Laicismo y Ética

 Por Alfredo López Austin*

Las relaciones sociales generan pautas de pensamiento y conducta relativas a su propia armonía, las cuales, a su vez, dan origen a procesos de generalización y abstracción, a cuerpos de normatividad y a instituciones.

 
1. EL ESTADO MODERNO.
El estado moderno es una etapa evolutiva en la larguísima historia de la organización humana. Lo aglutina un sentimiento permanente de pertenencia que emana de una enorme multitud de seres humanos acogidos a la regularidad de las innumerables formas de sus relaciones sociales. Es un complejísimo sistema integrado por dichas relaciones, mismas que hacen posible la subsistencia del hombre. 
 
Lo quiera o no, el hombre es un ser colectivo, incapaz de prescindir de su índole social. Fue colectivo por instinto desde el principio de la especie, y lo es cada vez más en la tupida red de su cultura. En el territorio que ocupa cada estado, la historia reúne sociedades heterogéneas y origina en él nuevas diversidades. Son estas sociedades heterogéneas las que forman, día a día, el entramado de relaciones que da vida al gran complejo. Por ellas, en su heterogeneidad, el estado es estado, el sentimiento de pertenencia aglutina y el actuar cotidiano convierte pautas en instituciones generales. 
 
La omnipresente heterogeneidad social es un enorme reto para la conformación de los estados modernos. Éstos son, sin duda los nichos que hacen posible la existencia de millones de seres humanos; pero arrastran en su relativa normalidad las profundas contradicciones que nacen de asimetrías, explotación e injusticias. La normalización de las relaciones sociales y la institucionalización que las cristaliza favorecen en forma desproporcionada los intereses de algunos sectores de la población heterogénea en detrimento de las formas de vida de los restantes. Esto da origen a la lucha permanente nacida de la inequidad. Las diferencias de clase, de etnia, de género, de cultura, de credo, de educación y muchas más son el motivo —o el pretexto— para mantener las asimetrías. 
 
Las historias particulares de las contradicciones modelan muy diversos rostros a los estados modernos.  En la configuración de cada rostro ha estado presente, en mayor o en menor medida, la férrea voluntad humana, y por ella se ha producido la extensa gama que va de los regímenes opresivos a los democráticos.
 
Son los regímenes democráticos los que tienden a impedir la inequidad social; los que luchan por la supresión de los factores que inhiben el desarrollo de los desfavorecidos; los que pretender que cada sector componente de la población heterogénea tenga la posibilidad de prosperar, de manifestarse, de alcanzar el bienestar y de realizar sus anhelos en igualdad de circunstancias y oportunidades.  En suma, estos regímenes democráticos intentan impedir que la preponderancia de un grupo, e incluso la preponderancia de una mayoría, se imponga a la voluntad, intereses, anhelos y proyectos de la población general considerada en en su composición heterogénea. En los regímenes democráticos modernos se propugna que tanto el individuo en su calidad de ente colectivo como la colectividad considerada identidad de individuos alcancen una vida más plena, más digna y más satisfactoria. 
 
Hay dos vías de enfrentar la heterogeneidad producida por la naturaleza o por la historia. Una es el integrismo que pretende borrar las diferencias y reducir a la población entera a una forma canónica —llámese credo común, proyecto único de vida, lengua oficial única, cultura nacional única— para producir una masa uniforme, dúctil ante concepciones, beneficios e intereses denominados comunes. La otra vía es la que reconoce la heterogeneidad como una realidad insoslayable, y construye sistemas operativos para que la diversidad misma sea un factor positivo en la marcha de la sociedad. Así, en vez de reprimir, marginar, confinar o aun tolerar, la segunda vía pugna por la participación digna y en equidad de todos los integrantes de la población en la diaria formación del estado. Lamentablemente la historia universal ofrece muchos más ejemplos de la primera vía que de la segunda. Las pretensiones de reducción a la uniformidad dejan el testimonio de la monstruosidad de sus concepciones, la brutalidad de sus métodos y la ineficacia de sus resultados.
 
Los resultados son nulos. Aun pensando que la segmentación, el aniquilamiento, el destierro masivo o la sumisión pudieran algún día producir una integración perfecta, bastaría un día para que de la lograda ortodoxia brotaran las nuevas herejías. La razón es obvia: la idiosincrasia colectiva del ser humano no se funda en la identidad absoluta de los componentes, sino en la complementariedad de sus diversidades en la vida común. 

2. EL ESTADO LAICO.
Históricamente la lucha más tenaz se ha dado en contra de las pretensiones de una confesión religiosa de imponerse sobre toda la población estatal, independientemente de las diferencias de credo de los afectados. La corriente de pensamiento y acción que lucha contra esta imposición ha recibido el nombre de laicismo. Es necesario distinguir aquí la diferencia existente entre lo anticonfesional y lo aconfesional. El laicismo no es anticonfesional, puesto que no ataca ninguna concepción religiosa. Por el contrario, garantiza la libertad de conciencia y de práctica de los ciudadanos en materia religiosa, amparando los derechos individuales de creer o no creer, de practicar o no practicar un culto y de formar parte o no de colectividades religiosas. En este sentido, el estado laico es aconfesional. Reconoce a las distintas confesiones existentes; pero no privilegia ni ataca a ninguna de ellas. Frente a la pluralidad de confesiones, adopta un trato igualitario y establece las medidas necesarias para que exista el recíproco respeto ciudadano.

