Francisco Fernández Buey
Desobediencia civil I, II, III y IV*
Desobediencia civil I
Terminaba mi reflexión sobre la política como ética de lo colectivo (La Insignia, 1 de noviembre) afirmando que la figura central del talante ético-político alternativo del momento es la desobediencia civil. Y sugería ahí que la pregunta que hay que hacerse es: ¿qué desobediencia civil para la época de la globalización posmoderna? De eso quiero ocuparme ahora.
Hasta la década de los sesenta del siglo XX la expresión «desobediencia civil» se empleó poco y bastante esporádicamente en el ámbito cultural europeo. Antes de esa fecha las personas que se consideraban desobedientes, resistentes o insumisas frente a las leyes y los Estados preferían definirse como revolucionarias, como rebeldes o con otras palabras afines. La recepción de las obras de Thoreau, Tolstoi y Gandhi, en las que aparece el concepto de desobediencia civil, fue hasta entonces muy limitada en comparación con la difusión de los escritos de otros autores que propugnaban el derecho a la resistencia frente a las tiranías, la legitimidad de la liberación nacional de los pueblos coloniales por la vía armada, la revolución social o incluso la abolición de los Estados.
Entre las excepciones a esa situación habría que indicar algunos textos que mencionan la desobediencia civil, en el marco del pacifismo y del antimilitarismo, durante los años de ascenso y consolidación del nacional-socialismo. Hay, por ejemplo, algunas referencias explícitas al concepto de desobediencia civil en las obras de dos de las personalidades más notables del siglo: Einstein y Russell. Pero, como digo, estos ejemplos eran raros en el marco de la filosofía política europeo-occidental. Sólo dejaron de serlo cuando, a partir de los años sesenta, se extiende en los Estados Unidos la lucha por los derechos civiles de los negros, animada por Martin Luther King, y la protesta contra la guerra de Vietnam.
En esas circunstancias es comprensible que en nuestro ambiente cultural la desobediencia civil se haya identificado durante algún tiempo con la objeción de conciencia y haya sido entendida como una forma de protesta casi exclusivamente moral, tal como indicó Hannah Arendt en un artículo célebre dedicado al asunto. Pero ya Arendt estableció una diferenciación que conviene no perder de vista: el objetor de conciencia sigue la moral del hombre bueno; los movimientos de desobediencia civil, la moral del buen ciudadano.
El éxito que en estos últimos años ha alcanzado la expresión «desobediencia civil» tiene mucho que ver con la generalización de la conciencia del declive de las revoluciones en Occidente y con la percepción, también generalizada, del fracaso de la mayoría de las sociedades surgidas de los movimientos revolucionarios del siglo XX. Todavía en los años setenta, cuando empiezan a cuajar los nuevos movimientos sociales alternativos (feminismo, ecologismo y pacifismo), la expresión «desobediencia civil» tenía una circulación limitada fuera de las vanguardias que, en muchos países europeos, se alzaron contra el peligro de una nueva guerra mundial librada con armas nucleares. Ha sido precisamente a través del movimiento pacifista y antimilitarista, que alcanzó su punto de mayor desarrollo en la década de los ochenta, como la expresión «desobediencia civil» ganó adeptos en la opinión pública.
Por lo que hace a España, un ejemplo muy ilustrativo de esto que vengo diciendo es la sorpresa (y hasta el escándalo) que produjo en los ambientes de la izquierda revolucionaria la reflexión de Manuel Sacristán sobre el gandhismo. En un debate que se produjo en Barcelona en 1977, con el filósofo alemán W. Harich, Sacristán, que era entonces el pensador más reconocido de la izquierda marxista y comunista en nuestro país, llamó la atención acerca de la importancia de estudiar y comprender la estrategia gandhiana de desobediencia civil tomando en consideración tres factores: la insuficiencia del punto de vista leninista sobre las guerras en la época de las armas de destrucción masiva, la derivación catastrófica de la dialéctica del «cuanto peor mejor» y la conciencia de la crisis ecológica en ciernes derivada de la cada vez más evidente conversión de las fuerzas productivas en fuerzas destructivas, en fuerzas de destrucción de la naturaleza y de las especies que en ella habitan[1]. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que empezara a cuajar el diálogo entre la tradición marxista y la tradición gandhiana. Y hablando con verdad sólo cuajó, mediada ya la década de los ochenta, en pequeños núcleos que juntaban el pacifismo activo, el ecologismo social y la nueva sensibilidad sobre lo privado y lo político aportada por el movimiento feminista.
Pero desde que se hundió el «sistema socialista», se acabó la bipolarización del mundo, se entró en una nueva fase imperial y se amplió el número de democracias nominalmente representativas, en los cinco continentes el uso de la expresión «desobediencia civil» se ha generalizado en el ámbito cultural euro-norteamericano. Basta un recorrido por Internet para comprobarlo. Hoy se habla de desobediencia civil en relación con las actitudes de protesta sociopolítica más diversas y en el marco de diferentes movimientos de resistencia. La enumeración de los casos sería interminable. Pero aún sin salir de Internet, y sin ninguna pretensión de exhaustividad, se pueden mencionar unos cuantos ejemplos sólo para documentar la afirmación anterior.
Las protestas antinucleares en Alemania y el movimiento de los parados en Francia se sitúan hoy bajo la advocación de la desobediencia civil. Se han propuesto actos, movimientos o campañas de desobediencia civil en relación con la causa del pueblo palestino en Oriente Medio y en relación con la causa de los chicanos en el continente americano. Se ha propugnado la desobediencia civil contra la presencia militar en tierras que fueron comunales, como en el caso de Vieques (Puerto Rico). Se ha calificado de desobediencia civil las acciones del movimiento de los campesinos sin tierra (MST) en Brasil o la resistencia indigenista del EZLN en México y de otros grupos afines en Ecuador, Venezuela, Bolivia, etc. Se califica de desobediencia civil al menos una parte de la resistencia popular ante la crisis socioeconómica que vive Argentina. Pero también propugnan la desobediencia civil algunos representantes de las capas medias venezolanas que se oponen a la revolución bolivariana de Chávez o varios de los grupos organizados que se oponen al socialismo de Castro en Cuba.
En la última reunión del Foro Social Mundial en Porto Alegre, Naomi Klein defendió que la alternativa a la globalización neoliberal no es la «sociedad civil», sino la desobediencia civil; y en el Foro Social de Barcelona Arcadi Oliveres consideró que la desobediencia civil está llamada a ser la estrategia del movimiento antiglobalización. En la manifestación contra la guerra celebrada en Roma el 28 de septiembre de 2002, el dirigente de Rifondazione Comunista, Fausto Bertinotti, llamó a la desobediencia para hacer frente al proyecto bélico de Bush y Blair. Hace ya algún tiempo que el Critical Art Ensemble viene teorizando también la desobediencia civil electrónica[2]. En Cataluña se propuso hace unos años una campaña de desobediencia civil contra la Ley del Catalán promulgada por la Generalitat y, más recientemente, en Euskadi se ha iniciado una campaña de desobediencia civil al Estado. Son numerosos los grupos y organizaciones que han llamado durante los dos últimos años a la desobediencia civil de la población contra la nueva Ley Orgánica de Universidades, contra las restricciones legales a la regulación de las parejas de hecho o contra las leyes de extranjería.
Leyendo los documentos de los principales movimientos sociales críticos y alternativos de los últimos años la primera impresión que se saca es que, en su lenguaje, la defensa de la desobediencia civil rebasa con mucho lo que ésta connotaba, por ejemplo, en la descripción que de ella dio Martin Luther King. En la célebre carta desde la cárcel de Birmingham, Luther King restringía la desobediencia a las leyes y normas injustas, considerando como tales aquellas que entran en conflicto con la ley moral o que, en su aplicación, representan segregación de derechos y trato desigual, pero aclaraba al mismo tiempo que «bajo ningún concepto preconizo la desobediencia ni el desafío a la ley (en general)»[3]. En cambio, en el lenguaje actual de una parte de los movimientos sociales críticos y alternativos la expresión se ha hecho tan extensiva que connota, a veces sin distinción, prácticas, formas de resistencia y reivindicaciones de carácter tan amplio que la desobediencia acaba identificándose con ideas y concepciones que en otros tiempos no demasiado lejanos se consideraban vinculadas a la rebelión, a la insumisión, al derecho a la resistencia frente a las tiranías, a liberación nacional de los pueblos, a la revolución social o incluso a la abolición de los Estados.
El uso y abuso que hoy se hace de la expresión «desobediencia civil» para describir o alentar cualquier actitud o movimiento de resistencia a la autoridad y a las leyes plantea un primer problema al que no se suele aludir en las exposiciones académicas que, por cierto, son también muchas ya. Estas exposiciones suelen ocuparse de la justificación moral, política y jurídica de la desobediencia civil en polémica o en diálogo con una tradición jurídica establecida que niega o limita tal justificación en el caso de Estados democráticos de derecho. Pero la mayoría de los estudios académicos parten de un contexto histórico en el que los partidarios de la desobediencia civil frente a tal o cual ley eran una minoría exigua, no de un contexto, como el actual, en el que la defensa de la desobediencia civil, al menos como eslogan, tiende a generalizarse y, en ciertos casos, a connotar actitudes que antes se calificaban de revolucionarias o rebeldes o se equiparaban al derecho de resistencia frente a determinadas formas de tiranía.
