La temporada del Día de Muertos es una explosión de colorido y culto a algo tan abstracto como la muerte, pero en clave de total festividad. Así se vive en el mercado de Jamaica.
Por Miguel Martín Felipe
RegeneraciónMx, 23 de octubre de 2022.- La temporada del Día de Muertos es una explosión de colorido y culto a algo tan abstracto como la muerte, pero en clave de total festividad. En el mercado de Jamaica, ubicado en el corazón de la antigua México Tenochtitlan, aquella mítica ciudad en la que el rostro de la muerte era un símbolo de gran presencia, se pueden palpar todos los olores, sabores y colores que mantienen viva esta tradición.
Son las 19:30 horas en un 22 de octubre particularmente frío. El carro ha quedado resguardado en el estacionamiento, sobre el cual se deslizan sibilantes los poderosos trenes del sempiterno Metro de la Ciudad de México.
Esta noche nos encontramos mi esposa, mi hijo y yo en la avenida Congreso de la Unión, esquina con Avenida Morelos. En una noche de mediados de año o primavera, este paraje nos expondría, por lo menos a ser abordados por algún marginal habitante de la noche plutoniana pidiéndonos dinero, repito, por lo menos.
Pero esta noche, las cosas son distintas. Ya desde nuestros primeros pasos fuera del auto, escuchamos uno de esos famosos “intro mix” que da cuenta de lo que se ha de escuchar en un disco recopilatorio con canciones temáticas de la época, aunque muchas de ellas son más de la temática del siempre acechante Halloween. Junto a ese puesto, se levantan vapores magnificados por la luz blanca, vapores que provienen de ollas con atole, para consumir con tamales o buñuelos.
Estas delicias son el comité de bienvenida, para el mundo al que se está a punto de entrar.
Alrededor del mercado de Jamaica, que ha sido llamado “el mercado que nunca duerme” debido a la venta de flores 24/7 que se lleva a cabo en él, se establece una colorida romería. A esta latencia ininterrumpida se agrega, desde la última semana de octubre, el mercado de temporada de Día de Muertos, con puestos que rodean las naves principales del mercado.
Entonces, los alrededores del mercado brotan a la vida por esta temporada, y no dejan de emitir sonidos, olores y sabores, que no sólo cumplen la función de ser reclamos publicitarios, sino que constituyen en sí mismos parte importante de la celebración.
Comenzamos por el interior del mercado. Los tradicionales locales de comida funcionan como si fuera un domingo por la mañana, y están repletos de comensales que le añaden a la experiencia una copiosa ingesta de huaraches, tacos (en tortilla grande, por supuesto), pambazos y quesadillas.
Nosotros nos conformamos con un huarache de costilla y un agua de maracuyá.
Al proseguir por los pasillos interiores, adornos coloridos de papel crepé, así como abundante papel picado, cuelgan a lo largo de todo el corredor que mide, según la herramienta de regla de Google Earth, 150 metros. Canastas de dulces tradicionales, calaveras de azúcar, chocolate y amaranto. El pregón de todos los vendedores compone un coro que sólo se asemeja a cómo debe haber sonado la Torre de Babel y, sin embargo, no deja de ser armonioso.
En uno de los puestos de dulces típicos, de los cuales, he de confesar que muchos de ellos me parecen muy empalagosos, me decido por tejocotes en almíbar. Con 20 pesos es suficiente para obtener una cantidad, que podemos ir degustando sobre la marcha.
En la parte de afuera, donde se han establecido los puestos, este año se nota más discreta la sección en la que se venden disfraces para Halloween. Más allá de la sana coexistencia de esta festividad gringa y la nuestra, que los más conciliadores han preconizado, la tradición mexicana, pareciera que encontró en el marketing el secreto de la subsistencia, puesto que las tímidas iniciativas públicas no fueron tan efectivas como la visión comercial de los hípsters, quienes encontraron, sobre todo en la imagen de La Catrina, una interesante veta por explotar, y que como consecuencia, nos pone ante el momento más mediático y esplendoroso del otrora culto a Mictlantecuhtli.
El tránsito por el pasillo es accidentado y de precisión milimétrica, porque evidentemente no somos los únicos que sabemos los códigos festivos en que se comunica la ciudad, por lo que familias enteras forman corrientes humanas que discurren plácidamente por los pasillos.
Las calaveras, que son el símbolo de la festividad y una alegoría de la muerte, brotan de todos lados. Observamos desde esqueletos completos representados en cartón piedra, literalmente de cualquier tamaño, hasta curiosas figuras de barro pintado, que representan profesiones; así, podemos encontrar ingenieros, periodistas, enfermeras, secretarias y hasta caballeros águila y jaguar, todos con accesorios y atavíos distintivos que cubren una osamenta de elegante garbo, coronada por un rostro de ojos vacíos, que, sin embargo, sonríe.
En varios puestos hay montoncitos de incienso y copal junto a pequeños anafres, donde estas mismas sustancias arden expidiendo ese humo tan característico, tan otoñal y tan evocador. No por nada está pensado para atraer del mundo etéreo a nuestros “muertitos”, tan llorados y tan cariñosamente esperados.
Y después de comprar el respectivo papel picado para la ofrenda, así como montones de flores que dificultan un poco nuestro andar entre el tumulto, nos dirigimos al estacionamiento para dejar atrás uno de tantos lugares, que en esta ciudad se dedican a dejarse la vida en celebrar la muerte.
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