¿Hay genio en los genes?

genePor Steven Rose*

Genes, inteligencia y educación: una apasionante combinación de temas. Añadamos clase, raza o género, como ha ocurrido tantas veces en los últimos cien años, y tendremos un brebaje en ebullición que está a punto de desbordarse en cualquier momento. La última vez que esto ocurrió en el Reino Unido fue en la década de 1970, cuando el psicólogo Hans Eysenck, cuyos libros eran de lectura obligada para muchos jóvenes maestros, publicó Raza, inteligencia, educación (Aura 1973). En los últimos meses, el debate en torno al cociente intelectual, el rendimiento escolar y la genética ha revivido con nuevos enfoques, mezclando la genética humana clásica del siglo pasado con la genómica molecular moderna, desarrollada tras la secuenciación en 2003 de los tres mil millones de bases de ADN que contiene el genoma humano.

La primera manifestación de este resurgir del debate se produjo el pasado mes de octubre, cuando se filtró a la prensa una carta de 237 páginas enviada al ministro de Educación de Inglaterra, Michael Gove, por su asesor Dominic Cummings, que acababa de cesar. En esta carta, Cummings critica el sistema educativo británico por fallar tanto a los alumnos más brillantes como a los menos aventajados. En su opinión, los maestros son parte del problema, pero otra parte importante del mismo se debe asimismo a la incapacidad de adaptar la enseñanza al potencia genético de cada alumno o alumna. Afirma que la inteligencia (el cociente de inteligencia o CI) y el éxito escolar se heredan hasta alrededor de un 70 %. Para que el Reino Unido pueda ganar terreno a sus rivales asiáticos habría que realizar cribas del CI con el fin de seleccionar al 2 % de los alumnos superdotados y canalizarlos por la vía rápida a las ciencias, impulsando al mismo tiempo la investigación encaminada a identificar los genes asociados a un CI elevado.

Un mes después, el alcalde de Londres, Boris Johnson, se hizo eco de las tesis de Cummings en su conferencia en homenaje a Margaret Thatcher pronunciada en el Centre for Policy Studies. Dijo que hace falta potenciar al 2 % que tienen un CI superior a 130, que son los grandes innovadores, “las palomitas que quedan más arriba cuando sacudes el recipiente”, como señaló. La implicación es que“el 16 % de nuestra especie” (palabras de Johnson) con un CI inferior a 85 supone una sangría para la sociedad. ¿De dónde proceden estas dos cifras, qué significan y –dejando de lado las típicas observaciones provocadoras de Johnson, de las que la dirección del Partido Conservador se apresuró a distanciarse– cuáles son sus implicaciones para la política educativa?

Cummings se muestra generoso en sus referencias, particularmente a Robert Plomin, profesor de genética del comportamiento en el Instituto de Psiquiatría del King’s College de Londres. En el Reino Unido, Plomin es actualmente la máxima autoridad en la larga lucha de los genetistas y psicólogos por descubrir las funciones relativas de los genes y del entorno a la hora de determinar –o cuando menos formar– la inteligencia.

Descifrar el código genético

La genética trata tanto de la herencia como de la diferencia. Algunos rasgos y enfermedades se heredan de una manera relativamente directa y predecible, más o menos independientemente del entorno en que crece la criatura. La enfermedad de Huntington, una degeneración neurológica devastadora que ataca a mediana edad, es un ejemplo de una afección causada por un único gen. Sin embargo, la mayoría de rasgos físicos y del comportamiento tienen causas más complejas, que implican la interacción de muchos genes entre sí y en entornos variables, empezando en el vientre materno y continuando a lo largo de la infancia y la edad adulta. Esta interacción supone que la pregunta tantas veces formulada de “¿en qué medida contribuyen los genes y el entorno, respectivamente, a la inteligencia de una persona?”, carece de sentido, pues la única respuesta posible es que ambos contribuyen el 100 %. Naturaleza frente a educación es una falsa dicotomía: no pueden desentrañarse en el desarrollo de la persona.