El problema al que me estoy refiriendo se puede formular así: la primera palabra de la expresión —desobediencia— está intuitivamente clara para todos o casi todos los que la escriben o la pronuncian, pero la segunda —civil— es ambigua, polisémica. De esta ambigüedad acerca de lo que haya que entender por «civil» se derivan muchas de las controversias sobre el fundamento y la justificación de la desobediencia civil actualmente. Dos de los ejemplos mencionados antes aclararán mejor lo que quiero decir: muchas personas consideran moralmente reprobable, y más bien incivil, una campaña de desobediencia contra la Ley del Catalán promulgada por el gobierno catalán (al menos mientras la nación titular del Estado del que forma parte la Generalitat de Cataluña siga favoreciendo el español) y otras tantas personas (entre ellas, Fernando Savater) consideran moralmente reprobable que se llame desobediencia civil a la campaña en curso en favor de la independencia de Euskadi mientras quienes la propugnan acepten, por activa o por pasiva, «la obediencia militar» a quienes cometen atentados terroristas[4].
Desobediencia civil II
Entre los autores que han teorizado sobre la desobediencia civil hay un acuerdo en que ésta puede definirse, grosso modo, como un acto que, motivado por convicciones de conciencia o principios de justicia, implica:
a) el incumplimiento de un mandato del soberano por parte del agente (carácter desobediente) y;
b) la aceptación responsable de las consecuencias de dicho acto (carácter civil).
El carácter civil de la desobediencia se hace depender directamente de la aceptación voluntaria del castigo derivado de la legislación existente por la conculcación de la ley.
Esta definición mínima de la desobediencia civil presupone varias cosas: que existe un soberano que emite mandatos; que el agente está obligado a obedecerlos por su condición de ciudadano; que existe un orden jurídico que establece consecuencias previsibles al incumplimiento de los mandatos; que este orden incluye unos principios de justicia a los que el ciudadano puede apelar; que en virtud de esos principios, el agente puede juzgar que desobedecer civilmente es el tipo de acción más razonable ante las circunstancias. Lo que permite concluir que todo acto de desobediencia civil es un acto de desobediencia a la ley, pero que no todo acto de desobediencia a la ley es un acto de desobediencia civil.
La mayoría de los autores que han defendido la justificación de la desobediencia civil por razones morales, políticas o jurídicas suelen coincidir, pues, en que para que la desobediencia a la ley pueda ser considerada civil en un Estado democrático hay que establecer algunas condiciones o requisitos. A partir de ahí se suele establecer un corte radical entre la práctica de la desobediencia civil en sociedades predemocráticas o protodemocráticas (sociedades en las que escribieron personalidades como Thoreau, Tolstoi, Gandhi y Einstein) y la práctica de la desobediencia civil en sociedades cuya constitución garantiza la democracia representativa y, por tanto, la resistencia legal de los ciudadanos.
Para empezar se exige que la persona o colectivo que practica la desobediencia civil tiene que ser consciente de sus actos y estar comprometida con la sociedad en que la ejerce. Civil equivale ahí a espíritu cívico. Y en este sentido, el comportamiento del desobediente no estará movido por el egoísmo personal o corporativo, sino por el deseo de universalizar propuestas que objetivamente mejorarán la vida en sociedad. El ejercicio de la desobediencia civil habrá de ser público, en consonancia con la pretensión de quienes la practican, de convencer al resto de los ciudadanos de la justicia de sus demandas. El ejercicio de la desobediencia no vulnerará aquellos derechos que pertenecen al mismo bloque legal sobre los que se sostiene aquello que se demanda. De donde se deduce que la desobediencia habrá de ejercerse pacíficamente. Ésta es la segunda acepción de civil: pacífico, no-violento. Se exigirá además al desobediente un compromiso de fondo, moral, con los principios político-jurídicos que inspiran el Estado democrático, de modo que el desobediente no pretenderá transformar enteramente el orden político democrático ni socavar sus cimientos, sino sólo promover la modificación de aquellos aspectos de la legislación que entorpecen el desarrollo de grupos sociales marginados o lesionados o, en su caso, de toda la sociedad. Civil se equipara aquí a aceptación de las reglas del juego de la democracia.
Condiciones o requisitos tales como el carácter público, no-violento, de último recurso, comprometido y con aceptación voluntaria de la sanción dejan fuera de la práctica de la desobediencia civil no sólo la desobediencia a la ley habitualmente considerada como criminal por el código penal, sino también aquellos actos o actitudes de desobediencia a la ley que en un Estado democrático tengan que ver con la conspiración y el sectarismo (por el secretismo de éstos frente al carácter público), con el golpe de Estado (que socava el principio de alternancia en el poder por vía electoral, a través del sufragio), con el terrorismo o la revolución (que van contra el carácter pacífico, no-violento en principio, de la desobediencia civil).
Algunos de estos requisitos suponen en el agente (individual o colectivo) de la desobediencia civil no sólo la aceptación del principio de obligación política, que se predica para todos los ciudadanos, sino también un concepto de la moralidad (y de la coherencia moral) que está por encima de lo que se suele exigir al conjunto de la población (incluidos algunos de los académicos que teorizan en tales términos sobre la desobediencia civil). Esto se explica en parte, porque, incluso cuando se defiende la justificación ético-política, no sólo moral, de la práctica de la desobediencia civil se suele tener en mente, a posteriori, la superior moralidad de personalidades como Thoreau, Tolstoi, Gandhi, Einstein o Martin Luther King, en el sentido de considerar que, para ellos, la desobediencia a la ley fue siempre lucha contra la injusticia y que ésta residió siempre en el recurso a principios morales superiores, prejurídicos o metajurídicos, que son casi intuitivamente identificables por la conciencia de los humanos.
En Thoreau, Tolstoi, Einstein y Martin Luther King hay poca teoría sobre la justificación de la desobediencia civil. La defendieron como una actitud práctica suficientemente justificada, desde el punto de vista moral, frente a situaciones de injusticia que denunciaban. En el caso de Thoreau la desobediencia civil aparece como una actitud de último recurso frente a la guerra de EE.UU. contra México en 1848 y frente a la persistencia de la esclavitud en la sociedad estadounidense. En tal contexto Thoreau ha escrito la primera palabra de la desobediencia civil, siempre recordada: «Existen leyes injustas. ¿Nos contentaremos con obedecerlas? ¿Nos esforzaremos en enmendarlas, obedeciéndolas mientras tanto? ¿O las transgredimos de una vez? Si la injusticia requiere de tu colaboración, rompe la ley. Sé una contra-fricción para detener la máquina […] Bajo un Estado que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es también la cárcel. Hoy el único lugar que el gobierno ha provisto para sus espíritus más libres está en sus prisiones, para encerrarlos y separarlos del Estado, tal y como ellos mismos ya se han separado de él por principio. Allí se encontrarán el esclavo fugitivo, el prisionero mexicano y el indio. Es la única casa en la que se puede permanecer con honor».
Algunas décadas más tarde, y al otro lado del mundo, en la obra del viejo Tolstoi la desobediencia civil aparece también como la única actitud moral posible contra la guerra, la educación militarista, el absolutismo y la violencia de un régimen, el zarista, que de hecho seguía manteniendo en la servidumbre a la población campesina rusa. La desobediencia civil tiene en el viejo Tolstoi una dimensión inequívocamente religiosa: se basa en la denuncia radical de las incoherencias y contradicciones de un imperio que se presenta confesionalmente como cristiano y que conculca en la práctica el primer mandamiento de la Ley de Dios. Por eso Tolstoi, al predicar la desobediencia civil, puede llegar a decir que desde el punto de vista moral, el Estado es peor que cualquier banda organizada de delincuentes.
En el caso de Einstein, que fue un científico con conciencia cívica, la desobediencia civil es presentada en los años de entreguerras como recurso moral contra el militarismo prusiano y contra el racismo que inspiraron el ascenso del nacional-socialismo en Alemania y, más tarde, en los primeros años de la guerra fría, como protesta contra lo que él mismo llamó «el poder desnudo» en la época del macartismo en EE.UU. Todavía en el caso de Luther King, que ha sido el símbolo de la desobediencia civil para amplios sectores del pacifismo contemporáneo, ésta aparece principalmente como una forma de llamar la atención de las autoridades y de la opinión pública ante la discriminación realmente existente entonces para con la minoría negra en Estados Unidos.
