en literatura náhuatl?⎼ sobre Nezahualcóyotl, se encuentran las traducciones, notas y apuntes de Ángel María Garibay (échenle un ojo a la “Poesía náhuatl”). También están, desde luego, los reveladores estudios de (don) Miguel León Portilla, quien en sus “Trece [luego serían 15] poetas del mundo azteca” nos habla (o mejor dicho: nos ofrece una lección) sobre aquellos (pocos) poetas que, mientras cantaban, protagonizaban algunas guerras y se emocionaban ordenando algunos cruentos sacrificios, también llegaron a ser tlamatinime (sabios, pues).
Ahora bien, es importante destacar que entre los poetas sabios de la antigüedad prehispánica se encuentran (pero no en los pedestres libros de “historia” que el neoliberalismo le endilgó a la SEP) los nombres de Tecayehuatzin de Huexotzinco, Ayocuan de Tecamachalco, Nezahualpilli de Tezcoco, Cuacuauhtzin de Tepechpan, Tochihuitzin de Tenochtitlan y, por encima de todos, por supuesto, el hijo consentido de Ixtlilxóchitl Ometochtli: Nezahualcóyotl, quien, además de todo, fue, como apuntó León Portilla: “el gobernante supremo de Tezcoco y consejero por excelencia de Tenochtitlan”.
También sabemos (ya ven que, tarde o temprano, se sabe todo) que el historiador Lorenzo Boturini, que no tenía miedo de descoyuntarse el cuello al llevar sobre su cabeza aquella enorme pelambrera de rizos postizos (hay maliciosos que sostienen que el italiano tenía unas proverbiales orejas de jarrón), solía hundir su ganchuda nariz en la obra poética de Nezahualcóyotl.
Emociona imaginar al devoto (y peregrino) adorador de la Virgen María, peleando con aquella peluca amarillenta y frunciendo su pequeña boca delineada con un tenue labial carmesí, mientras leía los extraordinarios poemas del “coyote que ayuna”. Y para que nadie dudara de su encuentro con la poesía del texcocano, Boturini (siempre narigón y empelucado y con ese afectado aire gallináceo que lo caracterizaba), corrió a llevar a la imprenta su “Idea de una Nueva Historia General de la América Septentrional, donde, además de hablar (con un terrible ortografía castellana) “SOBRE MATERIAL COPIOSO DE FIGURAS, Symbolos, Caracteres, y Geroglificos, Cantares, y Manufcritos de Autores Indios, últimamente defcubiertos”, también le consagró algunos parrafillos al poeta de Texcoco.
Don Alfonso Caso, que ya cuarentón anduvo removiendo piedras zapotecas en Monte Albán, hasta que encontró las polvorientas máscaras, vasijas y pectorales de oro (la mayor cantidad de objetos mesoamericanos hasta el día de hoy), también se solazaba leyendo al autor de “No acabarán mis flores”. (Échense un clavado a “La religión de los aztecas” para que vean los elogios que el arqueólogo le dedica a Nezahualcóyotl).
Pero no debe sorprender. Y es que hasta en la fría Rusia del barbudo Lev Nikoláievich Tolstói (que aseguraba haber leído un poema de Nezahualcóyotl sobre la brevedad de la vida, pero que nadie ha podido localizar en la obra del tlatoani) debió sentir cómo crujían de emoción sus espesos bigotes al leer (o imaginarse que leía) un aforismo poético del sabio chichimeca.
Como sea, emociona muchísimo encontrar en el libro (colección de axiomas) “El camino de la vida”, un poema del gran Nezahualcóyotl. Siempre me he preguntado cómo habrá llegado la poesía del erudito y arquitecto texcocano hasta la biblioteca de Tolstói. Alguna vez cierto pazguato que nunca sobresalió en geografía y solía extraviarse en sus propias ciénagas mentales, intentó develarme el misterio: “Bah, seguramente alguien le llevó un libro de Nezahualcóyotl a Tolstói. ¿Sabías que tenía una casa en Tula?”, me dijo con aire de suficiencia.
Asombrado, pero no tanto por la revelación, sino por la invencible estupidez, le respondí: “En efecto, pero no era una casa, sino una finca. Y no estaba en Tula, Hidalgo, sino en Tula, ¡Rusia!
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