Así, en la mayor parte del siglo pasado, la genética del comportamiento ha formulado otra pregunta, que en principio podría tener respuesta: ¿qué parte de la diferencia entre individuos se debe a la genética y qué parte al entorno? El supuesto con el que comenzaron los genetistas fue que una parte se debe a los genes (G), otra parte al entorno (E) y una pequeña proporción a la interacción entre los genes y el entorno (GXE). En la genética humana clásica, la magnitud de estas partes se ha estimado mediante el estudio de hermanos gemelos. La teoría es que los gemelos idénticos (monocigóticos, MC) tienen el 100 % de sus genes en común; los gemelos no idénticos (dicigóticos, DC, o mellizos), al igual que todos los hermanos y hermanas de una misma familia, solo comparten el 50 % de sus genes. Cualquier diferencia entre los gemelos MC, por tanto, ha de atribuirse al entorno, mientras que las diferencias entre los gemelos DC se deben tanto a los genes como al entorno.

Así, comparando la diferencia en un rasgo –por ejemplo, el cociente de inteligencia (CI)– entre pares de gemelos MC y pares de gemelos DC es posible comprobar la magnitud de la contribución genética. Esta se expresa mediante una cifra porcentual y se denomina heredabilidad. Con una heredabilidad del 100 %, la diferencia es en su totalidad genética; con un 0 %, se debe totalmente al entorno. Para este fin se recopilaron vastos registros de mellizos y gemelos a lo largo de décadas en EE UU, Escandinavia y el Reino Unido (en este país actualmente bajo la dirección de Plomin). Estudiando de este modo a los gemelos, los psicólogos han calculado una tasa de heredabilidad aproximada del 50 al 70 % del CI. (Eysenck la situó más arriba, en el 80 %.)

Problemas gemelos

Sin embargo, estas cifras no son lo que parecen. En primer lugar, la ecuación de la heredabilidad depende del entorno. Si el entorno es el mismo para todos, entonces todas las diferencias entre individuos son de origen genético y la heredabilidad sería del 100 %. En cambio, si el entorno es muy distinto, la contribución genética sería mucho menor. Esto se refleja en estudios como uno de Turkheimer y colaboradores en 2003, que mostró que mientras la heredabilidad del CI es elevada en niños nacidos en familias ricas, es inferior al 10 % en los que se han criado en ambientes pobres y desfavorecidos. En segundo lugar, la ecuación de la heredabilidad supone que existe una entidad clara que denominamos “entorno”, cosa que, por supuesto, no es realista. El “entorno” es un concepto que abarca muchos factores dispares, desde la alimentación infantil hasta las condiciones de la vivienda y la escuela, pasando por un contexto social, tecnológico y cultural que cambia con rapidez.

Se han hecho intentos de distinguir entre entornos compartidos (los gemelos viven juntos, probablemente van a la misma escuela, etc.) y entornos no compartidos (experiencia individual). Sin embargo, estos también son supuestos simplificadores. La misma aula en el colegio puede proporcionar experiencias muy distintas: un niño puede verse favorecido por el maestro, otro tal vez está sentado al lado del bravucón de la clase. Y en el otro extremo, los gemelos MC comparten una parte mayor de sus experiencias que los DC: a menudo desarrollan lazos sociales especiales y lenguajes propios; tal vez sus padres los visten de la misma manera; los extraños y a veces incluso los conocidos suelen confundirlos. En el mundo real, el supuesto cómodo de los genetistas del comportamiento de que pueden analizar en detalle el entorno parece un tanto ingenuo. Una manera de hacerlo ha consistido en buscar el “experimento natural” de los pocos casos de gemelos MC adoptados separadamente. Sin embargo, las ganas de llevar a cabo estos estudios desaparecieron a causa de un escándalo relacionado con el trabajo de Cyril Burt, quien supuestamente afirmó sin fundamento que había identificado y estudiado esta clase de gemelos en la década de 1950. Además, la Ley del aborto de 1967, que legalizó el aborto, comportó una disminución del número de niños ofrecidos en adopción en el Reino Unido.

El tercer problema es que las ecuaciones de heredabilidad se formularon cuando la genética todavía estaba en pañales. Originalmente no estaban pensadas para estudios con humanos, sino para ensayos destinados a mejorar el rendimiento de los cultivos en la agricultura, donde era posible controlar de cerca los entornos. Los primeros genetistas formularon una serie de supuestos, en particular que los componentes genético y del entorno podían sumarse sin más para totalizar casi 100, con un reducido valor de GXE para la interacción. No obstante, si los genes y el entorno interactúan hasta cierto grado sustancial, estos cálculos no sirven. Incluso antes de la revolución de la genética que supuso la secuenciación del genoma humano, los científicos empezaron a percatarse de que las cosas no eran tan sencillas. Un entorno (por ejemplo, una dieta rica en determinados alimentos) puede hacer que se expresen determinados genes, mientras que otra no. O una persona con un determinado grupo de genes (un ejemplo citado a menudo es el de los “amantes de las emociones fuertes”) puede ser propensa a elegir entornos como la práctica del puenting o las carreras de coches. G y E interactúan de diversas maneras en momentos distintos durante la fase de desarrollo.