Gandhi, en cambio, ha teorizado la desobediencia civil, primero en Sudáfrica (1893-1914) dialogando con el viejo Tolstoi, y luego, independientemente, desde una dimensión ético-política, esto es, discutiendo la compatibilidad medios-fines de la violencia revolucionaria en la lucha por la liberación nacional y aduciendo, alternativamente, algunas de las tradiciones morales orientales que preconizan la no-resistencia al mal y la no-violencia frente a la agresión. Para Gandhi la desobediencia civil no es sólo un deber moral en tales o cuales circunstancias, sino un derecho intrínseco del ciudadano. Éste no puede renunciar a tal derecho sin dejar de ser hombre. Y puesto que, a diferencia de la desobediencia criminal, la desobediencia civil no comporta anarquía sino crecimiento social, siempre que el Estado reprime la desobediencia civil lo que en realidad está haciendo es tratar de aprisionar la consciencia.
La propuesta gandhiana de la no-violencia, la insistencia en la satyagraha, en la fuerza de la verdad, e incluso la práctica del hartal (suspensión de toda actividad productiva), en la larga lucha por la liberación del yugo colonial, tienen, además de una evidente dimensión político-social, una punta religiosa de fondo que sólo se puede entender como resultado benéfico del cruce de varias tradiciones pacifistas. Muy posiblemente lo mejor de la enseñanza no-violenta de Gandhi haya de verse en la convicción y en la veracidad con que juntó —en un pensamiento configurado al hilo del propio testimonio— inspiraciones procedentes de las corrientes liberadoras de varias religiones: desde el jain (corriente marginal del hinduismo en la que estaba presente ya la propuesta de abstenerse de realizar cualquier acto que pueda poner en peligro la vida de los otros) hasta el espiritualismo radical y heterodoxo de Tolstoi o la protesta individualista y naturalista de Thoreau, pasando por una particular lectura juvenil del Sermón de la Montaña hecha en Inglaterra.
La satyagraha gandhiana empezó siendo protesta contra la imposición de las autoridades que obligaban a censarse a los hindúes, cosa que suponía siempre vejaciones. Para Gandhi, la afirmación de «la fuerza de la verdad» suponía negar el consentimiento a leyes injustas, esto es, desobedecer las leyes, pero sin reaccionar de forma violenta, con independencia del grado de violencia al que fuera sometido el individuo; suponía también aceptar la pena que la autoridad impone o puede imponer por no obedecer la ley (un principio que Einstein rescataría en los tiempos sombríos de la caza de brujas en la Norteamérica de la primera guerra fría). El acento de la desobediencia civil gandhiana no recae en la negativa a aceptar la autoridad, sino en la discusión sobre la justicia o injusticia de la ley concreta promulgada por la autoridad. Y el criterio para juzgar sobre la injusticia de una ley es el reconocimiento de la incoherencia de ésta con los principios explícitamente proclamados por la autoridad, de manera que será injusta toda aquella ley que considerada particularmente viole el principio del bien público en que se supone que se inspira la legislación.
La teorización de la existencia de un vínculo íntimo entre la desobediencia y la no-violencia era para Gandhi una forma de reconocer la auto-limitación de la acción: «El desobediente debe saber que puede equivocarse. Pero, al acudir a la no-violencia, garantiza que las consecuencias penosas de su equivocación, si ésta se produce, caigan sobre sí mismo, no sobre los otros».
Con tales antecedentes no es difícil concluir que la justificación moral de la desobediencia civil va de suyo: el deber (que no el derecho) de la desobediencia civil proclamado por Thoreau puede admitir una justificación ética también en las sociedades democráticas. Cabe objetar al respecto la obediencia debida al derecho en tal sociedad. Pero, incluso en ésta, son muchos los autores que justifican la desobediencia civil por razones morales. Así lo ha hecho, por ejemplo, Felipe González Vicen: «Mientras no hay fundamento ético para la obediencia al derecho sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia»[5]. Y, aunque en términos no tan drásticos, también Javier Muguerza: «Cualquier individuo está legitimado a desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que, según el dictado de su conciencia, atente contra la condición humana».[6]
Esta justificación moral (absoluta o en términos personalistas) se basaría en la superioridad del foro de la conciencia del individuo, capaz de captar intuitivamente qué es lo bueno y qué es lo malo, sobre las leyes concretas de tal o cual Estado a las que el desobediente se opone. Y la desobediencia será civil siempre que la conciencia nos diga que están siendo violados los derechos humanos o la condición humana. Thoreau afirmaba que «no habrá una nación realmente libre hasta que el Estado reconozca al individuo como ente superior del que deriva toda su autoridad y le trate en consecuencia». Y, con matices, esta afirmación se halla presente en la mayoría de los defensores de la desobediencia civil. Esto equivale a decir que la desobediencia civil estará moralmente justificada en Estados antidemocráticos, predemocráticos o democráticos representativos mientras el Estado siga tratando a los individuos como súbditos y no como ciudadanos en sentido pleno.
Ni siquiera cabe, desde este punto de vista moral, la restricción de que, en un Estado democrático de derecho, es obligatorio respetar la opinión de la mayoría expresada en el Parlamento y recogida en las leyes. Pues es obvio que sólo una teoría estrechamente procedimentalista estaría dispuesta a defender que las democracias realmente existentes son democracias en sentido estricto (gobierno del pueblo). En la práctica de nuestras democracias hay todavía mucho que decir (críticamente) sobre quién es realmente el soberano, cómo se articulan realmente las mayorías y qué representan realmente los partidos políticos que proponen una determinada ley al parlamento (sobre el servicio militar, el presupuesto de defensa, el status de los inmigrantes, lo que hay que considerar como familia, la ilegalización de tal o cual formación política, etc.).
Hay, por tanto, condiciones que, incluso en un Estado democrático, obligan a considerar hasta dónde es moralmente admisible el principio moral de obligación política y que siguen justificando la práctica de la desobediencia civil. Ocurre que el mero principio de las mayorías no garantiza sin más, a priori, el respeto de los derechos humanos, pues las mayorías pueden decidir actuaciones que contradigan derechos de determinadas minorías. Ocurre también que el principio de la división de poderes, característico de un Estado democrático de derecho, no siempre se cumple, de manera que hay circunstancias en que pueden quedar bloqueadas las posibilidades de expresión y actuación de determinadas minorías. Ocurre, además, que en Estados democráticos plurinacionales y multi-lingüísticos, que son los más, hay conflicto entre el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley y el reconocimiento efectivo del derecho a la diferencia. Y ocurre a veces que, incluso en Estados democráticos, y por reacción de la mayoría frente a las actuaciones que no han tenido que ver con la desobediencia civil, se produce un recorte grave de los derechos humanos de determinados sectores de la población. Tales circunstancias no son supuestos hipotéticos sino situaciones de hecho que se han dado y se dan en los países democráticos actuales.
Así pues, en un Estado democrático la admisión formal de la desobediencia civil será un síntoma de autocontención, un reconocimiento de los límites del propio Estado y del carácter procesal de las constituciones vigentes. Por eso algunas constituciones la admiten formalmente; y por eso se ha podido decir, con razón, que la desobediencia civil es precisamente la piedra de toque de la democracia o el más evidente de los indicadores de la madurez de las políticas democráticas. Teniendo en cuenta la imperfección y el déficit de las democracias representativas realmente existentes, algo generalmente admitido, la desobediencia civil puede considerarse hoy en día no como un síntoma de deslealtad frente a la democracia, sino como una forma excepcional de participación política en la construcción de la democracia. Y no es casual en absoluto el que la afirmación de la desobediencia civil en el marco de ese movimiento el mayor de todos, es decir, el de antiglobalización vaya generalmente acompañada no sólo de la defensa de la universalización de los derechos humanos que la democracia proclama, sino también de la afirmación de la necesidad de una ampliación de la democracia representativa en democracia participativa.
De ahí que la justificación de la desobediencia civil en los Estados democráticos representativos tienda a ser no sólo moral sino ético-política. Cuando en nuestros días los individuos o colectivos propugnan la desobediencia civil (por ejemplo, frente al reclutamiento en caso de guerra, frente a las leyes sobre los inmigrantes o frente a la ilegalización de formaciones políticas que, siendo minoría, alcanzan porcentajes por encima del diez o quince por ciento de los votos emitidos) no están tratando simplemente de salvar su alma (o su conciencia) frente a lo que consideran una ley injusta, sino que su actuación apunta a convencer a la mayoría parlamentaria (o al pueblo soberano) de su error en el ámbito de la esfera pública. Aún aceptando el principio moral de la obligación política, el desobediente tiende a buscar, por tanto, una justificación no sólo moral sino ético-política para su actuación, dado que ésta se produce en el ámbito de la ética de la responsabilidad pública, no sólo en el ámbito de la ética de las convicciones morales.
Al llegar aquí se puede discutir si tal o cual actividad o campaña concreta de desobediencia civil ante una determinada ley aprobada por el parlamento (sea ésta la LOU, la ley de extranjería, la ley de ilegalización de partidos políticos o las leyes por las que se rige actualmente el comercio internacional) es apropiada, correcta o la más adecuada para alcanzar el fin que los desobedientes dicen proponerse. Pero ésta es una discusión sobre medios y fines, sobre las consecuencias públicas de nuestras acciones colectivas, y tiene que hacerse con los mismos argumentos con los que se discuten las consecuencias, hipotéticas o previsibles, de cualquier otra acción ético-política (incluidas las acciones del partido o coalición que hayan resultado mayoritarios en las elecciones o las acciones de los jueces de los más altos tribunales en nombre del Estado).
