Por Fernando Paz
RegeneraciónMx.- “Y cuando se levantó de la oración y vino a sus discípulos, los halló durmiendo de tristeza; y les dijo: ¿Por qué duermen? Levántense y oren para que no entren en tentación. Y mientras Él aún hablaba, llegó una turba; el que se llamaba Judas, uno de los doce, iba delante de ellos; y se acercó a Jesús para besarle. Entonces Jesús le dijo: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?”.
Si bien la de Judas es la traición más conocida en el mundo, algunos teólogos y estudiosos de la biblia discuten hoy si fue traidor per se o si la Divinidad lo hizo nacer como “vaso de deshonra” para cuando llegara su momento. Por su trágico final, es claro que el de Queriot no supo el porqué.
La historia toda ha sido invadida por estos personajes que parecen poseer un aura oscura, una sombra siniestra, la ausencia total de principios y de luz. Las tinieblas también otorgan inmortalidad, aunque el precio es mayor, y eso, a veces es más tentador. He aquí Marco Junio Bruto y su traición a Julio César; Efialtes de Tesalia, quien hizo lo suyo a Leónidas de Esparta en el Paso de Termópilas; y Caín, quien asesinó a Abel en lo que iba a ser nuestro paraíso y que hoy está más que perdido.
El caso de México no necesita meticulosos estudios, sesudos análisis, y ni siquiera años de alta academia para conocer el porqué de sus traidores. Estos son tan ordinarios cual viles mercenarios del poder, ya sea público y no tan público; como es el caso del Obispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, miembro de la Regencia del Imperio Mexicano (sí, el imperio ese que muchos desearían que volviera en manos de quien fuera, pero eso sí, europeo, blanquito y barbado de preferencia) junto a Juan Nepomuceno Almonte Ramírez —hijo, como sabemos, de José María Morelos y Pavón; así que, tranquilos, esto no va de genética— y José Mariano Salas Barbosa, un politiquillo conservador afín a Iturbide, a Santa Anna, a Miguel Miramón, a Maximiliano de Habsburgo y además, a todo lo que oliera a metálico.
Y ya que se mencionan, que desfilen: Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu, autonombrado Emperador de México, el vendepatrias Antonio López de Santa Anna Pérez de Lebrón, Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo y el autoanexado a esa lucha de conservadores contra liberales durante el Segundo Imperio Mexicano más por su fe católica que por gusto, José Tomás de la Luz Mejía Camacho, de quien dicen que fue el único que miró de frente a sus ejecutores en el Cerro de Las Campanas.
El tiempo pasa, pero la traición nunca. Cien años después, hacen su entrée sur scène los traidores a lo mejor de nuestro país, su juventud, los asesinos Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez. La lista de lo nefasto sigue con el raterazo (bueno, eventualmente lo son todos los políticos priistas, ya se sabe) José López Portillo, el buenísimo para consentir a sus hijitos con cargo al erario, Miguel de la Madrid Hurtado, el enano moral Carlos Salinas de Gortari, que no privatizó a su abuela porque seguramente no pudo hacer que cotizara en la Bolsa, el matalascallando Ernesto Zedillo Ponce de León, artífice del mayor saqueo al erario hasta entonces; todos ellos, como bien lo sabe el pueblo, traidores a la patria de facto.
Con Zedillo termina el priismo y surge el PRIANISMO, ese ente endógeno deforme, que suele vestirse muy mal, solo se echa encima tapetes gringos y españoles, huésped de parasitarios narcopresidentes, de analfabetas funcionales y de sanguijuelas aficionadas al presupuesto. En esta última categoría están Claudio X. González y su protegida María Amparo Casar —única persona en el mundo con pensión de viudez extendida hasta después del Apocalipsis, cortesía de Pemex—, decenas de “intelectuales” y actores venidos a menos, comediantes que solo ríen si tienen un fideicomiso, comunicadores deseosos de abandonar la sobriedad de esa droga dura llamada chayo y hasta médicos deshonestos envidiando al epidemiólogo que dejó su propia persona para liderar la atención de millones durante la pandemia. Todos ellos anhelando volver a tiempos en los que vivían “en el acierto” de estar en el presupuesto.
Bien saben ustedes quiénes son, señores prianistas declarados y “apartidistas”, son la vergüenza del país, por eso su escape de la realidad a través del odio, solo éste les permite hacer una especie de catarsis pervertida y difusa, que borra la palabra traidor que surge del espejo y se coloca justo en su frente.
Han traicionado al país y se han traicionado a sí mismos y fue, como el de hace dos mil años, por su codicia. Si bien Judas no supo por qué, terminó aceptando su papel de vaso de deshonra y actuó en consecuencia. Él, dado su arrepentimiento, devolvió las treinta monedas de plata y tomó una salida poco elegante; ustedes den gracias: la Divinidad, en su infinita misericordia, les ha concedido la ventaja de nacer con un cinismo monumental.