Por: Juan Francisco Escamilla De Luna
Politólogo y socialista
Hace algunos meses, al mismo tiempo que el Sistema de Administración Tributaria (SAT) dio los primeros pasos para saldar la omisión histórica de cobrar impuestos a los grandes capitales, algunos millonarios como Ricardo Salinas Pliego comenzaron a posicionarse en redes sociales regalando dinero para construirse una imagen de benefactores cuyo supuesto esfuerzo les permitió escalar en la “pirámide” de estratos sociales.
Hace algunos días se dio a conocer que el propio Salinas Pliego guarda un adeudo de más de 32 mil millones de pesos (sin considerar siquiera la inflación) como producto de una guerra fiscal que, aliado con gobiernos corruptos, el empresario mantiene con lo público desde hace años.
Ante los cuestionamientos del incumplimiento de sus obligaciones fiscales, la respuesta del magnate de Grupo Elektra fue “no pienso pagar ni un rábano”. Pese a la razonable indignación que esta respuesta produjo en mucha gente, también se generaron respuestas que venían en defensa de Salinas quien, en papel de víctima, estaría supuestamente siendo acosado por el demonio también conocido como SAT.
Aunque me gustaría pensar que Salinas Pliego es un caso único y extravagante de la clase capitalista, lo cierto es que no es extraño que las grandes fortunas tengan como titulares a gente que, sin su armazón simbólico de elegancia, están más cerca de ser sociópatas extractores de rentas públicas en detrimento del bienestar de la población, que de ser emprendedores que construyeron un imperio con su supuesto talento.
Y, sin embargo, estas personas son capaces de generar los apoyos sociales suficientes como para atraer solidaridades surreales que les sirven para evadir impuestos sin mayores consecuencias, e incluso para aspirar a puestos de elección popular.
Esto podemos reclamárselo al desarrollo del proyecto político neoliberal, que impulsó desde el poder público la retórica fetichista del mercado como expresión de libertad y eficacia, para justificar la subordinación del interés público potencialmente deliberado a los intereses privados más inmediatos. No debe sorprender entonces que los dueños de las grandes fortunas casi siempre reconozcan la existencia de la lucha de clases sin mayor empacho, y militen en ella con singular alegría, pues casi siempre han llevado la delantera.
Por esto, tampoco debe extrañarnos que la clase capitalista, con todos los recursos materiales y simbólicos que ha acaparado, haya logrado generar cierto consenso acerca de que ellos y la clase trabajadora se encuentran en situaciones similares; es decir, que los innegables problemas que tiene mucha gente para pagar sus impuestos son una versión a pequeña escala de esa clase social que contrata despachos de ingeniería fiscal para acumular suficiente riqueza como para regalar y posicionarse como benefactores “que vienen desde abajo”.
Francamente estoy bastante seguro de que es más fácil hallar millonarios pidiendo bonificaciones o exenciones a empleadores, terrenos regalados o condonación de servicios de agua, antes que amnistías hipotecarias para pequeñas herencias, condonación de Impuesto al Valor Agregado a profesionistas independientes o a productos de higiene menstrual.
Ante esto, es pertinente que trabajemos para romper esa perniciosa solidaridad contra natura que genera consensos a favor de los intereses de esos ultrarricos. Ojalá, con el tiempo y trabajo político necesario, podamos comenzar a imponer justicia fiscal a las grandes fortunas (sí, imponer, sin pedido de disculpas), al mismo tiempo que incorporamos alternativas fiscales razonables a la clase trabajadora que se ha visto sumamente vulnerada.
Esto es una cuestión casi de supervivencia, pues la falta de capacidades institucionales del Estado que se han venido formando por décadas de ingresos públicos mínimos, hoy en día imponen fronteras de posibilidades de producción muy restrictivas en materia de inversión pública en salud, educación e infraestructura.
Ser el país que menos impuestos recauda en relación con el tamaño de su economía en el marco de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) impone márgenes de maniobra de poca gracia; pero que además de esto, una parte importante de lo poco que se recauda vaya al pago de obligaciones como las múltiples deudas que a lo largo de los años adquirieron gobiernos (federales y locales) que no necesariamente se han visto reflejadas en mejoras a la calidad de vida de la gente, convierte la poca gracia en una carga alucinante que atenta contra las posibilidades de perseguir un mundo más justo e igualitario.
Si queremos convertir al Estado en un instrumento eficaz de combate a los grandes problemas de pobreza y subdesarrollo inducido que tenemos, evidentemente tenemos que arrancarle más de un rábano a los Salinas Pliego del país.
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