Es una actitud típicamente falaz de quienes se consideran representantes de la mayoría o del soberano en un momento histórico dado el descalificar la desobediencia civil ante tal o cual ley aduciendo que el comportamiento de los desobedientes pone en peligro el conjunto de las instituciones democráticas, el Estado de derecho o el sistema democrático establecido. La democracia, las constituciones (y, por extensión, las leyes subordinadas, incluida la ley penal) son siempre consecuencia de procesos históricos concretos, y procesales ellas mismas. De donde se sigue que el peligro potencial para la democracia puede venir tanto de una consecuencia perversa de la crítica (justa) de sus déficits actuales como de la autocomplacencia de la mayoría (por representativa que sea) o del soberano mismo respecto de la democracia realmente existente. Hay ejemplos históricos de ambas cosas. Y el más reciente (el recorte de las libertades al que se asiste en el mundo a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, denunciado por varias asociaciones de juristas demócratas) apunta precisamente a esto último, a la autocomplacencia o la prepotencia, no al riesgo de la crítica (por global que sea) que los desobedientes hacen de la democracia realmente existente, que, como he mantenido en otro lugar, era y, antes del 11 de septiembre, una democracia «demediada»[7].
Desobediencia civil III
Si bien el carácter público, de último recurso y pacífico, así como el compromiso ético-político con la democracia, son rasgos que hacen efectivamente civil a la desobediencia, parece exagerado, en cambio, pedir más en cuanto a su justificación, como hacen no pocos teóricos académicos y la mayoría de los medios de comunicación cuando juzgan los movimientos de desobediencia civil en la actualidad. Se puede concretar un poco más: son exageradas, en mi opinión, las exigencias, sin más consideraciones, de aceptación de la sanción (tal cual se deriva de la legislación penal vigente) por parte del desobediente, de auto-limitación en cuanto al respeto a la totalidad del sistema democrático realmente existente (que sigue siendo imperfecto, limitado, demediado) y de renuncia explícita y apriorista a toda forma de violencia.
El hecho de que el desobediente acepte civilmente que su resistencia o su insumisión a tal ley puede llevarle a la cárcel no tiene por qué implicar la renuncia a denunciar otras leyes concomitantes que, aplicadas en su caso o en el de su colectivo, conducirían a la injusticia comparativa, como se ha puesto de manifiesto, en España, en el caso de la desobediencia civil al gasto militar o a la prestación social sustitutoria.
El hecho de que el desobediente acepte civilmente limitar su acción a tal ley o legislación concreta que considera injusta, y lo haga con voluntad pacífica, no implica que tenga que renunciar a criticar el sistema sociopolítico en su conjunto y a actuar en favor de una sociedad mejor (más justa, más igualitaria, más armónica que las democracias representativas realmente existentes), pues precisamente la civilidad de la actuación como ciudadanos puede obligar a ir más allá de la limitación de la protesta a un solo asunto, tanto más en una situación que la generalidad acepta definir como de globalización. Como sabía bien Aristóteles, democracias hay varias (y otras posibles), de manera que, desde una perspectiva ético-política, la lealtad a la democracia (así, en singular) es una cuestión sobre la que habrá que deliberar, no un asunto resuelto de una vez por todas.
Por último, el hecho de que el desobediente o el colectivo que propugna la desobediencia civil se declaren, en principio, pacíficos y ejerzan la desobediencia pacíficamente no tiene por qué implicar la renuncia explícita a toda forma de violencia defensiva y para siempre. No hay Estado moralmente justificado para exigir eso a sus ciudadanos mientras haya desigualdad e injusticia en el mundo y mientras éstas tengan que ver con la actuaciones concretas de los Estados o del imperio. Éste es el aspecto de la desobediencia civil más controvertido en la actualidad.
No hará falta aceptar la idea de que la violencia es la comadrona de la historia, ni insistir particularmente en la observación de que, por lo general, los derechos no se otorgan sino que se conquistan (frente a la violencia de quienes no quieren ceder sus privilegios a los que dan forma de ley), ni siquiera aceptar la idea, tan extendida, de que entre derechos iguales decide la violencia, para ponerse de acuerdo en que existen circunstancias en las cuales la resistencia al mal social y a la injusticia obliga al desobediente a ejercer ciertas formas de violencia defensiva. Sólo que hay violencia y violencia. Y hasta el «cordero de dios» lo tuvo en cuenta. Por eso no son pocos los defensores de la desobediencia civil que actualmente admiten al menos cierta forma de violencia en el ejercicio de la misma.
Al llegar ahí y tratar de concretar, hay que precisar más de qué violencia se está hablando, pues el lenguaje cotidiano no siempre distingue entre un concepto amplio de violencia (que incluye la violencia «estructural», la violencia psicológica o moral, el denominado acoso moral, la violencia «simbólica» o la violación de una norma generalmente aceptada) y un concepto restringido de violencia que la identifica con el uso de la fuerza física sobre las personas o las cosas.
Una segunda precisión, que tiene en cuenta el carácter colectivo de la desobediencia civil y su intención ético-política, consistiría en admitir, de acuerdo con la psicología de masas, que cuando la desobediencia civil se presenta vinculada explícitamente a una práctica social emancipadora o liberadora es difícil excluir totalmente el uso de alguna forma «calculada» de la violencia incluso en su acepción restringida[8]. Para seguir dando toda su fuerza al término «civil» se tiene que entender aquí la palabra «calculada» no en el sentido de una instrumentalización o manipulación del medio, sino en el sentido de la relación medios-fines, es decir, como previsión que no descarta el uso legítimo de alguna violencia (incluso física) y que por ello se auto-contiene y mantiene la violencia propia dentro de ciertos límites. Habermas, en su defensa moderada de la desobediencia civil como piedra de toque de la sociedad democrática, prefiere hablar de violencia «simbólica», entendiendo por tal la implicación según la cual el desobediente viola la norma generalmente aceptada como medio de apelación a la mayoría para que ésta rectifique, aunque siempre recurriendo, en la expresión de la protesta, a los mismos principios constitucionales a los que la mayoría recurre para legitimarse[9].
De todas formas, más allá de las discrepancias que puedan darse (y que se dan) sobre si la no-violencia ha de ser o no sustancialmente constitutiva de la desobediencia civil, parece razonable aceptar el argumento de Juan Ignacio Ugartemendia cuando dice que no se podrá considerar «civil» el acto de desobediencia más allá de cierto límite y que este límite sería la presencia en la conducta del desobediente de una violencia entendida como estrategia premeditada que desprecia los derechos fundamentales y la libre formación de la voluntad democrática[10].
Freud
Es cierto que los defensores históricos de la práctica de la desobediencia civil criticaron en términos generales la violencia física y se manifestaron en favor de la no-violencia. Esa es, en lo sustancial, la enseñanza de Thoreau, de Tolstoi, de Gandhi, de Luther King y de tantos otros. Pero también lo es que el objeto central de su crítica fue la forma extrema de violencia social o colectiva (la guerra) y señaladamente la violencia ejercida por los Estados, que es la que genera mayormente otras formas de violencia social, colectiva. Esto no quiere decir que a ellos no les preocupara la violencia que los individuos singulares ejercen (o pueden ejercer) en la sociedad civil, en las relaciones interpersonales. Gandhi afirmó de manera muy taxativa que el hombre sincero que busca la verdad no puede ser violento durante mucho tiempo, que en la búsqueda de la verdad este hombre no tiene necesidad de ser violento y que pronto descubrirá que mientras quede en él, el menor vestigio de violencia, no conseguirá encontrar la verdad que anda buscando. Y Einstein, que tuvo a Gandhi por la personalidad más notable del siglo, se consideraba a sí mismo no sólo un pacifista, sino «militanter pazifist».
Pero este oxímoron einsteiniano, el ser un pacifista «que milita», nos pone en la pista de la dificultad. La dificultad brota no sólo de la observación, tantas veces subrayada, de que Einstein tuviera que dejar de ser pacifista (al menos en ese sentido radical en que realmente lo era en los años veinte) cuando se impuso el nacionalsocialismo y durante la II Guerra Mundial, sino también de la afirmación del propio Gandhi, quien, en el mismo contexto en que hacía aseveración tan taxativa, no dejó de observar que «ser honesto es todavía más importante que ser pacífico». Lo cual plantea sin lugar a dudas el espinoso problema ético-político de si se puede seguir siendo ético-políticamente honesto defendiendo al mismo tiempo la desobediencia civil y la no-violencia (en sentido estricto) en condiciones históricas tales como las que representaron el hitlerismo y el estalinismo.