Un “agujero negro”

La secuenciación del genoma humano sacó a la luz una realidad que sorprendió a muchos genetistas. El organismo humano contiene unos 40 billones de células y unas 100 000 proteínas diferentes, pero solo unos 22 000 genes: más o menos la misma cantidad que la mosca del vinagre. No es posible que un número tan pequeño de genes puedan “codificar” todas esas proteínas, por no hablar ya de comportamientos tan complejos como la inteligencia. La explicación tiene que residir en las múltiples maneras en que las células interpretan y utilizan los genes (segmentos de ADN) que se hallan en ellas en la fase de desarrollo del niño. Las antiguas hipótesis fueron arrojadas por la ventana y ha aparecido toda una ciencia nueva, la epigenética –el estudio de factores externos a los genes que pueden afectar a su expresión– para examinar estas interacciones.

Mientras, una nueva tecnología ha comenzado a sustituir a los obsoletos estudios de gemelos. Secuenciar el primer genoma humano supuso un coste de 3 000 millones de dólares y el esfuerzo de todo un ejército de científicos, y duró más de una década. Ahora se puede hacer por un millar de dólares en cuestión de semanas. De este modo, los científicos han recopilado gigantescas bases de datos de ADN y las analizan en busca de genes que pudieran estar asociados con enfermedades como el cáncer o la cardiopatía coronaria, o con mediciones tan complejas del comportamiento como el CI.

Al principio se pensó que sería posible identificar algo así como media docena de genes “principales” –los que realizan la mayor parte del trabajo– para cada enfermedad. Sin embargo, los resultados de estos “estudios de asociación del genoma completo” (en inglés: genome-wide association studies, GWAS) dieron otra sorpresa: no son unos pocos, sino muchos cientos los genes que parecen estar implicados en afecciones que se sabe que tienen una elevada heredabilidad. Por lo menos 200 genes están relacionados con la esquizofrenia, por ejemplo. Además, incluso sumando los efectos de todos ellos, no representan más que un pequeño porcentaje de la heredabilidad. Algo fallaba gravemente en todo este planteamiento.

Los genetistas más experimentados empezaron a hablar de un “agujero negro” en la base de los cálculos de la heredabilidad. Hablando de la relevancia de la genómica para le medicina y la salud humana, el editor de la revista Genetics in Medicine, James Evans, secundado por la psicóloga de salud y del comportamiento Theresa Marteau, dijo que había llegado la hora de “pinchar la burbuja genómica”. Consideran que las conclusiones derivadas de los cálculos de heredabilidad pertenecen a la genética premoderna y hace tiempo que están anticuados. La clave no está en la genética, sino en la epigenética.

¿Dónde quedan entonces todos los esfuerzos por descubrir los genes de la inteligencia y que relevancia podría tener ese descubrimiento para el rendimiento escolar? Consciente de los problemas de la heredabilidad, Plomin, entre otros, aplica los GWAS para tratar de identificar genes de un CI elevado en colaboración con uno de los laboratorios de secuenciación más importantes del mundo, el Instituto de Genómica de Pekín. Pero lo más probable es que, como ha ocurrido con la búsqueda de los genes de la esquizofrenia y otros, aparezcan muchas decenas o incluso centenares de genes, de los que cada uno ejerza una leve influencia en el nivel alto del CI.

En lo que va de artículo he empleado los términos de inteligencia y CI casi como sinónimos. Los teóricos del CI afirman que el test de inteligencia se basa en un factor cognitivo general que subyace a todo comportamiento inteligente, al que denominan “g”. Otros se muestran escépticos. Los educacionalistas alegan que las mediciones del CI dejan de lado la creatividad, así como la inteligencia artística y emocional. Neurólogos como yo observamos muchos procesos cerebrales distintos (motivación, percepción, memoria y otros) que subyacen al modo en que los estudiantes responden a los test de CI.

