La estupidez institucional, por Noam Chomsky

En enero pasado Noam Chomsky recibió el premio Lucha contra la Estupidez, instituido por la revista Philosophy Now, en particular por su trabajo sobre la estructura de los medios y su constante incitación a un pensamiento crítico independiente, con especial referencia a su libro Manufacturing consent, escrito en coautoría con Edward S. Herman. El texto siguiente es su respuesta al recibir el reconocimiento.

Por Noam Chomsky

Naturalmente me complace que me concedan este honor, y poder aceptarlo también en nombre de mi colega Edward Herman, coautor de Manufacturing consent, quien ha realizado un gran trabajo en este tópico crucial. Desde luego, no somos las primeras personas que se han ocupado de él.

Como era predecible, una de las primeras fue George Orwell. Él escribió un ensayo no muy conocido, que es la introducción a su famoso libro Rebelión en la granja. No es muy conocido porque no fue publicado: fue encontrado décadas más tarde entre sus documentos inéditos, pero no está disponible. En ese ensayo señala que Rebelión en la granja es obviamente una sátira sobre el enemigo totalitario, pero insta al pueblo inglés a no creerse demasiado por eso, porque, como lo expresa, en Inglaterra las ideas impopulares se pueden suprimir sin el uso de la fuerza. A continuación da ejemplos de lo que quiere decir, y unas cuantas frases de explicación, pero creo que son relevantes.

Una razón, señala, es que la prensa es propiedad de hombres acaudalados que tienen todo el interés de que ciertas ideas no se expresen. La segunda es un aspecto interesante, en el que no nos adentramos, aunque debimos hacerlo: una buena educación. Si vamos a las mejores escuelas se nos infunde el conocimiento de que hay ciertas cosas que no estaría bien decir. Eso, sostiene Orwell, es un gancho poderoso que va mucho más allá de la influencia de los medios.

La estupidez viene en varias formas. Me gustaría decir unas palabras sobre una forma en particular que me parece la más problemática de todas. Podríamos llamarla estupidez institucional. Es una especie de estupidez que es del todo racional dentro del marco en el que opera; pero es el marco mismo el que va de lo grotesco a la virtual demencia.

En vez de tratar de explicarlo, quizá sea más útil mencionar un par de ejemplos para ilustrar lo que quiero decir. Hace 30 años, a principios de la década de 1980 –los primeros años de la era Reagan–, escribí un artículo llamado La racionalidad del suicidio colectivo. Se trataba de la estrategia nuclear, y se refería a cómo personas perfectamente inteligentes diseñaban un curso de suicidio colectivo en formas que eran razonables dentro de su marco de análisis geoestratégico.

En ese tiempo no sabía lo mala que era esa situación. Hemos aprendido mucho desde entonces. Por ejemplo, un número reciente de la revista The Bulletin of Atomic Scientists (Boletín de Científicos Atómicos) presenta un estudio de las falsas alarmas de sistemas de detección automática que Estados Unidos y otros países usan para detectar ataques de misiles y otras amenazas que pudieran percibirse como un ataque nuclear. El estudio abarcaba de 1977 a 1983, y estima que durante ese periodo hubo un mínimo de 50 falsas alarmas, y un máximo de 255. Esas alarmas fueron abortadas por intervención humana, que evitó un desastre por cuestión de minutos.

Es plausible asumir que nada sustancial ha cambiado desde entonces. Pero en realidad se vuelve mucho peor, cosa que tampoco entendía en el tiempo en que escribí el libro.

En 1983, más o menos en la época en que lo escribí, había un gran temor a la guerra. Esto se debía en parte a lo que George Kennan, el eminente diplomático, llamó entonces las características indefectibles de la marcha hacia la guerra… eso, y nada más. Empezó por los programas que el gobierno de Reagan emprendió tan pronto como llegó al poder. Le interesaba poner a prueba las defensas rusas, así que simuló ataques navales y aéreos a Rusia.

