La violencia diaria en la que nadie cree

Las marchas que se organizaron en múltiples ciudades del país el pasado 24 de abril tenían por objeto condenar la violencia machista que padecen las mujeres.

 

Lanzan campaña para actuar contra la violencia sexual NoTeCalles

 

Por Estefanía Vela en Nexos.

 

Regeneración, 3 de junio de 2016.- La violencia es algo que, de inicio, todo mundo condena. Y, sin embargo, es imposible tener discusiones sobre la violencia en contra de las mujeres sin que alguien objete a ella. Ocurre algo similar a lo que se ha visto con Ayotzinapa: si bien se supone que las vidas de las personas son preciadas, los peros después del trágico suceso no faltaron. “Sí, los desaparecieron, pero, ¿qué hacían con los camiones en primer lugar?”; “sí, es la peor pesadilla de cualquier padre, pero, ¿por qué si tanto los querían no los cuidaron lo suficiente e impidieron que esto sucediera?”; “sí, qué doloroso, pero, ¿por qué tienen que manifestarse así y vandalizar?”.

Las marchas que se organizaron en múltiples ciudades del país el pasado 24 de abril tenían por objeto condenar las violencias machistas que padecen las mujeres. Las violencias, en otras palabras, que les impiden transitar en paz (como el acoso callejero), trabajar en paz (como el acoso laboral), estudiar en paz (como el acoso escolar), vivir en paz. Vaya: la violencia que les impide vivir. Se supone que ese es un objetivo que cualquier persona comprometida con la no violencia puede apoyar. Y, sin embargo, la marcha más concurrida fue la de la Ciudad de México, en la que se estima que asistieron entre seis mil y 10 mil personas. Una nada si se compara no sólo con el número de mujeres que se calcula son víctimas de esta violencia (para los números concretos, véanse los artículos de Castro y Frías en este número), sino con quienes en teoría la condenan. La pregunta es inevitable: ¿por qué existe esta disparidad entre el repudio a la violencia en abstracto y su aceptación en lo concreto?

A las denuncias de la violencia en contra de las mujeres se les esgrimen cuatro objeciones típicas que impiden que se le condene una vez que se materializa. Por lo general, se considera que: 1) La violencia que se denuncia… no pasó. 2) O si bien se admite que pasó, se considera que el hecho no puede ser calificado de “violencia”. 3) O si bien se estima que fue violencia, se considera de cualquier forma responsabilidad de la víctima. (O, claro, que no es tan grave.) 4) O bien: que sí, es violencia y es grave, pero hay otras igual o más importantes. A cada una de estas objeciones la acompañan estereotipos y tropos comunes que hacen que la condena a la violencia sea virtualmente imposible. ¿Cómo, después de todo, condenar lo que no existe, o no es tan grave, o fue fácilmente prevenible de no ser por la irresponsabilidad de quien se llama víctima? Pero valga analizar cada objeción a detalle.

 

La violencia inventada

La primera objeción rara vez falta en las discusiones sobre la violencia en contra de las mujeres, especialmente las que se suscitan a partir de un caso concreto. Ante la denuncia, las voces críticas rápidamente se hacen escuchar: ¿cómo saber que lo que se dice que pasó, pasó? ¿Cómo saber que la víctima no miente? De los casos que se discutieron en meses recientes, el de la periodista Andrea Noel es ejemplo del grado al que se llega a dudar de la veracidad de los hechos: hubo quienes, confrontados con el video en el que un hombre le bajaba los calzones a Noel en la calle, avanzaron la hipótesis de que todo tenía que ser actuado.

El caso de Noel, hay que decirlo, es excepcional por la evidencia con la que se contaba. Mucha de la violencia que viven las mujeres ocurre ahí donde la mirada pública no llega. Ahí donde no hay cámaras. Ahí donde no hay testigos. Ahí donde sólo están con los hombres que habitan sus vidas —sus padres, sus tíos, sus parejas, sus jefes, sus profesores, sus amigos— y todo ocurre tras puertas cerradas. Mucha de la violencia que viven las mujeres, además, no deja rastros físicos. Como caso emblemático está el del comediante Bill Cosby, quien por décadas drogó y violó a decenas de mujeres que, confiando en él, aceptaban ir a su camerino, a su oficina o a su cuarto de hotel. Al día siguiente despertaban sin la más mínima recolección de lo que había sucedido y sin un solo rastro de la violación de la que habían sido objeto (¿qué fuerza hay que infligirle a un cuerpo inánime?). Sólo se encontraban desnudas, en la cama, con un hombre que les sonreía (un hombre que, hasta la fecha, sigue sin considerar que hizo nada malo). ¿Quién les iba a creer que, si es que algo ocurrió, no fue consentido? Los testimonios de 15 mujeres que formaron parte de una demanda civil en contra del actor en 2005 fueron insuficientes para que el público lo condenara. Las descalificaciones a las acusaciones abundaban: eran “disparates” de mujeres “ávidas de fama y dinero”. Tuvieron que pasar otros 10 años para que el día del reproche llegara. Reproche que, intuyo, tiene que ver más con la admisión de Cosby de que drogaba a las mujeres, que con las 55 víctimas que terminaron por sumarse a la denuncia social en su contra.

