Testimonio: #19S, las memorias de una vida cimbrada

#19S: Comencé a repetir en mi cabeza, “yo no me voy a morir así”, una y otra vez, “yo no me voy a morir así”, fue entonces, que el tiempo se hizo una eternidad.

Memorias de una vida cimbrada

Por Selene Kareli

Regeneración, 20 de septiembre del 2019. Todo apuntaba que sería una jornada laboral normal: checar mi entrada, abordar el elevador, bajar en el piso cinco, breve reunión de equipo para repartir las actividades del día, simulacro a las 11 am con motivo de la conmemoración del sismo del 85.

Parecía tan lejano que de nuevo un terremoto fuera a llegar a la Ciudad de México; sin embargo, ese día todo se trasformó y mi cotidiano dejó de ser normal. Puedo afirmar que hay un antes y un después que marcó de manera muy significativa mi vida.

A las 13:14 fue cuando la tierra se comenzó a mover. Me encontraba en un edificio de seis pisos ubicado en Barraca del Muerto, mi área de trabajo era el piso quinto.

Aunque horas antes habíamos practicado el método de evacuación de aquel edificio, las cosas no salieron del todo bien. El pánico se apoderó de muchos, nos replegamos a la zona de seguridad y los gritos y llantos se comenzaron a escuchar.

Recuerdo el movimiento de los percheros, las cajoneras, las cosas se caían, se escuchó tronar un vidrio; de pronto, los compañeros con la espalda pegada a la pared nos agarramos de la mano como símbolo de apoyo y solidaridad, comencé a repetir en mi cabeza, “yo no me voy a morir así”, una y otra vez, “yo no me voy a morir así”, fue entonces, que unos segundos se convirtieron en una eternidad.

LEER MÁS:  Clara Brugada presenta el Sistema Público de Cuidados en la Ciudad de México

Al recibir luz verde para evacuar el edificio, fue impactante ver como el recubrimiento de las paredes en las escaleras estaba cuarteado y en algunas zonas caído, preferí salir sin mirar los muros, mis ojos se clavaron al suelo.

Afuera, en la calle se hablaba de fugas de gas, se pedía que no fumaran. Observé como comenzaron a desalojar en camillas a los pacientes de un hospital, armaron carpas de lona, por ese día, dichas carpas sería su techo. Fue en ese momento que se nos autorizó ir a casa a corroborar que nuestra familia se encontrara bien.

La ciudad y las líneas telefónicas colapsaron, fue muy inmediato que dimensioné lo enorme de aquello que estaba pasando.

El metro y el metro bus dejaron de dar servicio. Las avenidas se paralizaron y se oían ambulancias por todas partes. Dos amigos que vivían en Tláhuac, y yo en Xochimilco, decidimos caminar por todo periférico hasta llegar a nuestro destino.

Al andar, todo se volvía más impactante, edificios acordonados, departamentos con enormes cuarteaduras, un tráfico insólito, universidades dañadas.

Tratábamos de contar anécdotas que nos llevaran a otro momento, pero era demasiado el movimiento exterior que difícilmente pudimos huir de él.

Niños, hombres y mujeres, comenzaron a salir a las calles brindando agua y galletas a todos aquellos que caminábamos rumbo a nuestro hogar, deseando que todo estuviera bien.

Al llegar a Tepepan y periférico, me separé de aquellos dos amigos, comencé a caminar sola y aún no sabía lo que me esperaba en Xochimilco. El agua y las velas se escasearon de inmediato.

Comenzaba a caer la noche y se percibían casas derrumbadas por el sismo, postes de luz colgando. Una gran neblina de miedo y tristeza abrumaba el ambiente.

LEER MÁS:  Clara Brugada lanza el programa “Parques Alegría” para revitalizar espacios verdes

Al tercer día del sismo, se nos envió un correo que de manera textual, nos convocaba a “presentarnos a trabajar con normalidad”, lo cual parecía una ironía de la vida, pues en aquel entonces yo trabajara en la evaluación de la política de infraestructura educativa, presentarme a trabajar de manera normal después de que hubo cientos de escuelas afectadas por el movimiento telúrico me parecía de lo más inaudito. Aunado que para llegar a mí trabajo, tenía que pasar frente a varios edificios derrumbados.

Quizá fue la adrenalina la que no me dejó llorar, ni dormir aquel día, misma que se prolongó cerca de una semana y me llenó de fuerza para salir a los pueblos cercanos a brindar apoyo, a llevar comida, a retirar escombros, a levantar el puño buscando vidas.

Fue hasta mi sesión de psicoterapia que la realidad me cayó de tajo, ahí exploté en llanto y agradecí seguir entera, agradecí mi existencia.

¡Qué rápido pasa el tiempo! y sin embargo, ¡qué vivos se mantienen los recuerdos!