Ladydi, la novela de Jennifer Clement, por Elena Poniatowska

Por Elena Poniatowska | La Jornada 

24 de agosto, 2014.-¿Qué le sucede a una muchacha rubia y pensante cuyos padres se preocupan por los derechos humanos? Richard Sibley y su mujer Kathleen Clement, pintora, amigos de los Kennedy, se enteraron del asesinato de John F. Kennedy en una playa de Acapulco. Uno de los primeros recuerdos de la niña Jennifer Clement es la de un joven que corre hacia ellos sobre la arena para darles la noticia: ¡Mataron a su presidente! ¡Mataron a su presidente! ¡Mataron a su presidente! Richard Sibley, su padre, había trabajado con Kennedy en derechos civiles para los negros y en México había sido de los primeros en recibir a John y a Jackie Kennedy. Al enterarse, fueron a sentarse dentro de su automóvil para prender el radio y confirmar la noticia del asesinato en Dallas, Texas, y Jennifer, entonces, los vio llorar por primera vez. Esto sucedió el 22 de noviembre de 1963.

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Su tatarabuelo inglés vino a México en 1813 y fue el médico de Pancho Villa. Aparece en la famosa fotografía en que Emiliano Zapata no quiso sentarse en la silla presidencial, pero Villa, sí. Por tanto, Jennifer, así como la ven de güerita y de gringuita, tiene lazos con México desde hace más de 100 años.

Seguramente estos antecedentes hicieron que Jennifer fuera presidenta del PEN Club de México y se preocupara por los intelectuales presos y los disidentes de América Latina y de Europa.

Entre otras memorias, además de los largos viajes por la carretera vieja a Acapulco, (el agua de coco, Tierra Colorada, Chilpancingo, los innumerables changarros y talacherías en las que se apilaban los automóviles chocados o descompuestos, el ya huele a mar de los niños mareados por el calor y las curvas del Cañón del Zopilote) Jennifer recuerda bien la muerte de Howard Hugues, el empresario aviador billionario multitrilloneta que dejó de volar para siempre en el hotel Princess en Acapulco. Desde niña, Jennifer se sintió acapulqueña y desde niña le fascinó el estado de Guerrero, el más bravo de nuestro país junto al de Morelos. Antes, la llamada autopista del Sol avanzaba en medio de la miseria de chozas de cartón y lámina; hoy abre camino a los cuernos de chivo, las camionetas blindadas y los capos del narco.

Nacida en Estados Unidos, ha vivido siempre entre los dos países; se educó entre nosotros en el colegio británico Edron. Fiel a sus vacaciones acapulqueñas, mantuvo su contacto con los pueblos de Guerrero, Barranca Pobre, Barranca Dulce (donde se habla tlapaneco) Paraíso y Kilómetro 30, sobre la vieja carretera a Acapulco. Chilpancingo, Tierra Colorada y la mágica Iguala de la novela Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro.

Nunca imaginó Jennifer Clement que años más tarde, en un Guerrero tomado por los narcotraficantes, se enteraría de la vida de niñas cuyas madres tiene que cavar un hoyo en la tierra para esconderlas. Ni pensó jamás que esas mismas madres maldecirían tener una hija bonita y la raparían, tallarían su cara para afearla y la vestirían como hombre para no despertar la codicia de criminales que se avientan sobre las chavitas. Además del narcotráfico, el negocio de la trata de blancas en Guerrero es un negocio más que multimillonario.

En Guerrero, para cualquier chavita del pueblo de Laguna Dulce, el sonido del helicóptero es una pésima señal, porque puede ser el de su muerte en vida.

Gran parte de la heroína que viaja a Estados Unidos sale de Guerrero, e incluso se procesa en grandes laboratorios guerrerenses. Los narcotraficantes se dedican además a la extorsión, a todo tipo de lavado de dinero, al tráfico de personas y al de armas.

Aunque Jennifer aclara a cada momento que no es una experta en la tragedia humana que nos relata, sino poeta y novelista, puede afirmar con conocimiento de causa que los tahúres mexicanos le quitaron el negocio de la droga a los colombianos y que Escobar es un niño de pecho al lado de cualquier capo mexicano. Muy pronto, los narcotraficantes de México se dieron cuenta de que su fuerza les permitía dejar de ser intermediarios y se volvieron tan poderosos que desbancaron a Colombia. Inauguraron la forma mexicana y a lo macho de enamorar, engañar y robarse pollitas tiernas y bonitas y llevárselas a vender a Estados Unidos.

Es muy grande el tráfico de mujeres en el mundo, pero el de México a Estados Unidos es tan obsceno como nuestra corrupción. Algunas muchachitas son indígenas que jamás han salido de su tierra y por tanto nunca han pasado por el español, sólo hablan náhuatl y van del náhuatl al inglés, así como van de la primera pubertad a la prostitución.