A poco que se piense sobre esta dificultad, que pronto se convierte en dilema práctico, ético-político, se llegará a la conclusión, creo, de que en este ámbito, habrá que discutir en concreto, y racionalmente, sobre las distintas formas y grados de la violencia (desde la violencia individual, que ejerce una persona sobre otra, hasta ese grado extremo de violencia que es la guerra pasando por la violencia estatal) y sobre cuándo y en qué circunstancias se puede considerar moralmente justificada la violencia defensiva de una colectividad como último recurso frente a la violencia del Estado. La mayoría de los teóricos partidarios de la desobediencia civil han aludido a situaciones concretas así. Y –después de rechazar el recurso a la guerra, la violencia gratuita, el terror individual y el terrorismo organizado– han defendido la fuerza, el coraje, la resistencia activa y otras formas de violencia de intensidad más baja a la habitualmente ejercida por los Estados (desde la insumisión y el sabotaje a determinadas instalaciones hasta el boicot, la huelga y otras formas de resistencia masiva alternativas a los ejércitos y a la violencia institucional).
Es interesante hacer observar cómo, con el cambio de circunstancias, los ejemplos se vengan. Pues la duda que razonablemente cabe acerca de si se puede seguir siendo honesto defendiendo la no-violencia estricta en condiciones como las del nacional-socialismo o el estalinismo se está manipulando ahora, en este cambio de siglo y de milenio, tanto para justificar la violencia estatal (y del imperio) como para justificar cualquier tipo de violencia defensiva (o sea, incluso la que desprecia los derechos fundamentales y la libre formación de la voluntad democrática). Bastará con sugerir a la opinión pública que el desobediente o el disidente es un Hitler o un Stalin en potencia (como se ha dicho sucesivamente de Sadam Husein, de Milosevic, de Osama Bin Laden, etc.) para captar emotivamente voluntades en favor de la guerra o de la violencia estatal que se llama preventiva. Y, casi simétricamente, basta sugerir que los servidores del Estado o el Estado mismo, llámense Garzón o «Estado español», son «fascistas», para suscitar emociones identitarias que en última instancia se resuelven excusando, por comparación con lo que fue el fascismo histórico, un tipo de violencia moralmente inexcusable. Pier Paolo Pasolini captó muy bien, hace ya décadas, el efecto perverso de ese doble proceso manipulador en sus orígenes, pero hay que reconocer que desde la guerra del Golfo Pérsico tal efecto se ha multiplicado en el mundo y en el interior de los Estados.
Ya Freud advirtió, precisamente en respuesta a una aguda y preocupada pregunta del entonces «pacifista militante» Albert Einstein, que cuando se trata de la violencia social (no de la violencia individual) «se comete un error de cálculo si no se tiene en cuenta que el derecho fue originalmente violencia bruta y que el derecho sigue sin poder renunciar al apoyo de la violencia»[11]. Esto es verdad en general, o sea, como descripción de lo que ha sido la génesis histórica del Estado de derecho. Pero lo es también casi siempre en particular: como descripción plausible de lo que ha sido el origen y la evolución de la mayoría de las constituciones vigentes en nuestros Estados democráticos. Vale, por ejemplo, para la constitución italiana que funda la República al término de la resistencia antifascista y de la Segunda Guerra Mundial; y vale, mutatis mutandi, para la constitución española de 1978. Que la una (republicana) haya sido consecuencia de la violencia que una parte del «soberano» hubo de ejercer para acabar con el fascismo musoliniano y la otra (monárquica), consecuencia de un pacto político al que contribuyó decisivamente la «violencia pasiva» (la vigilancia atenta o la coerción más que simbólica) de un ejército que aceptaba a regañadientes el Estado democrático (con la condición inequívoca de que éste fuera unitario), son detalles, sin duda importantes, que hablan de diferencias históricas en la génesis del Estado democrático de derecho, pero que confirman la observación freudiana. Pues a partir de ahí, de estos actos de violencia de mayor o menor intensidad, se suele pasar demasiado fácilmente a la consideración de que aquel acto fundacional da ya al Estado el derecho al monopolio exclusivo de la violencia social, sin atender al hecho de si hubo o no consenso explícito o implícito al respecto, en qué términos y en circunstancias fue consultado el «soberano», etc.
Los críticos y desobedientes suelen referirse a esta situación de hecho (y a determinadas leyes que el Estado de derecho hace derivar de la Carta Magna sobre la propiedad, la organización territorial, la financiación de las comunidades, las relaciones laborales o el status de ciudadanía) como «violencia estructural». Y a pesar de la vaguedad de la expresión cuando se está hablando o discutiendo de violencia, ésta tiene un sentido: alude a un rasgo de la constitución de hecho, a la constitución material, esto es, a las constricciones no escritas (pero a veces escritas) que el Estado impone para que no pueda ni hablarse ya, en serio, de asuntos directamente relacionados con la justicia social: colectivización de medios de producción, autogestión en la producción, independencia de tales o cuales comunidades respecto del Estado existente, confederación, ocupación de viviendas deshabitadas protegidas por el derecho de propiedad, forma de Estado o reforma de la constitución vigente.
«Violencia estructural» no equivale, ciertamente, a «poder desnudo», al nepotismo o cesarismo que prohíbe de manera explícita, y despóticamente, hablar de esas cosas a los ciudadanos. Es otro grado de violencia social, más sutil, íntimamente relacionado con la imposición de lo que ahora se llama «lo políticamente correcto», que por lo general se ejerce contra los más débiles de la sociedad: un tipo de violencia al que el habla popular alude, con razón, cuando se dice que han sido violentados mis (nuestros) derechos. No que se me (nos) haya hecho violencia física directa, sino que se me (nos) ha acosado moralmente, y hasta acogotado, al repetirme y repetirnos, en nombre del Estado y del derecho, que tales cosas (la reivindicación de la colectivización, de la autogestión, de la independencia, o incluso la reforma de la Constitución) dichas, escritas o realizadas, pueden ser objeto de criminalización (o lo están siendo ya).
También la «violencia estructural» (el resto de la violencia originaria que existe en el derecho) del Estado democrático representativo genera objeción de conciencia y, dependiendo del número de los individuos que sienten violentados sus derechos, desobediencia civil. Antes o después, ésta, la desobediencia civil, tiene que hacer frente a la discusión en concreto de los actos de violencia defensiva y de sus grados. Y tiene que enfrentarse con ello no porque el desobediente se haya manifestado previamente a favor de la violencia en abstracto (que no suele hacerlo), sino porque la violencia estructural del Estado tiende a convertirse en violencia explícita, incluso en las democracias representativas, cuando el número de los desobedientes que expresan su clamor en la calle alcanza una dimensión o una fuerza que sin poder ser identificada aún con el «soberano» empieza a ser mayoritaria en sectores sociales importantes o en partes del territorio del Estado.
Quiero decir con esto que el rechazo moral de la violencia o la afirmación por principio de la no-violencia como respuesta a la violencia existente no agota la cuestión, de la misma manera que mi predisposición por principio a poner la otra mejilla en caso de agresión individual no agota la reflexión acerca de qué debo hacer en el caso de que me vea involucrado en una agresión a otro y yo mismo tenga que intervenir en el conflicto para tratar de evitar la violencia que se ejerce sobre otra persona más débil. A partir de ahí siempre cabrá la discusión sobre si, en consonancia con mi principio moral, lo civil, en ese caso, es que me limite a llamar a la policía (que tal vez tardará en llegar) o si es más civil unir mi fuerza ahora mismo, en el momento en que se produce el acto, a la del más débil para repeler la agresión. La duda que pueda haber a este respecto es igualmente predicable de situaciones en las que intervienen, de un lado, colectivos de desobedientes y, de otro, el Estado. Existe un acuerdo muy generalizado en que esta duda debe resolverse de manera positiva aceptando que hay situaciones en que el uso de la violencia defensiva está moralmente justificado. Entre esas situaciones se incluyen, sin polémica apenas, la resistencia organizada en Francia, Italia, Alemania, España, Portugal y Grecia frente a las distintas variedades del fascismo.
Se podría decir que si, en general, la ley áurea de la violencia es la réplica infinita, la mímesis[12], en el caso de los enfrentamientos particulares entre los colectivos desobedientes y el Estado se produce una tendencia psico-social que aparece también en las democracias representativas. Se trata de una reiterada dinámica que lleva, primero, de la violencia mínima que supone, por ejemplo, el huevo lanzado a la solapa del representante del «soberano» a la represión policial de colectivos enteros que en principio se consideran más bien no-violentos; luego, desde el estupor que esto último produce en las filas de los desobedientes, al enfrentamiento abierto (no siempre deseado); y, finalmente, desde el enfrentamiento abierto en la calle a la afirmación del poder en el sentido de que la violencia represiva no sólo está justificada porque se hace en nombre del «soberano» sino también porque lo quiere el derecho (legítimamente ejercido por la autoridad). Una muestra reciente de esta dinámica es lo que está ocurriendo con el actual movimiento antiglobalización que defiende la desobediencia civil.
