No debí llamar | Relatos de Pesadilla Segunda parte

Esta es la historia de Ernesto Gutiérrez y el doctor Arturo Camacho, de Durango. Ambos vivieron una aterradora historia en la que llamar al 911 les cambió la vida.

Por Orlando Montane Pineda

RegeneraciónMx, 6 de septiembre de 2022.- Parecía estar soñando. Jamás imaginé, ni en mis peores pesadillas, vivir una situación como esta. Esperaba paciente mi turno pues era muy probable que me esperara lo mismo que a Ernesto o quizás un poco peor, porque había sido yo el que los delató ante sus compañeros, o quizás ellos mismos los habían puesto sobre aviso. Era demasiada casualidad que los hubiesen mandado a ellos.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de una motosierra. Al mirar de re ojo pude sentir cómo el corazón se me salía del pecho porque uno de los oficiales miraba a la cámara y decía: «Esto les va a pasar a todos aquellos que se quieran pasar de… aquí no nos andamos con chingaderas, cabrones. La plaza es y seguirá siendo de ‘Los Muñoz’. Sigan mandándonos a su pinche gente, porque esto les va a pasar a todos».

Decía mientras le cortaba la cabeza al indefenso chico. Un baño de sangre ahogaba sus gritos mientras ellos reían y festejaban tal hazaña.

—Córtale los brazos, gritaba otro.

Parecían estar tan extasiados al ver correr a la sangre.

—Ahora sigue el maricón del doctorcito. ¿A ese quién se lo va a echar?, decía mientras se jugaban un volado por ver quién me asesinaría.

Yo no hacía otra cosa que pensar en mi familia, especialmente en mi pequeña Ana, que estaba por cumplir siete añitos. Porque no terminé los centros de mesa, su fiesta aún no estaba del todo preparada y yo no estaría ahí para ayudarla.

—Levántate, cabrón. Vamos a ver si eres tan valiente aquí como lo fuiste al denunciarnos.
—¡Ey! Sácate las pinzas de la camioneta que ahorita le vamos a hacer la manicura a nuestro doctorcito.
—¡Qué! ¡No, por favor! Yo no sabía quiénes eran ustedes, le suplicaba cada que estos desgraciados me arrancaban cada una de mis uñas con esas malditas pinzas.
—A ver, callen a este wey, que me está marcando el comandante, respondió uno de ellos.
—Buenas noches, señor.
—Sí, aquí lo tenemos. Pero, señor, este marica nos delató. Entiendo señor. Sí, está vivo, está seguro. Sí, señor, perdón.

Los minutos parecían horas, pues el retraso de mi muerte inminente se me hacía eterno a estas alturas. Lo único que quería era que acabaran con mi sufrimiento de una vez. Pero, después de colgar, el hombre ordenó que me subieran nuevamente a la unidad.

—¿A poco lo vamos a dejar vivo?, preguntó uno de los agresores.
—Sí, cabrón. La familia y el hospital la están haciendo de pedo por este pendejo y el comandante quiere que lo entreguemos.
—Pero nos va a meter en un pedo.
—No, no se preocupen el comandante ya arregló todo.

Al escuchar aquellas palabras me sentí aliviado, pues ese día no moriría. Respiré profundo y saqué fuerzas de donde no las tenía para caminar hacía la camioneta. No veía la hora de estar con mi familia, pero nuevamente me había equivocado porque en lugar de entregarme con ella o dejarme tirado en algún lado, fui llevado a la fiscalía, donde ya tenían montado todo un espectáculo. Al llegar había muchos periodistas. Hombres encapuchados me recibieron y en medio de fotografías y grabaciones fui presentado ante la presa como el líder de una célula delictiva dedicado al tráfico de órganos. Decían que había sido capturado juntó con seis hombres más que también se encontraban ahí bastante golpeados al igual que yo.

Según dijeron que nos habían detenido con cuatro corazones y seis riñones que yo había sustraído del hospital central. No lo podía creer, pues siempre nos habíamos quejado del crimen organizado y fui sembrado y encarcelado por la propia policía.

Me condenaron a 15 años de prisión y hasta la fecha no he podido moverle a mi caso, porque de vez en cuando recibo fotos del día a día de mi familia como amenaza para asegurarse de que habrá la boca.

Pido a Dios que mi familia no se canse de visitarme porque sin el apoyo de ellos no hubiera podido soportar este lugar. Aquí me he dado cuenta que hay mucha gente inocente como yo, sembrada por el poder judicial y no por el crimen.

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