¿Qué evidencia necesitamos para entender que esta violencia ocurre? ¿Cuántos testimonios son necesarios? ¿Miles? (Si sí, pueden revisar el hashtag #MiPrimerAcoso, que a unos días de su lanzamiento acumuló más de 100 mil tuits.) ¿Estos testimonios tienen que estar avalados por la academia y presentarse como parte de un estudio científico? (Si esto es lo que necesitan, en este número de nexos pueden leerlos.) ¿Tienen que estar legitimados por el sistema judicial? ¿Ese es el estándar probatorio para decir que se trata de un problema social que amerita nuestra atención? ¿En serio? ¿Con el sistema judicial que tenemos?

(¿Que puede haber denuncias falsas de violencia en contra de las mujeres? Por supuesto, como puede ocurrir con todos los delitos. Por algo la presunción de inocencia rige para todos los tipos de imputaciones. Valga, sin embargo, la pregunta: ¿Cuándo han sido las denuncias falsas de robo suficientes para descalificar el fenómeno del robo? ¿Cuándo se han utilizado las denuncias falsas de secuestro u homicidio para dejar de tener conversaciones sobre esos problemas sociales? ¿Por qué tratándose de la violencia en contra de las mujeres son páginas y páginas y horas las que se tienen que dedicar a poner en perspectiva lo de las denuncias falsas?)

 

La violencia que no es tal

La segunda objeción a la violencia en contra de las mujeres es, por desgracia, común también, particularmente tratándose de los “delitos sexuales”: si se concede que un hecho existe, no se acepta su calificación como “violencia”. A quienes describen un hecho como acoso se les replica que se trata de un “cumplido”. A quienes denuncian un hecho como “violación” se les contesta que se trató de un “acostón” (malo, quizá, pero consensual). Es sexo, se dice, no violencia. Es seducción, se afirma, no violencia. Las mujeres sólo ven mala fe donde no la hay. Ven depredadores donde sólo hay hombres buenos —torpes, quizá, bruscos, quizá— tratando de entablar una relación.

Cuando se llega a conceder que a algunas mujeres no les parece este tipo de actos, nunca falta quien lleve al absurdo lo que pasaría si se consideraran todos los actos similares como violencia. Si las interpelaciones en la calle de las cuales las mujeres se quejan son acoso, ¿no vamos a llegar a un mundo en el que ya nadie va a poder decir nada? ¿No será imposible entablar nuevas “amistades” y “relaciones” por el miedo a violentar? ¿No será el fin de la seducción? Si tener sexo con alguien que está bajo los efectos del alcohol es violación, ¿no será el fin de las fiestas y de la vida sexual de muchas personas? Si resulta que sólo el consentimiento explícito cuenta como consentimiento (“sólo sí es sí”), ¿no resultará necesario llevar un notario a la cama para que cerciore que el sexo se está teniendo voluntariamente? ¿No será el fin del romance?

No me sorprende la ansiedad que generan las denuncias de este tipo de violencia, porque llevan a modificar muchas de las conductas que han sido consideradas no sólo no violentas, sino hasta buenas. Sí: mucho de lo que hoy pasa por “seducción” es agresivo. Sí: mucho de lo que hoy pasa por “sexo” es violento (por no decir negligente, egoísta e inconsiderado). Sí: mucho de lo que hoy es visto como “romántico” es violencia. Sí: de hacerles caso a lo que miles de mujeres denuncian, habría que repensar mucho de lo que asociamos con el sexo y el amor. La pregunta es: ¿Por qué no hacerlo? ¿Y por qué creemos que es o eso o nada? ¿Por qué la disyuntiva es acoso o silencio, violación o abstinencia? ¿Acaso nuestra creatividad sexual y afectiva no da para más? ¿Ésas son las únicas dos opciones que somos capaces de idear para entablar relaciones?

 

La violencia merecida

Está, luego, el tercer tipo de objeción: si se concede que algo es violencia, el foco, de cualquier manera, recae sobre la víctima y lo que hizo para provocarla. ¿Cómo no iba a creer el hombre que ella quería tener sexo con él si coqueteó con él, si cenó con él, si se besó con él? ¿Por qué lo confundió así? ¿Cómo no la iban a abordar esos hombres en la calle si iba vestida para provocar? ¡Pedirles que se abstuvieran sería demasiado!