3. ÉTICA Y ÉTICAS.
Las relaciones sociales generan pautas de pensamiento y conducta relativas a su propia armonía, las cuales, a su vez, dan origen a procesos de generalización y abstracción, a cuerpos de normatividad y a instituciones. Los preceptos resultantes pueden clasificarse, grosso modo, en morales y jurídicos, con reserva de la segunda categoría aquellos cuyo cumplimiento es legalmente resguardado por la fuerza pública del estado. No me referiré al ámbito de lo  jurídico. Aquí me referiré sucintamente a la normatividad moral, que en sus máximos niveles de abstracción y reflexión desemboca en el campo de la ética. 
 
Hay una diferencia considerable entre las éticas religiosas y las de carácter laico. Su distinción no radica necesariamente en el contenido normativo, pues con mucha frecuencia las normas religiosas y las laicas son coincidentes. Radica en su fundamentación, en su origen, en su amplitud vinculante, en su competencia, en la naturaleza de las consecuencias de su obediencia o transgresión, etcétera. Doy un ejemplo en cuanto a la amplitud de los vínculos de la relación. En la ética religiosa, aunque el vínculo se establezca entre miembros de la sociedad, incluye también una entidad sobrenatural. Así, en el pecado, el posible daño causado a un semejante queda en segundo plano frente a la ofensa que la misma acción afecta a la divinidad. En cambio, en la ética laica el vínculo es de naturaleza exclusivamente humana, aunque se ejerza en radios de muy distintas dimensiones: del individuo a la pareja, de ésta a la familia, o a grupo, o a la nación o a la humanidad entera; pero la liga siempre es estrictamente humana.
 
En  los estados laicos pueden coexistir las éticas religiosas y las laicas. Su diferencia, marcada por las competencias, permite a todo individuo cumplir con su normatividad moral si distingue la naturaleza de los ámbitos de ejercicio. Así, el seguimiento de cualquier ética religiosa quedará circunscrito a quienes la acepten como parte de su propio credo y no afectará a los ajenos.

4. LA ÉTICA LAICA.
Hoy, que luchamos por la reconstrucción del carácter del ciudadano por medio del impulso a la ética laica, es conveniente señalar algunas de sus características. 
 
La ética laica concibe la moral como un producto histórico. La moral es, así, dinámica y mutable. Los principios éticos no son cristalizaciones eternas, sino adaptaciones del ser humano a su propio devenir. Esto es hoy más válido que nunca, cuando vivimos transformaciones radicales y vertiginosas. 
 
La ética laica es un producto humano porque el hombre es el ser capaz de transformar su mundo con el esfuerzo del empeño, el poder la razón, la cohesión de la comunicación y la responsabilidad de velar por ésta y por las futuras generaciones. 
 
La ética laica finca al ser humano en este mundo. Es del hombre, construida por el hombre y para el hombre, en una dimensión humana que se prologa por siglos. Su fin es práctico, directo, consecuente, y debe pugnar por una eficacia de pronto, mediano y largo plazo. 
 
Si la moral laica atañe a la intimidad del individuo, es solamente en cuanto esta intimidad determina acciones de repercusión social y en cuanto es formadora de conciencia y de un carácter responsable. 
La ética laica es aceptada por el libre arbitrio individual y su adhesión es motivada por la confluencia de la razón y el sentimiento del individuo. 
 
La ética laica no sólo se refiere al cumplimiento de obligaciones, sino a la adquisición de derechos; instaura el círculo de las reciprocidades, el de la colaboración cohesiva.
 
La ética laica, por último, está apoyada en la ciencia y la filosofía.

5. MÉXICO HOY.
México es un mosaico de culturas, de creencias, de proyectos. A lo largo de los siglos ha padecido inequidades y explotaciones. Se ha pretendido reducir a su heterogénea población a ideologías canónicas que se autojustifican en la falsa visión de un credo común. Pero en materia religiosa, México también es un mosaico, más allá de la falacia de censos que sólo se fundan en la autoadscripción a una etiqueta, no a la naturaleza de las creencias.
 
Por ello el México democrático tiene fuerte vocación de estado laico, y a lo largo de su historia ha luchado por la supresión de desigualdades que en buena parte se sostienen en la pretensión impositiva. 
 
Hoy se pretende olvidar la historia y el sacrificio de nuestros antepasados, y el gobierno desconoce la vocación laica del estado. Así, el gobierno se ha convertido en el brazo ejecutor de una confesión en la que la jerarquía ya es consciente de su incapacidad de convencimiento sobre sus propios fieles, y recurre a los tres poderes gubernamentales para suplir su débil control por medio de la fe.
 
Evitemos el retroceso histórico. Reconstruyamos la moral pública. Forjemos ciudadanos —forjémonos como ciudadanos— en la fragua de la razón, la pasión, la libre decisión, la moral y el conocimiento científico y filosófico.

* Participación en el Foro "Fundamentos para una República Amorosa" en Puebla, Puebla, México; 16 de enero del 2012

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