Fue una época de gran tensión. Se habían instalado misiles Pershing en Europa occidental, a un tiempo de vuelo de unos cinco a 10 minutos a Moscú. Reagan también anunció su programa Guerra de las galaxias, que estrategas de ambos bandos entendieron como un arma para dar el primer golpe. En 1983, la operación Arquero Capaz incluía una práctica que llevó a fuerzas de la OTAN a una liberación simulada de armas nucleares en gran escala. La KGB, según nos enteramos en reciente material de archivo, concluyó que se había puesto a fuerzas armadas estadunidenses en alerta, y que tal vez había empezado la cuenta regresiva para la guerra.

El mundo no ha llegado al borde del abismo nuclear; pero durante 1983, sin darse cuenta, estuvo cerca de un modo escalofriante, sin duda más que en cualquier momento desde la crisis de los misiles en Cuba, en 1962. Los líderes rusos creían que Estados Unidos preparaba un primer golpe, y bien pudieron haber lanzado un golpe preventivo. De hecho, estoy citando de un reciente análisis de inteligencia estadunidense de alto nivel, el cual concluye que el temor a la guerra era real. El análisis destaca que en el fondo estaba el recuerdo persistente entre los rusos de la Operación Barbarroja, nombre en clave alemán del ataque de Hitler a la Unión Soviética, que fue el peor desastre militar en la historia rusa y estuvo a punto de destruir el país. El análisis estadunidense señala que precisamente con eso comparaban los rusos la situación.

Eso ya es bastante malo, pero se pone peor. Hace como un año nos enteramos de que, en medio de estos acontecimientos amenazantes para el planeta, el sistema de alerta temprana de Rusia –similar al de Occidente, pero mucho más ineficiente– detectó un ataque de misiles proveniente de Estados Unidos y envió una alerta máxima. El protocolo para los militares soviéticos era responder con un ataque nuclear. Pero la orden tenía que pasar por un ser humano. El oficial de turno, un hombre llamado Stanislav Petrov, decidió desobedecer las órdenes y no comunicar la alarma a sus superiores. Recibió una reprimenda oficial, pero, gracias a su incumplimiento del deber, hoy estamos vivos para contarlo.

Sabemos de un enorme número de falsas alarmas del lado estadunidense. Los sistemas soviéticos eran mucho peores. Ahora se están modernizando los sistemas nucleares.

El Boletín de Científicos Atómicos tiene un famoso Reloj del Día del Juicio, y en fecha reciente lo adelantó dos minutos. Explica que el reloj suena a los tres minutos para la medianoche porque los líderes internacionales no cumplen su deber más importante, que es garantizar y preservar la salud y vitalidad de la civilización humana.

De seguro esos líderes internacionales no son tontos en lo individual. Sin embargo, en su función institucional su estupidez es letal en sus implicaciones. Al observar el registro desde el primer ataque atómico –hasta la fecha el único–, es un milagro que hayamos escapado.

La destrucción nuclear es una de las dos mayores amenazas a la supervivencia, y muy real. La segunda, desde luego, es la catástrofe ambiental.

Existe un conocido grupo de servicios profesionales en PricewaterhouseCoopers que acaba de publicar su estudio anual sobre las prioridades de los altos directivos de los consorcios privados. En primer lugar de la lista está el exceso de regulaciones. El informe indica que el cambio climático no figuró entre las primeras 19. Una vez más, de seguro los directivos no son tontos como individuos. Es de suponerse que dirigen sus negocios con inteligencia. Pero la estupidez institucional es colosal, y amenaza literalmente la vida de la especie.

La estupidez individual tiene remedio, pero la institucional es mucho más resistente al cambio. En esta etapa de la sociedad humana, en verdad pone en peligro nuestra supervivencia. Por eso creo que la estupidez institucional debería ser una preocupación primordial.

Muchas gracias.

Preguntas del público

–¿Cómo podemos superar la propaganda de los medios y mejorarlos? ¿Con la educación?

–Ese es un viejo debate. En Estados Unidos se ha debatido por más de un siglo, en el contexto de la Primera Enmienda de la Constitución, que prohíbe al gobierno actuar para impedir la publicación. Noten que no protege la libertad de expresión, ni bloquea el castigo por expresarse.