Los niveles del CI guardan una correlación razonable con el rendimiento escolar, pero justamente para eso se concibieron. Y tanto el CI como el rendimiento escolar están correlacionados con la condición socioeconómica de los padres de un niño. Las buenas notas que saca un alumno en la escuela tienen que ver en parte con su CI, pero también con otros factores importantes como la motivación y la confianza en sí mismo. De ahí que un CI elevado, contrariamente a lo que afirma Boris Johnson, no implique automáticamente el éxito en la vida; no todos los miembros de Mensa, una asociación británica de personas con un CI elevado, son triunfadores.

Así que supongamos que nos olvidamos del CI y aplicamos el método GWAS para tratar de identificar genes asociados con el rendimiento escolar. Un artículo reciente publicado en la prestigiosa revistaScience, firmado por unos 200 autores, describe un estudio GWAS con 126 559 individuos destinado a identificar genes asociados con buenos resultados escolares. ¿Conclusión? La suma de todas las variantes genéticas que hallaron solo explica un 2 % de las diferencias de rendimiento escolar: no es para tirar cohetes, desde luego, ni sirve para mejorar la política educativa.

Genética y educación

La esperanza de Cummings, basada en su lectura de Plomin, es que los test de CI y la selección genética permitirá detectar a niños superdotados, proporcionarles la educación especial que requiere su perfil genético y de este modo permitir que el Reino Unido compita con las potencias emergentes de China e India en el terreno de la innovación. El plan de Plomin, tal como está delineado en su libro de reciente publicación, G is for Genes: the impact of genetics on education and achievement, escrito junto con Kathryn Asbury, es más abierto. Espera poder identificar genes que predisponen a un niño para la ciencia o la geografía, por ejemplo, o bien, en el otro extremo del espectro, aquellos que limitan la capacidad cognitiva del niño, lo que permitiría abandonar una estrategia educativa de “talla única” a favor de unos planes de estudios personalizados, adaptados al perfil genético de cada individuo. Los resultados del GWAS indican, sin embargo, que es improbable que esto se logre alguna vez. Ante los citados hallazgos, puede parecer cruel señalar que no hace falta hacer un estudio genético para ver si un niño se interesa por la ciencia. Se le puede preguntar, o bien, si se piensa que no conoce su propia mente, se le puede hacer una prueba de aptitud.

Nada de esto implica que los genes sean irrelevantes. El conjunto único de genes que tenemos cada uno en exclusiva (salvo los gemelos MC) y su expresión epigenética durante el desarrollo encierran una fascinación interminable para los biólogos. Y la genética podría ayudar a aclarar las razones biológicas de que algunos niños tengan determinadas dificultades de aprendizaje, como la dislexia. Pero ¿hasta qué punto puede orientar esto una política educativa? Quizá el único hallazgo significativo de toda esta investigación genética es el del estudio de Turkheimer y colaboradores cuando compara la heredabilidad en familias ricas y pobres. La heredabilidad es alta en las familias más ricas. Esto significa que su entorno hace que esos niños rindan más de acuerdo con su potencial genético o epigenético. En cambio, la heredabilidad del CI es más baja en las familias más pobres. Esto significa que cuanto más se enriquezca su entorno –en todos los sentidos de la palabra–, tanto más serán capaces los niños de rendir de acuerdo con su potencial.

Los políticos y educadores no necesitan la genética para ayudarles a mejorar el entorno de todos nuestros niños y niñas. Lo único que hace falta es voluntad política.

Regeneración, 13 de julio del 2015. Steven Rose es neurólogo y profesor emérito de la Open University del Reino Unido. Su libro más reciente, escrito junto con la socióloga Hilary Rose, se titula Genes, Cells and Brains: the Promethean promises of the new biology.

https://www.tes.co.uk/article.aspx?storyCode=6395645

Referencias

Turkheimer, E., Haley, A., Waldron, M., D’Onofrio, B. y Gottesman, I. (2003) “SES modifies heritability of CI in young children”, Psychological Science, 14: 623-28

Evans, J.P., Meslin, E.M., Marteau, T.M. y Caulfield, T, (2011) “Deflating the genomic bubble”, Science, 331: 861-62

Rietveld, C.A. y cols. (2013) “GWAS of 126,559 individuals identifies genetic variants associated with educational attainment”, Science, 340: 1467-71.