Vindicación de Enrique González Martínez (I) (A 150 años de su natalicio)

Por Alejandro Rozado

Sentí que mil centurias forjaban mi destino,
que era forzado huésped de un mundo en senectud

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ

En 1905, un médico tapatío hacía circular —por los rumbos de Mocorito, Sinaloa— modestísimos ejemplares de sus primeros poemarios. Se trataba de Enrique González Martínez, poeta mayor de las letras mexicanas, nacido en Guadalajara en 1871.

Parece mentira que en años ruidosos como los de la Revolución mexicana se concibieran poemas de un estoicismo intimista, tan a contracorriente de aquellos tiempos, que llegase a proclamar en verso:

no turbar el silencio de la vida (…) porque la ley es ésa.

Y más inconcebible, que dicho principio intentase compaginar funciones públicas intermedias desempeñadas por el “poeta filósofo” durante las dictaduras de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Sólo alguien como Séneca creería de verdad que poesía y tiranía conviven sin distorsionar la existencia. El antiguo sabio romano identificó su error demasiado tarde; González Martínez, en cambio, lo hizo a tiempo.

¿A tiempo? Es sólo un decir; la realidad es que haber servido a los villanos de nuestra historia repercutió en imperdonable condena de olvido para el poeta que nos ocupa. Mientras las obras de contemporáneos suyos brillan como fuegos artificiales en el cielo de las letras modernas mexicanas, la de González Martínez apenas figura en algún discreto capítulo de literatura mexicana para instrucción preparatoria a casi 70 años de su fallecimiento, ocurrido en 1952.

Sin embargo, una nueva mirada tendría ahora otra profundidad de campo con respecto a lo hecho por González Martínez. La perspectiva que hoy nos permite vindicar al autor de Los senderos ocultos (1910) es, desde luego, el panorama de profunda decadencia que ofreció la vida occidental en los últimos cien años. Y lo primero que constatamos es que aquel modesto médico vislumbró la conciencia del cierto acabamiento civilizatorio que aún nos invade. No necesitó, para ello, ninguna cualidad profética acerca del futuro sino la percepción inmediata que todo artista mayor tiene de lo vivo en su desarrollo.

Esta mirada atentísima al transcurrir de las cosas hizo que el poeta jalisciense adoptase, como es sabido, la figura del búho en contraste con la del cisne modernista. Desde entonces, la figura del artista no sería más aquel protagonista que adornase la vida con elegantes maneras y extravagancias vanas, sino el observador austero que testificase y comprendiese el derrotero de la misma. Lejos del sujeto manierista admirado en su languidez, González Martínez personificó al vigilante pormenorizado y extremo del pulso vital.

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Ésa es la ruptura que subyace en “Tuércele el cuello al cisne”, el multicitado poema que identifica culturalmente a nuestro poeta con el último modernismo. Esa mirada nocturnal y ornitológica (“Mira al sapiente búho… / Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta / pupila, que se clava en la sombra, interpreta / el misterioso libro del silencio nocturno”) hizo de la poesía un virtuosismo discreto y severo, un estoicismo necesario.

Como Enrique González Martínez nunca fue un “poeta joven”, desde sus primeras publicaciones compuso bellos versos de honda perspicacia ética: “Irás sobre la vida de las cosas / con noble lentitud” […]. Pensador serio, antepuso la afinación de su alma con el fin de “escuchar el silencio y ver la sombra” en sus detalles: disposiciones para quien atiende el decurso de la vida con la percepción intuitiva por delante y con las que el autor de El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño (1917) concibió —durante los años de la confrontación armada— un portentoso tránsito hacia la consolidación de una conciencia no inmediata; aquella que identifica lo perdurable entre las ruinas del presente. 1) El éxtasis de saberse parte de una palpitación mayor de la vida para luego abrir su universo interior hasta la elevación de una soledad meritoria, y 2) la maduración que vislumbre el apagamiento del alma, fueron los temas fundamentales de una poética que discurrió por encima de las balas, asonadas, pronunciamientos y traiciones.

Si la máxima de González Martínez consistió en “no turbar el silencio de la vida”, ello no significó ausencia de comunicación; por el contrario: “Atan hebras sutiles a las cosas distantes; / al acento lejano corresponde otro acento”. El mismo principio epistemológico del romanticismo sirvió como matriz de estos versos. La relación con la vida es de expectante certeza adivinatoria. El artista descifra el flujo vital de la existencia, pero también el diálogo se completa cuando la vida atiende lo que el poeta dice en su callar:

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Vamos por el huir de los senderos,
y nuestro mudo paso de viajeros
no despierta a los pájaros… Pasamos
solos por la región desconocida;
y en la vasta quietud, no más la vida
sale a escuchar el verso que callamos.

Sin embargo, muy pronto los poemas de González Martínez abandonaron el éxtasis fundacional que produce el atisbo de ese “divino coloquio de las cosas y el alma”. El contrapunto analógico de la comunión universal fue para el poeta jalisciense la soledad infinita, aquella que en medio del gran concierto de las cosas se aparta y se basta a sí misma. Al interior de los muchos mundos se reproduce interminablemente el mismo diálogo de silencios:

Edifiqué mi alcázar en una soberana
cumbre, de aquellas cumbres en que el águila anida,
dejando una ventana abierta hacia la vida
cuyo rumor me llega como el de mar lejana.

Aprisioné mis sueños, la pobre caravana
de mis errantes sueños… De nieblas circuida,
contémplase de lejos la insólita guarida
como esas viejas cúspides de cabellera cana.

Mis sueños allí aguardan que cierre ya la puerta,
y han de mirarme un día de la mansión desierta
cruzar, eterno huésped, las silenciosas naves.

Echados los cerrojos, levantaré el rastrillo,
y al foso que circunda los muros del castillo
una noche de orgullo arrojaré las llaves.”

[Continuará]

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