Einstein
Desde ahí, y a sabiendas de que tal dinámica (espiral o círculo vicioso) viene a ser históricamente una tendencia candidata a convertirse en cuasi-ley, el ejecutivo (e importa poco el color político) del Estado democrático representativo pretende imponer unilateralmente el monopolio de la violencia social. Lo cual produce una asimetría relevante a la hora de abordar la necesaria discusión, concreta y práctica, sobre las distintas formas y grados de la violencia y sobre cuándo y en qué circunstancias se puede considerar todavía moralmente justificada. La asimetría consiste en exigir al movimiento social correspondiente que condene de entrada toda violencia en general y expulse de sus filas a la parte minoritaria que la ejerce en los enfrentamientos, y al mismo tiempo, en exculpar a los cuerpos represivos del Estado de toda responsabilidad en el ejercicio de la violencia, aunque ésta haya sido casi siempre mayor que la ejercida por la minoría de la otra parte.
Por lo general, esta asimetría produce confusión y división en las filas de los desobedientes, los cuales cuando lo son de verdad, suelen temer más la incoherencia ético-política de las propias acciones que la represión propiamente dicha. Y esta confusión suele tener como consecuencia la desarticulación o el hundimiento del movimiento mismo. Salvo en un supuesto: que la justicia (o sea, sus representantes en carne y hueso, ciudadanos también) no sea tan ciega como el propio Estado y entre por su cuenta en el debate, concreto y práctico, sobre violencia y Estado de derecho. Por eso, en el fondo, la separación de poderes y la independencia judicial, siendo como son ideales a los que en el mejor de los casos nos aproximamos, tienen un papel fundamental en la construcción del otro ideal: la democracia. Y por eso en la situación actual de los Estados representativos el talante democrático de los jueces, magistrados y juristas es un factor decisivo a la hora de juzgar moral y políticamente la civilidad real de la desobediencia.
Es en tal circunstancia, y a través de tal mediación, en la que cobra todo su sentido una defensa a ultranza de la no-violencia como la que hizo Martin Luther King, en 1963, durante la campaña contra la segregación racial existente en Birmingham. Luther King distinguía entonces cuatro fases básicas de la no-violencia: determinación de la existencia de leyes injustas, negociación, auto purificación y acción directa. Pero esta última, la acción directa, se diferencia drásticamente de la acción directa anarquista o revolucionaria (en el sentido habitual de la palabra): incluye el boicot, las manifestaciones, concentraciones de masas y sentadas, y se caracteriza como creación de un estado de tensión social en el que los «tábanos» desobedientes se comprometen, de forma unilateral, a que la misma sea mantenida en los límites de la no-violencia incluso en los casos, previsibles, en que sea respondida con violencia o sea acusada ella misma de generar violencia.
Para restringir la desobediencia civil a la acción directa no-violenta, constructiva, Luther King tuvo que hacer frente a dos corrientes igualmente fuertes: a la tendencia de una parte de la minoría negra a responder violentamente a la violencia de los segregadores, y a la tendencia de una parte de la sociedad blanca a considerar violencia incluso la acción directa de los desobedientes que crea tensión social. Para que pudiera mantenerse entonces el equilibrio entre medios y fines y pudiera ser aceptado en el seno del movimiento en favor de los derechos civiles el principio moral de la no-violencia activa, constructiva (no resignada) hizo falta la presencia de un tertium, de un tercero, que es el elemento que da a los más la confianza necesaria para conservar el principio moral de partida: las resoluciones del Tribunal Supremo y de otros magistrados reconociendo la razón de los desobedientes frente a segregación de los negros existente en Birmingham (y en otras ciudades estadounidenses) y desautorizando, consiguientemente, a las autoridades del Estado. Este tertium es, por lo general, el elemento decisivo que, en situaciones de crisis, permite mantener la desobediencia civil en los límites de la no-violencia.
Desobediencia civil IV
Aunque, como decía al final de la entrega anterior, la mediación jurídica (reconociendo la razón o razones de los desobedientes) suele ser decisiva para la autocontención de la desobediencia civil dentro de los límites de la no-violencia, no hay solución exclusivamente jurídica al problema concreto de la violencia que enfrenta, también concretamente, al Estado con un colectivo amplio de desobedientes.
Y no la hay, no sólo porque, en general, como decía Leopardi, el abuso y la desobediencia de la ley no pueden ser impedidos por ninguna ley, sino también porque en la esfera pública, cuando se oponen derecho y derecho, derechos considerados iguales por opciones ético-políticas distintas, caben siempre varias opciones legislativas para mediar en los conflictos específicos.
La confianza y la lealtad de los desobedientes, incluso la interiorización del principio de obligación en un Estado democrático, depende precisamente de cómo se oriente esta mediación. La ley ad hoc, criminalizando o ilegalizando la opción que representan los desobedientes (aquella opción de la cual ya no se puede hablar ni siquiera en el Estado democrático de derecho), es siempre parte de la dinámica generadora de más violencia y es lo que, en última instancia, hace que el desobediente no-violento, al percibir tal ley como una violencia sobreañadida, acabe contemplando la posibilidad de la legitimidad de la violencia defensiva como una necesidad, como un estado de necesidad.
Cuando esto ocurre es inútil aducir la neutralidad del Estado y/o de los servidores de la ley, pues cuanto más se aduzca esta neutralidad tanto más será percibido el acto legislativo ad hoc como una ampliación de la polaridad y de la tensión: el desobediente tenderá a convertir su disidencia o su objeción previa a tal o cual ley anterior, a tal o cual artículo de la constitución, en desobediencia global al Estado. Eso ocurrió también en los Estados Unidos de Norteamérica desde mediada la década de los sesenta y ocurre frecuentemente hoy.
Por tanto, la solución a los problemas concretos del ejercicio de la violencia menor derivados de la desobediencia civil tendrá que ser jurídico-política o político-jurídica. Lo que quiere decir: habrá que tener en cuenta el origen y los motivos de la desobediencia, el proceso que ha seguido la misma y las consecuencias previsibles de la legislación propuesta para hacer frente a ambas cosas.
También en esto la radicalidad consiste en ir a la raíz de la cosa. La responsabilidad jurídico-política ante las consecuencias plausibles de los actos legislativos obliga a reconsiderar y evitar aquellos que previsiblemente van a fomentar «la réplica infinita», la espiral perversa por la cual hasta el desobediente civil no-violento empieza a contemplar como una necesidad la posibilidad de una violencia igual contra el Estado. Pues la percepción de que se está viviendo en un Estado de excepción (declarado o no), en una situación de excepcionalidad en la polis, ha sido siempre, desde los orígenes de la modernidad, desde Savonarola y Maquiavelo, motivo central para la justificación moral y/o política de la violencia (tanto de los de abajo, de los «republicanos», como de las oligarquías y del Príncipe).
Pondré algunos ejemplos que pueden contribuir a aclarar esto. Una solución jurídico-política atenta a los orígenes y al proceso del movimiento de desobediencia civil frente al servicio militar, el armamentismo y la guerra, como el que cuajó en los años ochenta y noventa, ha sido, a pesar de su lentitud y de sus imperfecciones, el reconocimiento, por parte del Estado, de la objeción de conciencia primero, de la posibilidad de un servicio social sustituto del servicio militar obligatorio después y, finalmente, de la obsolescencia del reclutamiento obligatorio para ejércitos permanentes. El reconocimiento, en este caso, de la razón de fondo de la desobediencia civil frente a la legislación anteriormente vigente es lo que ha hecho «discretos» a los insumisos y ha atemperado la «réplica infinita» al aceptar que la mayoría de los desobedientes estaban prestando un servicio a la democracia en construcción y al quitar argumentos a quienes, en la misma órbita de la insumisión y la desobediencia, propugnaban aquello de «el servicio militar en ETA militar».
No se puede decir lo mismo, en cambio, en el caso de las leyes sobre la emigración: la protesta contra la forma en que el Estado trata a los inmigrantes ha pasado de una fase de oposición a la ley de Extranjería a la propuesta explícita de desobediencia civil precisamente porque la legislación no ha ido a la raíz del asunto (el status de los inmigrantes como ciudadanos de pleno derecho en nuestras sociedades), sino que ha interpolado «inmigración» y «extranjería» para mantener una discriminación inaceptable atribuyendo a «los otros» (en abstracto) un plus de violencia que, en última instancia, sirve para justificar ante la opinión pública acciones violentas del Estado que chocan contra el principio de la libre circulación de las personas. El Estado hace así aún más patente la contradicción existente en el sistema entre la afirmación de la libre circulación de mercancías y la prohibición de la libre circulación de las personas. Independientemente de que esta prohibición choque de manera explícita con la letra de la Constitución, es evidente que choca con uno de los principios ético-políticos básicos que la inspiran, la percepción de lo cual dará fuerza moral en este caso a quien desobedece a la ley.
De acuerdo con este mismo criterio, tampoco es aceptable la legislación reciente sobre la ilegalización de partidos políticos, que es de hecho una legislación ad hoc para ilegalizar Batasuna y, por derivación, para hacer frente a la desobediencia civil contra el Estado español en Euskadi. La identificación, en este caso, del «soberano» con el conjunto de los representantes del parlamento español obvia el hecho de que la gran mayoría de la población en el territorio afectado y donde la ley tiene que ser aplicada (el País Vasco) se ha manifestado en contra de la ley. Por otra parte, la tendencia a identificar (en la presentación y aplicación de la ley) la violencia terrorista de ETA con la finalidad de la desobediencia civil allí existente (lo sea, con la reivindicación de la autodeterminación o de la independencia) ningunea la opinión de todos aquellos que, compartiendo tal finalidad (esto es, la independencia u otras formas de autodeterminación) no aceptan que el medio para alcanzarla sea tal violencia.