En realidad no hubo muchos casos relativos a la Primera Enmienda hasta el siglo XX. Antes de eso la prensa del país gozaba de mucha libertad, y había una amplia variedad de publicaciones de todo tipo: diarios, revistas, panfletos. Los Padres Fundadores creían en la libertad de información, y se hicieron muchos esfuerzos por estimular la más amplia variedad posible de medios independientes. Sin embargo, la libertad de expresión nunca se protegió con fuerza.

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Noam Chomsky señala en su escrito que la estupidez individual tiene remedio, pero la institucional es mucho más resistente al cambio. En esta etapa de la sociedad humana, en verdad pone en peligro nuestra supervivenciaFoto Carlos Ramos Mamahua
Las decisiones sobre la libertad de expresión comenzaron a tomarse alrededor de la Primera Guerra Mundial, pero no en los tribunales. Apenas en la década de 1960 Estados Unidos instauró un alto nivel de protección de la libertad de expresión. En el periodo entreguerras hubo extensa discusión en el marco de lo que se llamaba libertad negativa y positiva, siguiendo a Isaiah Berlin, de lo que la Primera Enmienda significa en cuanto a libertad de expresión y de prensa. Había una corriente, llamada a veces libertarismo corporativo, que sostenía que la Primera Enmienda debería referirse a la libertad negativa: que el gobierno no puede interferir con el derecho de los propietarios de los medios a hacer lo que quieran. La otra corriente era de la democracia social, y salió del Nuevo Trato después de la Depresión y del primer periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Esa corriente sostenía que también debía haber una libertad positiva: en otras personas, que las personas debían tener el derecho a la información como fundamento de una sociedad democrática. Esa batalla se libró en la década de 1940, y el libertarismo corporativo ganó.

Libertad de expresión negativa

Estados Unidos es poco común en este aspecto. En este país no hay nada como la BBC. La mayoría de los países tienen algún medio nacional que es tan libre como la sociedad; Estados Unidos relega eso a los márgenes. Los medios son entregados básicamente al poder privado para que ejerza sus capacidades como le plazca. Esa es una interpretación de la libertad de expresión en términos de libertad negativa: el Estado no puede intervenir para afectar lo que los propietarios privados deciden hacer. Existen algunas restricciones, pero no muchas. Las consecuencias son en gran medida un control de las ideas como el que describe Orwell, y que Edward Herman y yo examinamos en gran detalle.

¿Cómo superarlo? Una forma es la educación, pero otra forma es regresar al concepto de la libertad positiva, que significa reconocer que en una sociedad democrática concedemos gran valor al derecho de los ciudadanos a tener acceso a una amplia gama de opiniones y creencias. Eso, en Estados Unidos, significaría regresar a la que de hecho era la concepción inicial de los fundadores de la república: que debe haber, no tanto una regulación gubernamental sobre lo que se dice, sino más bien apoyo gubernamental a una amplia variedad de opiniones, y a la recopilación e interpretación de noticias, lo cual se puede estimular en varias formas.

Gobierno significa pueblo: en una sociedad democrática, el gobierno no debe ser una especie de Leviatán que toma decisiones. Existen importantes proyectos de la sociedad civil que intentan desarrollar medios más democráticos. Es una gran batalla por el enorme poder del capital concentrado, el cual, por supuesto, intenta impedirlo de todos los modos posibles. Pero es una batalla que lleva mucho tiempo, y existen asuntos fundamentales en juego, entre ellos los referentes a las libertades negativa y positiva.

–¿Tiene algunas ideas sobre el impacto de los algoritmos y las burbujas de búsqueda sobre los intentos individuales de hallar información en su propósito de subvertir a los grandes medios?

–Como todos ustedes, yo uso motores de búsqueda todo el tiempo. Para las personas que tienen los privilegios suficientes, la Internet es muy útil; pero su utilidad existe más o menos en la medida en que se tienen privilegios. Privilegiado significa aquí con estudios, recursos, conocimientos previos para saber lo que se busca.