Cuando la violencia que se denuncia no se trata de un solo suceso —un acoso, una violación— sino de actos reiterados, como la que ocurre en una relación de pareja o laboral, nunca falta quien se pregunte por qué la mujer no terminó la relación. ¿Por qué no se fue al primer golpe? ¿Por qué no se fue a la primera insinuación? ¿Por qué siguió ahí? Partiendo de que era posible que la mujer le pusiera un fin al círculo de violencia, se interpreta su permanencia como consentimiento, si bien masoquista. Será violencia, se concede, pero es merecida.

Esta manera de entender la violencia —como la responsabilidad absoluta de la víctima— termina por informar las soluciones que se proponen para hacerle frente. Para la violencia sexual que ocurre en las fiestas nunca falta quien proponga la abstinencia etílica (por parte de las mujeres) como solución. Al acoso callejero, se mandata el recato en la vestimenta. A la violencia doméstica, una alta autoestima para remediar esa tendencia masoquista. A los homicidios en las calles, el toque de queda. La solución es que las mujeres, y no el mundo, cambien.

En este punto es en el que no deja de ser útil entender a la violencia de género en contra de las mujeres de manera similar a las muchas otras violencias que están carcomiendo al país. En las ciudades asediadas por la violencia del crimen organizado, por ejemplo, he notado que existe, en un inicio, un impulso hacia la autopreservación que lleva a las personas a dejar de viajar, a dejar de salir. Se deja de levantar la voz y, con el pánico, se le apuesta a la invisibilidad para sobrevivir. Tarde que temprano, sin embargo, se reconoce que esto es injusto. Que la solución a la violencia no es dejar de vivir. Y que la violencia, a esos niveles, de esa manera, así de sistemática, no depende de lo que una persona, en tanto víctima individual, haga o no. Que si el solo hecho de salir de la casa expone a una persona a la violencia, algo está mal con el sistema. Ocurre lo mismo con la violencia en contra de las mujeres. Es un fenómeno que depende de factores sociales: de cómo la familia está estructurada, de cómo funciona el mercado, de cómo las calles están diseñadas, de cómo las instituciones responden, de cómo el mundo, en otras palabras, opera.

 

La violencia egoísta

Lo que me lleva a la última serie de objeciones: si bien se puede conceder que existe la violencia en contra de las mujeres, nunca falta quien reclame por qué se le da un trato así de “especial” a las mujeres. ¡Si no son las únicas víctimas! ¡Los hombres también sufren violencia! Y, además, ¡si no sólo son víctimas, también son victimarias!

Primero: hablar de la violencia que sufre un grupo no significa que otras violencias, que no están siendo abordadas, no son importantes. Hablar de la violencia que viven los niños y niñas, después de todo, no implica validar la que sufren las personas adultas. ¿Por qué tratándose de las mujeres se siente esta necesidad de contraponerlas con los hombres?

Segundo: los hombres, en efecto, son víctimas de violencia. Y me atrevo a afirmar que constantemente se habla de la violencia que más les aflige. ¿Sobre quién creen que recae mucho del peso de la guerra contra las drogas? ¿De quién creen que están llenas las cárceles? El asunto es que no se articula como “violencia en contra de los hombres”, sino como “violencia”, sin más. Como “injusticia”, sin más. (Sorprende, más bien, cómo no se ve la dimensión de género en estos problemas: ¿en serio no se les hace raro que tantas de sus víctimas sean hombres? ¿No creen que haya algo en la masculinidad que amerite su análisis?) El tema de la violencia en contra de las mujeres se ha tenido que articular como algo “aparte”, precisamente porque mucha de la violencia de la que son víctimas es distinta de la que padecen los hombres y lo que a ellas les pasa en una mayor proporción “no cabe” en las discusiones sobre “la violencia”, tal y como son articuladas en su mayoría. Por eso, precisamente, se habla de “violencia de género en contra de las mujeres”: porque el género es lo que condiciona a quién le pasa, qué tipo de violencia, en qué medida. E, históricamente, la violencia de género que han sufrido las mujeres no ha recibido la misma atención y repudio que mucha de la violencia que viven los hombres.

La historia de los mismos derechos humanos es un ejemplo de ello. En sus orígenes fueron concebidos como protecciones para los hombres (en un sentido literal: los varones) frente al Estado, el monstruo del cual había que protegerse. Pocos derechos representan tan bien esta idea como el consagrado en el artículo 16 de la Constitución mexicana: “Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones”. Un derecho maravilloso, hasta que los estudios sobre la violencia de género que viven las mujeres revela su insuficiencia: es la familia y el domicilio el espacio en donde se sufre gran parte de la violencia. Son los hombres comunes y corrientes, y no sólo los hombres que actúan en representación del Estado, los que perpetúan mucha de la violencia. El problema es similar —se trata de violencia—, pero distinto —es de género—. De ahí que amerite su propio análisis y su propio espacio. La pregunta es: ¿Se lo concederemos? ¿O seguiremos con nuestros peros?

 

Estefanía Vela

Profesora asociada y responsable del Área de Derechos Sexuales y Reproductivos del CIDE.