Aun sin entrar en el asunto de la corrección jurídica de la ley, que está en discusión, y haciendo abstracción de la intención última del legislador (cosa que también se discute), pero teniendo en cuenta que en este caso una parte sustancial de los partidarios de la desobediencia civil (incluido un porcentaje importante de votantes de Batasuna) se han declarado al menos contrarios a esa violencia, a la violencia de ETA, se puede concluir que la solución propuesta ad hoc es un error político. Pues también en este caso el legislador, considerando probado el vínculo entre ETA y Batasuna, pasa por alto el origen de la desobediencia al Estado y las diferentes fases por las que ese proceso ha pasado. Se sabe desde hace tiempo que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero no se suele decir que también lo está de leyes formalmente correctas (o que fueron consideradas correctas en el momento de su promulgación).
Como han aducido una minoría de juristas y políticos en España pero la mayoría de ellos en el País Vasco, la consecuencia previsible del error político y de la acción penal consiguiente no sólo dará alas a la desobediencia civil sino que probablemente potenciará, en este caso, «la réplica infinita». Tanto más cuanto que lo que está en juego en esta polaridad no es sólo la erradicación del terrorismo (punto en el que la mayoría de los que se declaran desobedientes están de acuerdo) sino también el uso «legítimo» de la otra violencia, de la violencia de la nación titular del Estado (que se supone fundada en derecho) y de una nación que aspira a serlo, a ser Estado, aunque sea asociado (y, por tanto, a integrar, como los otros Estados, la violencia en derecho).
Ante una situación así el desobediente puede argumentar coherentemente contra la pretensión del Estado en general, de todo Estado, a integrar la violencia en derecho, pero cae en incoherencias al negar a la nación pequeña que pretende ser Estado (aunque sea asociado) el derecho que se predica normalmente para cualquier Estado ya constituido. Esto es lo que obliga, si se quiere actuar en consecuencia, a retrotraer el problema jurídico a su dimensión política. Y por eso digo que no hay solución exclusivamente jurídica al problema específico de la violencia que enfrenta, también concretamente, al Estado con un colectivo amplio de desobedientes.
Si se quiere restablecer la simetría en el debate sobre violencia y Estado democrático de derecho, y aspirar así a la ecuanimidad sobre la desobediencia civil realmente existente, entonces hay que abordar también, en concreto y con espíritu crítico, la actuación de la otra parte, de la que se declara desobediente. Pues si en el Estado existe una concepción meramente instrumental de la relación entre derecho y violencia esa relación se da también, invertida, en algunas de las actuaciones que se están presentando como desobediencia civil. La aspiración, por ejemplo, a la colectivización de los medios de producción, a la autogestión en la producción, a la independencia de tales o cuales comunidades, a la confederación, a la ocupación de viviendas deshabitadas, a cambiar la forma de Estado o a reformar la constitución (los tabúes actuales de nuestro Estado democrático representativo) y la crítica de la violencia estructural o institucional no pueden moralmente hacerse, en este marco, justificando por activa o por pasiva el uso de una violencia igual o mayor que la que ejerce el propio Estado al que se desobedece. Esta, creo, es una buena razón para diferenciar en la práctica entre distintos tipos de desobediencia civil y decidir acerca de ellas.
Thoreau, Tolstoi y Einstein fueron desobedientes respecto de su Estado: preconizaron la desobediencia civil del individuo frente al Estado teniendo como referentes el Estado que formalmente les daba su nacionalidad (EE.UU., Rusia, Alemania) pero también fueron críticos del Estado en general (de la forma de organización social que llamamos Estado moderno). Gandhi preconizó la desobediencia civil en la India frente a un Estado colonizador ocupante (Inglaterra) y ese ha sido el modelo, aunque minoritario, de otras luchas a favor de la descolonización. Aduciendo estos ejemplos la desobediencia civil clásica, además de estar vinculada a lo no-violencia, se ha entendido siempre hasta ahora vinculada a un proyecto emancipador libertario. Así fueron leídas las obras de los autores mentados tanto por sus seguidores como por sus detractores. Thoreau ha sido considerado uno de los padres del libertarismo moderno. Y sintomáticamente a Tolstoi se le negó el premio Nóbel de la Paz, según argumentaba la comisión académica correspondiente, por su «anarquismo», por su crítica feroz del Estado.[13]
Pero ¿qué pasa cuando hemos de tratar de desobediencia civil en aquellos casos en los cuales no hay colonización ni ocupación propiamente dicha y, por otra parte, la desobediencia no se dirige contra el Estado en general ni aduce la superioridad del foro de la conciencia individual frente al Estado, sino que se presenta como parte de un programa cuyo objetivo es la creación de un Estado propio? ¿No implica esto la potencial aceptación, en los límites territoriales propuestos alternativamente, del mismo tipo de violencia (ejército, policía, cárceles, leyes) que se critica en el Estado mayor realmente existente? ¿Puede el seguidor de Thoreau, Tolstoi, Gandhi, Einstein y Luther King seguir utilizando los argumentos de éstos en defensa de una desobediencia civil que repite en lo sustancial los argumentos jurídico-políticos con que fueron creados los Estados modernos?
De la misma manera que es incoherente negar a los desobedientes de la nación pequeña o menor el derecho colectivo que se admite (o se da por supuesto) para la nación mayor ya constituida, también lo es, incoherente, vincular la desobediencia civil a un tipo de violencia igual o mayor que la ejercida por el Estado al que se critica. Y es sintomático el que, al intentarlo, quien se declara desobediente se vea frecuentemente obligado a seguir una estrategia argumental simétrica a la del Estado que critica: trata de instrumentalizar a la opinión pública proponiendo a ésta que identifique directamente con el fascismo los errores políticos del ejecutivo o las iniciativas judiciales de una democracia imperfecta o demediada, de la misma manera que el Estado pretende identificar con el fascismo o con el nacional-socialismo al conjunto de los desobedientes de la nación menor.
Al reflexionar sobre tal estrategia hay que decir que Fernando Savater lleva razón en un punto: hay al menos un intento de justificación concreta de la desobediencia que es incivil. Pues no puede haber reivindicación social o nacional, ni discriminación positiva posible a favor de las minorías (o de las mayorías en un determinado territorio), que pueda justificar moralmente los asesinatos, los atentados, los secuestros, las agresiones físicas y los acosos sistemáticos de personas que dejan así de ser tratadas como personas. Esa conducta que desprecia los derechos humanos fundamentales rebasa con mucho el límite de la desobediencia civil. Intentar vincular tales actuaciones a la desobediencia civil y traer a colación, en ese contexto, a Gandhi y a Thoreau o a Luther King es un sarcasmo.
Se puede añadir más: dejar que se vincule el objetivo de la autodeterminación (y de la independencia), en nombre de la desobediencia civil al Estado, con el uso de una violencia ya no simbólica o psicológica sino física, y superior a la del propio Estado, es una deshonestidad ético-política. En esas situaciones el desobediente realmente civil tiene que decir: «No, mis comandantes». Y subrayar el plural. La desobediencia civil es un medio para alcanzar alguna finalidad ético-político: impedir una guerra o ponerle fin, abolir leyes militaristas, denunciar legislaciones que crean injusticias, actuar directamente contra la segregación de tales o cuales minorías o a favor de la autodeterminación, etc.; pero, por lo que sabemos de la historia del siglo XX, deshonrar el medio, como deshonrar las palabras, es un camino (por oblicuo que sea, y por espejismos que produzca en el plazo corto) para pervertir el fin.
El argumento de Savater decae, sin embargo, cuando se amplía la condena ética a todo grupo o persona que, habiendo denunciado explícitamente ese tipo de violencia, se muestra dispuesto, de todas formas, a hablar o a dialogar sobre la finalidad de la desobediencia civil proclamada con quien o quienes no la han condenado específicamente. Es el caso, por ejemplo, de las segundas jornadas sobre desobediencia civil celebradas durante los días 12 y 13 de octubre pasado en la localidad de Ezpeleta, en las que participaron, junto a Batasuna, cinco o seis organizaciones sociopolíticas que previamente habían manifestado su discrepancia con las actividades de ETA. En el anuncio del encuentro se dijo que los participantes analizarían «cómo Euskal Herria, utilizando la desobediencia civil, puede hacer efectiva la autodeterminación». Los representantes de estos colectivos denunciaron que «los Estados español y francés nos niegan ese derecho» y aseguraron que «por medio de la desobediencia civil, es posible el ejercicio de la autodeterminación». Como conclusión, los organizadores señalaron que «hacemos de las acciones directas no-violentas que realizamos una muestra del desarrollo de la desobediencia civil».
