Por: Alejandro Rozado
Lejos del lamento, para Enrique González Martínez la soledad es resultado de labrar el huerto propio: cultivo y cosecha de la virtud en tiempos de calamidad. Este notable credo estoico del poeta se expresa al final de “La lección de la montaña” como una máxima revelada por las augustas cumbres: “(…) esfuérzate y conquista / la gloria de estar solo (…)”. Del mismo modo, en el extraordinario soliloquio de una roca montuna, ésta reza:
Señor, yo que no tengo ni musgo florecido
ni un arroyuelo bullidor,
haz que en mis abras forjen las águilas su nido
y hagan su tálamo de amor.
Mas si ha de ser forzoso que me aparte del mundo
y del concierto universal,
hazme símbolo eterno, inmutable y profundo
de la más alta soledad.
El auténtico estoicismo moderno posee certera perspectiva temporal. Enrique González Martínez demostró que, en un lapso menor a una década (de 1911 a 1919), había comprendido cabalmente aquello de que verdaderamente “lo nuestro es pasar”. En “Meditación bajo la luna”, el poeta divaga con generosos tercetos por un jardín en busca de serenidad; la atmósfera nocturna propicia no un lirismo inspirado sino un tremendo choque de sensibilidades:
y me pongo a soñar como solía
cuando era el alma, en la niñez lejana,
más pura, más ingenua y menos mía.
González Martínez proclama que el alma humana, aquello que otorga sentido a la existencia de los individuos y los pueblos, sólo despierta después de los años necios de juventud, plagados de amargura romántica, ilusiones y llanto: “¿Será fuerza llorar lo que he llorado?” A lo que responde con un rotundo “¡…nunca, nunca más!” El poeta discute con su pasado y repudia al verso adolescente de artificial dolencia que emerge automáticamente a la conciencia:
Ya te me vas perdiendo en la cercana
penumbra del jardín: inútilmente
vuelves ahora y tornarás mañana…
¿Qué sabes de las ansias del presente?
¿Qué del afán de entonces, si estuviste
lejos del alma y de la vida ausente?
¡Ni lo que fui ni lo que soy!… No existe
en ti ni rastro de mi ser; me dejas
ni más regocijado ni más triste.
Oigo sin duelo tus vetustas quejas,
te miro huir sin emoción alguna,
y me pongo a pedir cuando te alejas
noble serenidad bajo la luna.
La negación del ímpetu primigenio se convierte de pronto en un elogio de la madurez. Y una nueva voz dice al poeta: “Medita y crea”, mientras suena “la oportuna campana de los tiempos”. Versos de valor para una etapa de la historia que se caracteriza por un superfluo hedonismo de todo lo joven sin alma. Para nuestro autor, el poema es la cristalización de un alma trabajada, una escultura labrada pacientemente; la aproximación del aliento vital con el peso de los años. De la historia de los pueblos se puede decir lo mismo.
González Martínez remata esta portentosa concepción del transcurrir hasta la muerte -no necesariamente física sino anímica. En “Página en blanco” se lee lo siguiente:
Un día, no muy tarde, la inquietud que me acosa
para que diga el canto que conturba mi vida,
cesará, como flama por el viento extinguida,
y la voz será muda y el alma silenciosa.
Todo lo que en un tiempo suscitó mis asombros
y lo que fue codicia del pensamiento mío,
despertará a su paso un ‘qué sé yo’ de hastío,
un desdeñoso y leve encogimiento de hombros.
Trémula ya la mano que oprimió los bordones
de la constante lira, se llevará el pasado
los ecos imprecisos de todo lo cantado
y el lívido fantasma de las meditaciones.
Recogidas las alas, el afán taciturno
no sabrá de las cosas penetrar el acento:
será viento tan sólo la palabra del viento
y rumor sin sentido el mensaje nocturno.
De esta vida de ensueño, de este mundo en que arranco
la visión de mis ojos, la canción de mi oído,
quedarán solamente un laúd sin sonido,
un espíritu en sombras y una página en blanco.
Vislumbrar el apagamiento de la combustión creadora de una vida, de una cultura, escuchar el llamado de la opacidad final donde no habrá ya nada que decir (la página en blanco) es alcanzar la visión definitiva de que un ser humano es capaz.
Enrique González Martínez, poeta. Un crítico de lo real a través del propio poema. Crítico de sí mismo; crítico del crítico de sí mismo; crítico de la poesía a través de la intuición de la muerte. Una pasión dominada, su estoicismo. El poeta pronosticó la senectud y demencia final de lo que alguna vez fue una poética de pie. Había comprendido lo fundamental. Con “Parábola del huésped sin nombre”, “El yunque”, “El puñal”, “El sembrador”, “La persecución” y “Hora fracta”, comprobamos que sus mejores poemas estarían por venir.
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