Por J. Jesús Lemus
RegeneraciónMx.- Ayer se nos murió El Nano, el birriero de mi pueblo. Emiliano era un hombre derecho, cabal, amigo como pocos. Siempre lo consideré mi amigo, porque él siempre supo ser amigo; fue de los pocos, de los que se cuentan con una mano, que estuvieron allí, siempre presente, en la desgracia de mi prisión ¿cómo no estar agobiados por su partida? Si después de él este mundo va quedando despoblado.
No es que lo diga yo: medio pueblo de La Piedad, Michoacán, puede dar testimonio de su bonhomía, de su afabilidad, de su don de gente. No creo que haya alguien en todo mi pueblo polvoriento y bicicletero que pueda tener un mal recuerdo de este hombre que a todos sedujo no solo por lo suculento de su birria, sino por sus pláticas llenas de picardía y filosofía.
No recuerdo cuándo comenzó nuestra amistad. Desde siempre lo recuerdo risueño en su puesto de birria, que primero estaba en la esquina de las calles Belisario Domínguez y Colón. Después se reubicó sobre la misma calle de Belisario Domínguez pero esquina con Aldama, siempre en el barrio de El Santuario.
Yo lo comencé a frecuentar a finales de 1988, cuando me inicié en el periodismo. Siempre era obligado el almuerzo con él. No solo me quitaba el hambre, también era como mi Jefe de Información, porque siempre me proponía trabajos informativos a realizar. A veces hasta me marcaba las directrices, con nombres y datos, de los sucesos más importantes que ocurrían en el pueblo.
Me decía “Pariente”, igual que al resto de todos los comensales que con el pretexto del almuerzo nos reuníamos entorno a él para escuchar su carga ácida de información. Tenía un gran corazón. Siempre me dispensó el pago del almuerzo, porque –decía- los periodistas deben tener la panza llena para que puedan hacer bien su trabajo.
Ante mi insistencia de pago, para que no le perdiera al negocio, me aseguraba que mi cuenta se la cargaba ocultamente a cualquier político o a cualquiera de los ricos que llegaban también a desayunar. “Esos cabrones –decía de los ricos y los políticos- tienen dinero, que ellos paguen sus tacos, Pariente. Que le devuelvan al pueblo un poco de lo mucho que han robado”.
Al Nano lo conocí en los tiempos en que yo trabajaba para el periódico El Cruzado, en aquella época en que me iba a reportear con mis amigos Toño Ibarra y Sergio Belmonte, a veces con Roberto Luna, un agente el CISEN, o con Beto Guzmán, que dirigía el periódico “Deporte Amateur”.
Por más que busco en mi memoria no recuerdo al Nano de otra forma que no fuera sonriendo, tirando albures al aire, muerto de la risa, ocurrente en sus comentarios; siempre le atribuyó una razón lógica a lo colorado de la tierra en la que se asienta el pueblo de La Piedad: decía que la tierra en La Piedad era colorada, por la vergüenza de haber dado al mundo tantas putas, tantos güevones y tatos políticos rateros.
Una vez le pregunté la razón por la que a todos los comensales que llegaban a su puesto de birria les decía “Parientes”. Su respuesta fue contundente: “porque todos somos hijos de la misma puta -me respondió mientras se limpiaba el mole de las manos con el delantal blanco que siempre usaba- y porque todos somos hijos del Señor de La Piedad”, el santo patrono del pueblo.
El Nano era profundamente religioso, era devoto del Señor de La Piedad, y llevaba siempre a la práctica la tesis del catolicismo en un solo mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Por eso él se desvivía tratando de amar a quien estaba en su entorno.
Cuando fui acusado mentirosamente por el gobierno de Felipe Calderón de ser el gran capo del narcotráfico en Michoacán, por lo que fui encarcelado en la prisión de Puente Grande, El Nano no se olvidó de mí. Fue de los pocos siempre estuvieron al pendiente de mi situación. Fue el único -de entre todos los que se decían mis amigos- que siempre se preocupó por mi situación y me lo hacía saber.
El Nano buscó a mi familia para ver si podía ayudar en algo. Puso a disposición de mi esposa y mi hija lo que estuviera en él y que me pudiera ayudar. Ante lo férreo de mi prisión, poco pudo hacer, pero para mí fue mucho: en cada visita que me hacían Martha e Hidania, cada 20 días, El Nano me mandaba una carta y un billete de 50 pesos.
En la cárcel yo tenía la certeza de que con la visita familiar me llegarían cinco cartas: una de mi esposa, otra de mi hija, otra de mi hermana Martha, otra de mis padres, y otra más de Emiliano. Sus palabras eran reconfortantes. Las pláticas que El Nano me siguió regalando a través de sus escritos hacían que se me olvidara el encierro por un momento.
Los presos teníamos la manía, en el afán de fugarnos imaginariamente de la prisión, de releer incontables veces cada una de las cartas que nos llegaban. Yo me pasaba tardes y noches completas releyendo. Las cartas del Nano eran verdaderas joyas literarias que aun las conservo; con una excepcional imaginación, me contaba los aconteceres del pueblo y los chismes más picosos.
Gracias a la pluma del Nano –durante mi ausencia del pueblo- supe del acontecer político local, supe de los titulares de los periódicos locales, me entere de los nuevos amoríos del párroco, supe de algunos pleitos de cantina, y por supuesto, también supe detalladamente lo que se decía de mí en el reducido gremio periodístico de La Piedad, en donde hasta aquellos a los que alguna vez les tendí la mano, me la mordieron.
A mi salida de la prisión, me volví a encontrar con El Nano. Se queda corto lo que pueda escribir sobre la emoción que los dos sentimos al volvernos a ver. Lloramos. Su llanto lo sentí sincero. Me besó en la frente, como si hubiera regresado el hijo prodigo. Me regaló una estampa del Señor de La Piedad y quedamos de vernos para seguir platicando.
Después vino mi destierro. Lo volví a visitar en su puesto de birria siete años después, creo que a finales del 2018. Fue una visita a la carrera, por razones de seguridad. Le entregué algunos de mis libros y el me entregó su bendición. En la celeridad de la visita nos dimos tiempo para reírnos a carcajadas de la vida. Otra vez se negó a darme la receta de la salsa.
Quedamos de volver a vernos en cuanto se pudiera dar mi regreso seguro a La Piedad. Eso ya no fue posible. Ayer me enteré por un post publicado en el Facebook por mis amigos Roberto Arellano y Lorena Arellano, que El Nano había muerto. Fue una sacudida de tripas que me quitó las ganas de escribir.
Hoy, en honor al recuerdo de mi amigo, simplemente no escribiré. Que sea mi silencio el mejor homenaje a mi Amigo Emiliano. Vuela querido amigo. Te abrazo con el corazón.
*Jesús Lemus Barajas ha ejercido el periodismo durante 20 años. Su libro más reciente es El licenciado, García Luna, Calderón y el narco.
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