Para escribir Ladydi, primero en inglés con el título de Prayers for the Stolen, Jennifer se documentó en varios pueblos de Guerrero y entrevistó a jovencitas y a madres temerosas y aprehensivas. Luego recogió testimonios en la cárcel de Santa Marta Acatitla entre las presas del delito común. Le impactó ver que la cárcel de mujeres recibe pocas visitas de hombres (aunque muchas están presas por declararse culpables y salvar a su papá, su amante o su hijo) y, en cambio, la fila para ver a los internos en la cárcel de hombres (tanto entre semana para la visita conyugal como los domingos) es interminable y da vuelta a la cuadra.

Son los hombres quienes llevan a las jóvenes a la prostitución, a la venta de droga, a la pérdida de la vida. Víctimas de sátrapas que muy pronto las abandonan también son víctimas de una sociedad que las borra de su agenda. Ellas mismas se olvidan, es fácil que abandonen la poca fe que tienen en sí mismas, se hagan a un lado y dejen de creer en su vida. Habría que recordar a Jesusa Palancares, quien se convenció de que era basura, basura al que el perro le echa una miada y sigue adelante.

La voz de Ladydi es muchas voces, las de mujeres que viven en comunidades a las que no les llega beneficio alguno salvo el martilleo de la televisión para jodidos, como planteó Emilito Azcárraga. Si alguna vez se presenta un maestro aguanta dos días y jamás regresa. La madre de Ladydi, formidable personaje, es ladrona y bebedora y, sin embargo, está dispuesta a lavar los platos de los 50 estados del país vecino con tal de salvar la vida de su hija. Jennifer se propuso retratar lo divino y lo profano que siempre coexisten, así como la fealdad convive con la belleza. El narcotráfico es violencia y es sexo, pero también en Ladydi hay poesía, aunque resulte difícil aceptar que una banda de criminales sea capaz de encerrar a una chava para que le de servicio a 20 hombres al día. De ahí, a saltar al tráfico de armas y al de órganos no hay más que una ola acapulqueña.

Si a las mexicanas nos va mal, imposible olvidar a las centroamericanas que intentan llegar a Estados Unidos y también caen en redes aterradoras y totalmente impunes. México tiene dos fronteras, la vertical que nos concierne a todos, pero también la horizontal que Jennifer Clement descubrió en la cárcel de mujeres gracias a sus entrevistas con la guatemalteca que responde al nombre de Luna, que también es el de mi nieta Luna. Entre otras noticias, Luna le contó a Jennifer que las mujeres no descienden del tren a orinar, el tren multipublicitado y héroe de películas y documentales llamado La Bestia, porque en ese mismo instante las roban, las trafican y las violan. Sentadas en el techo del vagón, expuestas al sol, a la lluvia y a la pérdida de conciencia por falta de agua, se controlan y finalmente se deshidratan. Orinar es parte esencial de hombres y animales, pero a las mujeres migrantes, los chacales les advierten que allá tú, “tu quisiste venir mijita; si te la vas a jugar, tienes que saber a qué atenerte”.

Ladydi es un libro que atrapa. Imposible soltarlo. Sus frases y sus párrafos cortos lo hacen de fácil lectura. En seis semanas, el libro se vendió a 22 países. En Finlandia, de 5 millones de habitantes, más o menos del tamaño de la colonia Roma, se agotó en dos días. Hoy por hoy, múltiples organizaciones de derechos humanos buscan a Jennifer Clement y el New York Times le dedicó una página entera. Hace apenas tres meses, Jennifer recibió en Nueva York el Sara Curry Humanitarian Award. (En 1890, Sara Curry cuidó y alimentó a más de 200 niños de la calle.) La crítica comparó su libro con la protesta de las estadunidenses que hace un mes gritaron al unísono Give us back our girls, a propósito de las niñas robadas de Nigeria

Si Charles Dickens logró cambiar con su Oliver Twist las leyes que martirizaban a los inglesitos pobres y Jane Eyre, de Charlotte Brontë, hizo que las mujeres de Inglaterra se convirtieran en propietarias de tierras, así como García Márquez puso a América Latina en el escenario del mundo con Cien años de soledad, ojalá Ladydi consiga cambiar la condición de las niñas mexicanas y centroamericanas robadas y traficadas sexualmente.

Aunque no lo crean ustedes, el poder de la literatura es grande. Salman Rushdie, considerado un peligro por el mundo musulmán, vivió gran parte de su vida entre guaruras, pero su libro hizo mucho por su país. Lo mismo le sucedió al filósofo español Fernando Savater. El impacto generado por Ladydi podría resultar fundamental en la vida de las mujeres de nuestro continente, y le deseamos a Jennifer que su novela actúe como un salvavidas, para que las mexicanas más pobres tengan la vida que merecen no sólo en Guerrero, sino en Morelos, en el de Chihuahua con sus asesinadas y en el estado de México, sitios especialmente crueles con las mujeres.