Por: Navegaciones
A Fidel Castro podrá regateársele muchas cosas, pero no esa mezcla precisa e irrepetible de realismo y espíritu visionario que le permitió encabezar una revolución socialista y soberanista a tres olas de distancia de Estados Unidos, mantenerse al mando durante más de 40 años, incluso con el viento internacional radicalmente en contra, y soltar el poder y retirarse a una vejez apacible. Por eso me resultó impactante la importancia que Castro atribuyó, a mediados de 2010, al surgimiento de Wikileaks en la escena política mundial. Es cierto que la organización de las filtraciones ya llevaba, para entonces, mucho camino andado, pero no cobró celebridad sino con la revelación de los documentos secretos del Pentágono sobre las guerras de Irak y Afganistán. “Internet ha puesto en manos de nosotros la posibilidad de comunicarnos con el mundo. Con nada de esto contábamos antes (…) Estamos ante el arma más poderosa que haya existido, que es la comunicación”. O bien: gracias a Wikileaks no harán falta las revoluciones; de hecho, a esa organización habría que hacerle una estatua.
Castro aludía, a mi modo de ver, al surgimiento de un nuevo instrumento para transformar el mundo, algo distinto a las guerrillas, las insurrecciones, las huelgas generales o las elecciones, y me resultó significativo que alguien tan persistente como él en las ideas que dominaron el siglo XX mostrara semejante apertura a los nuevos escenarios abiertos por la transformación tecnológica. Tenía razón.
Los expedientes de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por Washington en Irak y Afganistán no fueron un campanazo aislado de Wikileaks. En cuestión de meses esa organización realizó una nueva liberación masiva de documentos, los cables del Departamento de Estado, que representaron un golpe demoledor para el poderío mundial de Estados Unidos. Si las revelaciones de mediados de 2010 permitieron ratificar que las tropelías de Abu Ghraib no eran un hecho aislado sino parte de un patrón de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, los cables diplomáticos, distribuidos unos meses después, pusieron en evidencia que Washington ejerce una suerte de gobierno mundial por medio de su red de embajadas y consulados en el planeta. Esas revelaciones al hilo fueron para Estados Unidos un impacto político tan severo como el golpe moral causado por los atentados del 11 de septiembre de 2001. Con una diferencia sustancial, que el propio Julian Assange me hizo ver en nuestro primer encuentro: nosotros no causamos ni un muerto.
Y por más que en la difusión electrónica de documentos gubernamentales no hay delito alguno argumentable, la Casa Blanca colocó de inmediato a Wikileaks y a su fundador en la lista de enemigos mayúsculos, junto con Al Qaeda, Irán y Corea del Norte. La cacería judicial y policial, el bloqueo financiero, el bombardeo propagandístico, el acoso cibernético y las acechanzas de toda clase fueron puestas en marcha desde ese 2010 por Washington y sus socios mayores en el espionaje y el negocio de la seguridad: Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Empezó entonces la saga por la que Chelsea Manning se encuentra actualmente presa en una cárcel militar estadunidense, y Assange, refugiado en la embajada de Ecuador en Londres.
En la entrevista realizada en ese recinto diplomático en junio pasado, el australiano moderó las elogiosas expresiones que para con él y su organización había formulado Fidel Castro y delimitó el papel de Wikileaks a lo siguiente: haber transformado Internet y las tecnologías de la información en un nuevo campo de lucha política y haber politizado a la generación para la cual el uso de las redes resulta consustancial.
Más acá de lo dicho por el dirigente cubano, y salvando las proporciones, es evidente el paralelismo entre la causa histórica de la isla y la razón y la circunstancia de Wikileaks: por un lado, una pequeña nación que se enfrenta al país más poderoso del mundo, lo derrota y mantiene viva, contra viento y marea –y bloqueo, sabotajes y amenazas–, la causa de su autodeterminación; por la otra, una organización minúscula, en términos numéricos y financieros, que desafía a los poderes institucionales y fácticos del planeta a fin de desenmascararlos y evidenciarlos ante las sociedades. Y no es lo de menos, en ese paralelismo, que la hostilidad provenga, en ambos casos, del mismo agente histórico: el gobierno y los poderes corporativos de Estados Unidos.
Sin embargo, el primer encuentro cara a cara entre Cuba y Wikileaks no tuvo lugar sino hasta el 26 de septiembre pasado, en La Habana, y ocurrió por medio de una videoconferencia sostenida entre Assange y un grupo de blogueros y periodistas cubanos. Salvar las dificultades tecnológicas que implicaba semejante encuentro fue una tarea formidable por los problemas de telecomunicaciones que, en parte por el bloqueo estadunidense, y en parte por rezagos harto complicados, enfrenta la isla. El hecho es que, gracias al tesón de Herminia Rodríguez, directora del Instituto Internacional de Periodismo José Martí, de los propios jóvenes –y no tan jóvenes– blogueros y de periodistas profesionales y entusiastas, fue posible obtener un local y una conexión con el mínimo ancho de banda requerido para una videoconferencia artesanal. Gracias al empeño de Iroko Aleko y David Vázquez Abella, y gracias a Ivette Leyva. La cosa es que, unos minutos después del mediodía cubano, unas 40 o 50 personas hacinadas vieron aparecer en la proyección de la pantalla la figura célebre del australiano, y su voz grave, que en algo desentona con su aspecto aniñado, salió por las bocinas: ¿Cuba, me escuchas? Y entonces un aplauso prolongado rompió la tensión y la espera.
Assange apareció con un listón amarillo en la camisa y eso le valió la simpatía inmediata de la audiencia: ese símbolo han escogido los cubanos para demandar la liberación de sus cinco compatriotas que permanecen presos en Estados Unidos por haber infiltrado a organizaciones terroristas del exilio para obtener información que permitiera prevenir atentados. No sólo fue explícito en su solidaridad con los cautivos sino que abordó extensamente la circunstancia de Cuba y se declaró dispuesto a aprender de la isla, que ha sobrevivido a cinco décadas de bloqueo; explicó a la audiencia el sentido de la lucha de Wikileaks, abordó el control de las sociedades por los medios corporativos en Occidente y señaló que Cuba no debe temer a la verdad, sino a la mentira. Respondió a preguntas y dijo muchas otras cosas, y todas ellas conmovieron a los presentes. Si quieren ver el video, hay una versión subtitulada y editada por La Jornada y la grabación original, difundida por Cubadebate.
El diálogo tuvo una resonancia extraordinaria en la isla: la noticia fue cubierta por todos los diarios, apareció en los noticiarios de televisión de esa noche y de la mañana siguiente y, el lunes 30 de septiembre, la intervención de Assange, de casi una hora, fue televisada íntegra en el legendario programa Mesa Redonda y comentada por tres destacadas periodistas: Rosa Miriam Elizalde, Milena Recio y Cristina Escobar.
Lo deplorable es que ese apretón de manos no hubiera ocurrido antes y que haya sido virtual. Lo primero es irremediable; lo segundo, no: tengo la convicción de que más pronto que tarde la persecución contra Wikileaks se derrumbará, como se derrumban todas las construcciones estúpidas, y que Julian Assange estará en La Habana tomándose un mojito.