Parece obvio que en este caso hay que distinguir entre el juicio sobre el acierto político de tal diálogo (que dependerá, a su vez, de lo que se opine acerca del derecho a la autodeterminación de Euskadi) y el juicio moral sobre la «civilidad» de la desobediencia, de la misma manera que hay que distinguir entre la corrección jurídica de la ilegalización de tal o cual partido y su oportunidad política. Pues, obviamente, se puede estar a favor del fin (la autodeterminación), del medio empleado (las acciones directas no-violentas vinculadas a la desobediencia civil) y del diálogo en general, y no estar, en cambio, a favor del diálogo en la circunstancia concreta con quienes aceptan la violencia de la ETA. Desmond Tutu, en ocasión de su visita a España hace unos años, dijo cosas muy sensatas sobre esto basadas en su propia experiencia sudafricana. Y convendría tenerlas en cuenta precisamente para evitar la espiral de la «réplica infinita».
Así planteadas las cosas la desobediencia auténticamente civil que cabe en la circunstancia mencionada (o sea, en un Estado multinacional y plurilingüístico que se declara democrático pero en el que hay conflictos serios sobre el nivel de autogobierno de algunas de las nacionalidades) es precisamente aquella que suele denostarse ahora bajo el rótulo peyorativo de «equidistancia». Puesto que la desobediencia civil ha nacido negando justamente el recurso a la forma más alta de violencia, la guerra, tiene que negar también la lógica eminentemente militarista que divide el mundo entre amigos y enemigos. Cuanto mayor sea la conciencia de los individuos o de los colectivos respecto de la justicia de la finalidad o reivindicación principal de los desobedientes frente al Estado, mayor será también el distanciamiento respecto del propio Estado (o de la nación titular del Estado) cuando éste reprime o dice ejercer la violencia legal contra esa reivindicación o finalidad. Pero, al mismo tiempo, cuanto mayor sea la conciencia de la civilidad de la desobediencia, mayor será también el distanciamiento respecto de los medios violentos alternativos utilizados para alcanzar la finalidad que el individuo o la colectividad comparte o considera justa. En esa dialéctica suele ocurrir que si se prima una de las conciencias, sin atender a la otra, la justicia se pervierte. Y se pervierte tanto en la búsqueda de justificaciones de la violencia legal contra la violencia excesiva de los otros como en la insistencia exclusivista en la finalidad para justificar un medio a todas luces excesivo. La equidistancia respecto de lo uno y de lo otro no equivale, ni tiene por qué equivaler, como se dice a veces, a pasividad, a desentendimiento o a no saber distinguir entre víctimas y verdugos. Equivale, más bien, a un distanciamiento ético-político respecto de dos formas de violencia simétricas, ambas excesivas.
Concluyo ya. La existencia de Estados democráticos puede ser una condición que debe apreciarse, para la auto-limitación de los desobedientes, para atemperar la insumisión y hacerla discreta, esto es, funcional al ideal de la democracia y a la coherencia de los medios respecto de los fines propuestos. Y, en efecto, es esta auto-limitación lo que nos lleva a considerar indecentes aquellas acciones que, basándose en la crítica (justa) de los déficits del Estado democrático representativo, producen voluntariamente la muerte de inocentes, degradan la condición humana y se equiparan (o superan) a la violencia ejercida por los Estados, como ocurre de hecho en ciertos casos de terrorismo.
A veces se objeta que la palabra «terrorismo» ha sido siempre manipulada por el poder y por los medios de comunicación dominantes (y aún más desde el 11 de septiembre de 2001) y que esta manipulación tiende a exculpar el terrorismo de los Estados y a diluir bajo un mismo término la violencia menor ejercida en nombre del derecho de los pueblos a la resistencia (o de la lucha por la liberación de naciones sometidas) con el terror propiamente dicho. Lo cual es cierto. No obstante, una vez hecha la denuncia de tal manipulación, y aún desde la compresión simpatizante de la finalidad que persiguen los desobedientes que se sienten ninguneados por el imperio o por el Estado, siempre cabe la posibilidad de llegar a una definición analítica de «terrorismo» o a una descripción del mismo superadora de la vieja lógica que opera en función de la igualmente vieja polaridad entre amigo y enemigo[14]. Esta definición o caracterización descriptiva del terrorismo incluye actos de violencia contra el derecho a la vida y otros derechos de las personas (asesinatos, atentados, extorsiones, secuestros), actos estratégicamente concebidos, que repugnan a la conciencia moral en general, y a la conciencia política en particular, con independencia de la finalidad declarada. Tanto más en sociedades que, aún con déficits importantes, garantizan en principio, formalmente, la libertad de expresión de tal finalidad.
Pero, aún así, la existencia de los Estados democráticos no es condición suficiente para cerrar la discusión sobre toda forma de violencia defensiva. Pues de la misma manera que la violencia defensiva es considerada moralmente admisible en el ámbito de las relaciones privadas, ésta, la violencia defensiva, puede presentarse aún, en la esfera pública, como un deber moral en aquellos casos en que, declarándose democrático el Estado, hay dudas serias y fundadas sobre la legitimidad del consenso que ha producido la Constitución, sobre la ocupación de territorios en litigio, sobre el establecimiento de bases militares, sobre la usurpación de tierras comunales o sobre la imposición forzada de leyes internacionales que enajenan derechos no escritos de determinadas poblaciones o minorías. En todos esos casos la desobediencia no dejará de ser civil si, en última instancia, inducida o provocada por la violencia de los Estados (o del Imperio), se ve obligada a recurrir a determinadas formas de violencia defensiva. Desde el punto de vista moral, el desobediente tiene que saber, en estos casos, que cuando traspasa ciertos límites, puede convertirse en lo contrario de lo que quiere ser, como decía Camus del revolucionario que deja de ser rebelde para convertirse en policía. Y desde el punto de vista ético-político, el colectivo desobediente tiene que saber que el recurso a una violencia de grado equivalente o superior a la de los Estados hará de su desobediencia una actuación tan incivil como la de la mayoría de los «soberanos» que en el mundo han sido.
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* Profesor de Filosofía Política en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Articulo extraído de la dirección electrónica: www.rebelion.org/izquierda/040519ffb.pdf, el cual también se encuentra publicado en el periódico La Insignia, España, 2002.
[1] El punto de vista de Sacristán se puede leer en S. López Arnal y P. De la Fuente (Eds), Acerca de Manuel Sacristán. Editorial Destino, Barcelona, 1996.
[2] La expresión «desobediencia civil electrónica» fue acuñada a finales de los ochenta por el grupo teórico-artístico Critical Art Ensemble en sus libros The Electronic Disturbance y Electronic Civil Disobedience and Other Unpopular Ideas, y desarrollada luego por Ricardo Domínguez dentro de su nuevo grupo Electronic Disturbance Theatre (EDT).
[3] M. L. King, «Carta desde la cárcel de Birmingham», en Un sueño de igualdad, edición de Joan Gomis, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2001, pp. 82-84.
[4] En «Desobediencia civil y obediencia militar», El Correo del 6/XI/2000, y más recientemente en varias intervenciones en El País. *Ya la consideración de equívocos como éstos acerca de la civilidad de la desobediencia obliga a precisar más sobre la expresión. Eso es lo que haré en la entrega siguiente.
[5] «La obediencia al Derecho», en Estudios de Filosofía del Derecho, Universidad de La Laguna, Tenerife, 1979, pp. 388.
[6] «La desobediencia al derecho y el imperativo de la disidencia», en Carlos Gómez (ed.) Doce textos fundamentales de la ética del siglo XX. Alianza, Madrid, 2002, pp. 283.
[7] «De la democracia«, en Ética y filosofía política. Asuntos públicos controvertidos, Bellaterra, Barcelona, 2000, pp. 231-14 de noviembre del 2002.
[8] Velasco Arroyo, J. Carlos, «Tomarse en serio la desobediencia civil. Un criterio de legitimidad democrática«, en Revista Internacional de Filosofía Política, 7, 1996, pp. 159-184. Velasco Arroyo añade: «O por lo menos una forma susceptible de llegar a ser clasificada como violencia por el poder establecido».
[9] J. Habermas, Ensayos políticos, Editorial Península, Barcelona, 1988, pp. 49-90 y 137-138.
[10] Ugartemendia, J. Ignacio, «Algunas consideraciones sobre la protección jurídica de la desobediencia civil«, Working paper no. 151 del Instituto de Ciencias Políticas de la UAB, Barcelona, 1988. Véase también Robinson Salazar Pérez, Conflicto y violencia: fronteras porosas o paso inevitable, Universidad Autónoma de Sinaloa, México.
[11] A. Einstein y S. Freud, ¿Por qué la guerra? Editorial Minúscula, Barcelona, 2001.
[12] Eligio Resta, «La enemistad, la humanidad, las guerras«, Introducción a A. Einstein y S. Freíd, op. cit., p. 40.
[13] G.Procacci, Premi Nóbel per la pace e guerre mondiali. Feltrinelli Editore, Milán, 1989.
[14] M. Bordes, El terrorismo. Una aproximación analítica. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2001.