Por Fernando Paz
RegeneraciónMx.- El hombre se baja del camión con esfuerzo, casi tiene que dar un brinco. Es bajito, viste un pantalón de mezclilla muy usado, sucio, y al parecer de una talla mayor; porta una camiseta de cuello redondo roja, aunque los tantos soles de junio la han tornado a rosa pálido en los hombros y espalda. Sonríe y me saluda. Que qué tal estoy. Estoy bien, gracias. ¿Y él? También está bien, aunque un poco amoladón de salud; la diabetes, ya sé. ¿A poco? Sí, para colmo le han quitado el salario base y lo han dejado con la pura comisión. ¿Cómo cree? Sí, que ya sé cómo son los patrones.
Mientras su ayudante desenrolla la manguera y la conecta a la toma del tanque estacionario, él manipula la bomba de gas y checa, con esa memoria corporal que dan los años, las palancas y controles electrónicos. Vuelve a su terapia. Dice su patrón que la culpa es del presidente, que ya sé también (su estribillo “usted saabe…” no cansa porque el dejo “defeño” le pone melodía); que le reclame a él, le ha dicho el dueño de la gasera (y dueño de un conglomerado comercial enorme); que el Peje subió los impuestos y así ya no puede pagar el salario de “su gente”.
René tiene acceso directo al magnate por los muchos años trabajados en la empresa, cuando llega de visita a esta región, al sur de Veracruz, es a él a quien solicita para que “le choferee”; al parecer hay aprecio, pero de ese aprecio conveniente que mantiene la distancia, la diferencia de clase y sobre todo la no confianza para andar mendigando incrementos salariales. Que tiene hasta una cuadra de caballos, que sus nietos practican eso del gorrito negro, el pantalón caqui y las botas a las rodillas, que cómo veo.
Le digo que gente como su patrón no quiere dejar de ganar ni tantito, que el presidente no ha aumentado los impuestos, sino que ahora simplemente sí se los cobran, y que el aumento al salario mínimo es un intento de reducir un poco la enorme desigualdad social y de mejorar la distribución de la riqueza en el país. Le he dicho que ese es solo un pretexto de su jefe para no dejar de ganar a lo que se ha acostumbrado, sin importarle que, en esta etapa de su vida (René debe andar por los 62), precarice aún más su nivel adquisitivo y disminuya su esperanza de una pensión digna. Le pregunto si le dieron una indemnización; que no, que así son los patrones, que ya sé, que para colmo se le jodió una rótula al camión el día anterior y que no trabajó.
Al menos eso lo paga la empresa ¿no? No, que los servicios y reparaciones del camión corren por su cuenta; le comento que eso es injusto; que sí, pero que así son los patrones, que ya sé. El ayudante termina el llenado y le chifla para que corte el suministro. La impresora de la bomba emite el recibo y René le pone un descuento de un peso por litro, es el descuento acostumbrado por la compra frecuente; nunca le he preguntado si ese descuento le afecta en su desempeño, en su comisión pues, esta vez lo hago y me dice que no, que eso es para los clientes de siempre, que si está seguro; que sí, seguro, que no me preocupe, me dice sonriendo.
Nos mintieron durante 40 años con aquello de que, si se aumentaba el salario mínimo de una manera importante, se generaría inflación. Ni siquiera propusieron que se hiciera gradualmente, o que el aumento fuera un poco mayor que el índice inflacionario. No, lo de ellos nunca fue pensar en los menos afortunados, sino en quedar bien con esa oligarquía siempre hambrienta de más ingresos y que los había puesto ahí para eso: para que le sirvieran lo que pidiera del menú, sin molestarla y con el permiso tácito de servirse a su vez dentro de la cocina; total, ella controlaba la opinión pública. Malditos presidentitos-títere.
Le digo a René que me permita, que voy a la oficina por el efectivo, que está bien; oigo, que cuánto quiero por el horno que está en el andén, que si no lo vendo, que quiere vender pollo horneado para independizarse, que ya se cansó de ser empleado. Le digo que, para él a mitad de precio, y que me de un enganche y el resto en parcialidades, que lo va a pensar. Regreso con el pago de la remisión y le doy aparte lo del descuento, que eso es para él.
No lo recibe, dice que eso lo absorbe la empresa, que ya sé; sí, ya sé, pero insisto. Me agradece y me da la mano, esta vez la aprieta más que siempre y su sonrisa intenta disfrazar inútilmente la tristeza de sus ojos. Se sube rápido a su camión de gas y se despide agitando el brazo por fuera de la ventanilla con la sonrisa ocupando todo el espejo lateral. Quiero decirle a René que hay esperanza, que por fin la hay, pero ya no me escucha.