Para algunos medios de comunicación y varios políticos europeos, el fantasma es la “maléfica influencia” rusa a través de hackers, cuentas falsas en las redes sociales –especialmente en Facebook y Twitter-para apoyar a políticos radicales al estilo Donald Trump
Por Jenaro Villamil | Proceso
(Apro, 16 de noviembre del 2017).-Un fantasma recorre Europa de nuevo. Y no es el que invocó Carlos Marx en El Manifiesto Comunista de hace siglo y medio para aludir al descontento de la clase obrera. Tampoco es el de la Revolución de Octubre que este año celebró sus desangelados 100 años con tímidos recuerdos a Lenin, fundador del Estado soviético.
Para algunos medios de comunicación y varios políticos europeos, el fantasma es la “maléfica influencia” rusa a través de hackers, cuentas falsas en las redes sociales –especialmente en Facebook y Twitter-para apoyar a políticos radicales al estilo Donald Trump, promover noticias falsas o estar detrás de sospechosos brotes de violencia con el objetivo de polarizar los ánimos sociales e impulsar movimientos separatistas, nacionalistas o antiglobalización como el Brexit de Gran Bretaña, la independencia de Cataluña, referéndums en Escocia o Gales, las elecciones alemanas o hasta el plebiscito holandés sobre Ucrania.
Aunque no existan pistas y evidencias claras de la “maléfica influencia rusa”, como sí se han registrado en el caso de Estados Unidos y la conexión en la campaña de Donald Trump en 2016, en Europa el primero que sobredimensionó a este fantasma es el periódico español El País.
El otrora medio de referencia de la “izquierda democrática” española, de los sectores pensantes y artísticos, se ha transformado en el vocero de la línea dura hispana en contra de todo lo que huela a independencia o autonomía catalanas.
El pasado viernes 10 de noviembre, El País utilizó las declaraciones de un cadáver político ruso, Vladimir Zhirinovsky, un oportunista de 71 años que dirige el Partido Liberal Democrático de Rusia (con apenas 39 de los 450 escaños del parlamento ruso). Zhirinovsky arengó en el consulado de España en Moscú a favor de la independencia de Cataluña y afirmó:
“Defenderemos a Cataluña, a Escocia, a Gales. La desintegración de Europa nos beneficia. A ustedes la desintegración de la Unión Soviética los benefició y hoy vamos a abogar por la desintegración de Europa, por la desintegración de América, que todo el mundo vaya a la catástrofe”.
Zhirinovsky puede ser un personaje de Dostoievsky, atormentado y con ansia de protagonismo, pero El País quisiera ver en todo movimiento la larga mano de la influencia rusa. Algo que sólo alimenta la leyenda del propio Vladimir Putin, hábil para capitalizar las leyendas de sus contrarios.
Un puñado de eurodiputados socialistas firmó la llamada Declaración de Praga, el pasado 9 de noviembre, haciendo un llamado a que se investigue en Europa, como se hace en Estados Unidos, “los casos claros de interferencia descarada en el referéndum holandés, en el británico, en el italiano, en las elecciones francesas y, más recientemente, en el referéndum catalán”.
Los firmantes exigen medidas inmediatas, entre ellas, triplicar la capacidad del centro que ha constituido la Unión Europea para contrarrestar la propaganda rusa, así como investigar a posibles cuentas falsas en redes sociales, alimentadas por hackers rusos.
Ni en Gran Bretaña ni en Francia los medios informativos se han tomado en serio las posibles líneas de la “injerencia rusa”. Esto no significa que sea descartado por los cuerpos de inteligencia.
El pasado lunes 13 de noviembre, la primera ministra británica Theresa May se sumó a la conjura en contra de la “siembra de discordia” del gobierno de Putin. En medio de “peligrosos e impredecibles” conflictos, May acusó directamente de intervenir en las elecciones británicas a los rusos y de sembrar “información e imágenes alteradas” con Photoshop para generar discordia y animadversión “contra nuestras instituciones”.
El descontento de la primera ministra británica, como el de otros políticos conservadores y socialdemócratas europeos es sintomático de la incertidumbre que se vive en tiempos de la “posverdad”, como bautizó la revista británica The Economist a esta nueva era de información no verificada.
El problema no son los rusos. Y menos el autócrata Vladimir Putin. Nadie capitalizaría ni encabezaría ningún “complot” contra la fingida estabilidad europea si no existieran condiciones para ellos.
El verdadero fantasma que recorre Europa no son los hackers rusos y sus fake news. Mucho menos la agencia RT o Sputnik que “siembran propaganda”. Si así fuera, entonces resultaría exitosa la ambición de Putin de intervenir en Occidente desde las sombras.
El fantasma es el descontento político y social de dos generaciones por un modelo de bloque económico que requiere replantearse. Son los odios ancestrales a los migrantes, a los diferentes, a los gobiernos centrales que sólo encubren el miedo de perder lo ganado y el menosprecio de élites políticas por los reclamos que se escuchan en las calles.
Es el fracaso de una generación de políticos que después de la crisis financiera de 2008-2009 no supieron o no quisieron leer el mensaje del colapso griego, de los indignados en España o de los habitantes de los suburbios de Londres y París que se sienten y se saben excluidos de la “utopía europea”.