Es como una biblioteca. Supongamos que decidimos quiero ser biólogo y nos hacemos socios de la Biblioteca de Biología de Harvard. Todo está allí, así que en principio podemos ser biólogos, pero claro que no tiene ninguna utilidad si no sabemos qué buscar y no sabemos interpretar lo que vemos, y así sucesivamente. Pasa lo mismo con Internet. Existe una enorme cantidad de material allí –alguno valioso y otro no–, pero se necesita entendimiento, interpretación y conocimientos previos incluso para saber qué buscar.

Esto es muy aparte del hecho de que el sistema Google, por ejemplo, no es neutral. Refleja los intereses de los anunciantes al determinar qué es prominente y qué no lo es, y tenemos que saber abrirnos paso por el laberinto. Así que volvemos a la educación y a la organización que nos permiten salir adelante.

Debo remarcar que, como individuos, estamos muy limitados en lo que podemos llegar a entender, las ideas que desarrollamos, incluso cómo pensar. Así que si estamos aislados, eso restringe en mucho nuestra capacidad de tener y evaluar ideas, ya sea para ser un científico creativo o un ciudadano funcional. Existe una razón por la que el movimiento laboral siempre ha estado a la vanguardia contra la supresión de la información, por ejemplo con programas de educación para trabajadores, que en un tiempo tuvieron gran influencia tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. La decadencia de lo que los sociólogos llaman asociaciones secundarias, en las que la gente se reúne para buscar e inquirir, es uno de los procesos de atomización que conducen a que las personas se aíslen y se enfrenten solas a esta masa de información. Así, la red es un instrumento valioso, pero, como con todos los instrumentos, necesitamos estar en posición de poder utilizarlo, y eso no es tan sencillo. Requiere un significativo desarrollo social.

–¿Cómo sería posible hacer menos estúpidas las instituciones?

–Bueno, depende de qué institución se trate. Mencioné dos: una es el gobierno en control de una capacidad nuclear; la otra es el sector privado, que en gran medida está controlado por concentraciones bastante cerradas de capital. Requieren enfoques diferentes. Con respecto a la situación del gobierno, requiere desarrollar una sociedad democrática funcional, en la que una ciudadanía informada desempeñe un papel central en la determinación de políticas. El público no está a favor de la muerte y la destrucción con armas nucleares, y en este caso sabemos en principio cómo eliminar la amenaza. Si el público participara en el desarrollo de la política de seguridad, creo que esa estupidez institucional podría superarse.

Existe una tesis en la teoría de las relaciones internacionales respecto a que el primer interés de los estados es la seguridad. Pero eso deja abierta una pregunta: ¿seguridad para quién? Si uno mira de cerca, resulta que no es la seguridad de la población, sino la seguridad de los sectores privilegiados de la sociedad: los sectores que poseen el poder del Estado. Existen abrumadoras pruebas de ello, que por desgracia no tenemos tiempo de revisar. Así que algo que necesitamos hacer es llegar a entender la seguridad de quiénes protege el Estado: no es la de ustedes. Eso puede enfrentarse construyendo una sociedad democrática funcional.

En el tema de la concentración del poder privado también existe esencialmente un problema de democratización. Una corporación es una tiranía. Es el ejemplo más puro de tiranía que se puede imaginar: el poder reside en la cima, las órdenes se envían abajo nivel por nivel, y en la parte más baja uno tiene la opción de comprar lo que produce. La población, los llamados accionistas en la comunidad, casi no tienen ninguna función en decidir lo que la entidad hace. Y esas entidades han recibido extraordinarios poderes y derechos, mucho más allá de los del individuo. Pero ninguno de ellos está grabado en piedra. Nada de eso reside en la teoría económica. Esa situación es resultado, básicamente, de la lucha de clases que durante un largo periodo han realizado las clases empresariales que tienen gran conciencia de clase, y que han establecido su dominio efectivo sobre la sociedad en varias formas. Pero no tiene que existir; puede cambiar. Una vez más, es cuestión de democratizar las instituciones de la vida social, política y económica. Fácil de decir, difícil de hacer, pero, me parece, esencial.

*Reproducido en La Jornada con permiso del autor. Publicado originalmente en inglés en Philosophy Now, número 107, abril/mayo 2015. https://philosophynow.org

Traducción: Jorge Anaya