A grandes males… grandes mujeres

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Víctor M. Quintana S./ La Jornada

En una sentencia histórica, emitida en Ciudad Juárez el pasado 27 de julio, cinco responsables de una red de trata de personas, vinculados al menos con 11 feminicidios, han sido sentenciados a 697 años de prisión. Se les encontró culpables de prostituir y asesinar a 11 muchachas, cuyos restos fueron localizados en el arroyo del Navajo, desolado paraje del municipio de Praxedis G. Guerrero, a 77 kilómetros de Juárez.

El proceso que antecedió a la histórica sentencia fue posible gracias a la decidida intervención de las mujeres, tanto familiares de las víctimas, como de las organizaciones Red Mesa de Mujeres de Ciudad Juárez, y Justicia para Nuestras Hijas.

El juicio oral, iniciado el 14 de abril pasado, es el primer desemboque de un caminar que comenzó desde 2009. Fue entonces cuando las madres de varias jovencitas se acercaron a la Red Mesa de Mujeres, dirigida por Imelda Marrufo, para denunciar la desaparición de sus hijas. No se contentaron con denunciar el crimen a las autoridades. Ellas mismas se pusieron a investigar, siempre acompañadas por las activistas de esta organización, quienes les brindan apoyo sicosocial, asesoría jurídica y acompañamiento incondicional.

Cuando se descubrieron los restos de 21 mujeres jóvenes en el arroyo del Navajo, en diciembre de 2011, hasta ahí acudieron las madres de las muchachas desaparecidas para tratar de identificarlas. Exigieron que se les practicaran los peritajes correspondientes. Luego de mucho batallar, lograron que se contratara al Equipo Argentino de Antropología Forense para proporcionar una segunda opinión sobre la identificación genética de los restos, opinión que se negaba a aceptar inicialmente el gobierno del estado.

Tuvieron la valentía suficiente para seguir el rastro de sus hijas, interrogar policías e investigar las calles del centro histórico de Juárez, donde se produjeron la mayoría de las desapariciones. Identificaron presuntos responsables, los enfrentaron verbalmente y los señalaron ante las autoridades. Ubicaron hoteles y vecindades donde confinaban a las muchachas. Todo lo hicieron ellas, mujeres trabajadoras, pobres, con poca escolaridad, acompañadas siempre por la Red Mesa de Mujeres.

Así, fueron descubriendo que en el clímax de la violencia que sacudió a esta frontera, mientras Ejército, Policía Federal, policía estatal y municipal resguardaban supuestamente la seguridad ciudadana, muchas jóvenes fueron desaparecidas, con la complicidad o cooperación abierta de las llamadas fuerzas del orden. La banda Los Aztecas, brazo armado del cártel de Juárez, además del tráfico de drogas, operaba una amplia red de prostitución de jóvenes, muchas menores de edad. Entre los clientes de la red había militares y policías.

Este infierno, que aún no termina, se dio precisamente al mismo tiempo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió la sentencia por el caso del campo algodonero, en diciembre de 2009, en la que exige que el Estado mexicano vigile para que el secuestro, prostitución y asesinato de mujeres no se vuelvan a dar.

El trabajo paciente y tenaz de las madres y familiares de las víctimas y sus acompañadoras llegó a identificar a varios operadores de la red de prostitución y a denunciarlos ante las autoridades. Así, en 2013 se dictó orden de aprehensión contra varios de ellos, aunque al menos uno estaba ya en prisión acusado del secuestro de una joven hermana de otra víctima de trata.

El juicio oral iniciado fue por demás contundente. Varias madres de las jóvenes desaparecidas y asesinadas no aceptaron declarar como testigos protegidos y señalaron cara a cara a los responsables del calvario de sus hijas. Parecía que el juicio terminaría con la condena de cinco individuos por el delito de trata de personas, pero había que comprobar el homicidio. Fue entonces cuando la coadyuvante Norma Ledezma pidió que se clasificara el crimen de acuerdo con el artículo 24 del Código Penal de Chihuahua, como delito emergente, es decir, el que surge de la comisión del delito de trata. Ahí concurre el feminicidio, pues los responsables asesinaban a las víctimas para que no los denunciaran.

La sentencia sobre la trata y feminicidio de estas once jóvenes –varias de ellas menores de edad– resulta histórica y no tiene precedente por varias razones:

Es la primera vez que se sentencia a responsables plenamente identificados de estos delitos, no a culpables fabricados o chivos expiatorios, como se hizo en los casos de El Egipcio o El Cerillo, en años anteriores.

Se logra que se acepten como coadyuvantes de la representación social al abogado de la Red Mesa de Mujeres, Santiago González, y a Norma Ledezma, dirigente y fundadora de Justicia para Nuestras Hijas. A partir de la desaparición y feminicidio de su hija Paloma, en 2002, se ha convertido en experta sin título del problema de la trata en México, por más que haya sido amenazada varias veces. Fue muy importante que, apelando a varios tratados internacionales, se aceptara la coadyuvancia de Norma, pese a que aún no termina la carrera de derecho.

Por fin se da un primer paso claro y contundente en el combate a la impunidad de los individuos y las bandas que operan las redes de trata de personas, que seguramente están vinculadas con un buen número de feminicidios en esta frontera. Se muestra también que las bandas del crimen organizado no se reducen a ilícitos como el tráfico de drogas, sino incursionan en la trata de personas, las redes de distribución, el tráfico de armas, la extorsión a negocios, entre otros. Resta por investigar la participación de funcionarios y autoridades señalados por las víctimas sobrevivientes.

Se vuelve a demostrar la enorme potencialidad del dolor y de la rabia de las madres y familiares de las víctimas cuando son acompañadas y asesoradas adecuadamente. Su pasión por demandar justicia, su valentía en investigar y su firmeza en denunciar son ilustradas, fundamentadas, por la asesoría de las organizaciones de las sociedad civil.

En medio de este terrible viaje al corazón de las tinieblas de la violencia de género en Ciudad Juárez, son mujeres como éstas las que encienden las antorchas de la esperanza.

La Jornada