#Opinión: Un cuento (o eso pretende) | La casa de mis padres

…vender la casa de mis padres fue una afrenta para ellos y una travesía para mí…

…vender la casa de mis padres fue una afrenta para ellos y una travesía para mí... Un cuento escrito por Mario Alberto Medrano.
Fotos: Especiales

RegeneraciónMx, 21 de abril de 2022.- Le fui quitando las patas y las orejas al conejo, mientras una gaviota se comía sus ojos y el tigre siberiano lamía los trozos de piel que se iban desvaneciendo con cada lengüeteada. O si un caballo despertaba de su sueño, desde su abismo florecían dientes de león. Las nubes siempre me dieron el aspecto de animales o flores, aunque pocas veces se engullían unas a otras, antes de amontonarse y dejar de ser cosa para volverse nube. Desde esta misma ventana, donde antes el árbol del patio era semilla y el muro aún no era, ahora veo el cielo azul caer sobre el níspero dentro de cuatro altas paredes enjalbegadas.

Vender la casa de mis padres fue una afrenta para ellos y una travesía para mí.  Al entrar, después de varios años, los objetos se han conmovido y me han lanzado sus recuerdos: el ojo morado de mi madre sentada a la mesa, el futbol de mi padre en la vieja televisión, los desperfectos de la tarja, las hendiduras de las paredes, el disco que siempre giraba en el viejo tocadiscos, el mismo tortillero sobre el mantel a cuadros donde tortillas como hongos me alimentaban para ir creciendo como Mario Bros.

—Campeón, deja de soñar despierto, campeón, eón, eón

Decía mi padre, y su voz se iba abismando hasta caer de nuevo en el mismo cuarto oscuro. Sentado a la mesa, pero con la mirada puesta en la pantalla, sonreía desganadamente a la plática de mi madre sobre su rutina, que el pan subió, que la tortilla por los aires, que nada es los mismo, que antes siempre fue mejor y poco a poco se iba agriando sus tono y carácter, hasta que su voz se volvía un rumor entre el ruido blanco del televisor.

Vender la casa, desterrar sus urnas de esta casa, lejos de la sombra del techo. Los compradores no querían adquirirla sin antes saber si no sería más costoso arreglarla que su precio original.  Sería más costoso. Lo sería. Poco a poco se fue entumeciendo el afecto entre mis padres, sabían, por ejemplo, que morirían ahí, a piedra y lodo, juntos, irremediablemente. Yo también lo sabía, pero nunca les dije que ayudaría cumplir la única voluntad que me encomendaron,

—Campeón, deja de soñar despierto, campeón, eón, eón

y siempre regresaba como ola brava la voz de mi padre. Comencé por la habitación que compartieron a llanto y silencio. Una pieza grande, pintada de azul y vista como el santuario. Alguna vez los oí jadear, oí el movimiento de cuerpos torpes en la oscuridad, pero me fue imposible saber si fue amor u odio lo que emitían sus gargantas. De alguna manera, esa habitación era un constante descubrimiento. La única vez que mi prima vino a casa, jugamos la tarde entera en el jardín, sobre el pasto recién mojado de la primera lluvia del día. Adentro de casa, nos divertimos imitando estatuas. Ella decía ser la turista que iba de viaje a un museo y admiraba las figuras, mientras yo tomaba diferentes poses, inamovible, en todos los rincones. Cuando me erigí como el guardia de un castillo, firme, brazos pegados al cuerpo, ella decidió que era buena idea palpar la estatua, su tersura y colgantes. Ocurrió rápido, sentí una fuente de calor en mis testículos, pues su movimiento de mano fue suave y apenas sugerido, casi como un cosquilleo. Su mirada fue tanto como una nube que se desvanece no sin antes crear todas las geometrías y contornos que mi imaginación pudiera crear. Desde afuera, el sonido de pasos nos despegó, y como si fuera un resorte, salimos de la habitación, yo, sin darme cuenta, con una erección que el pantalón cubría.

—No hagan tanto ruido, niños, que su padre no puede ver la tele

nos advirtió mi madre con su voz de pajarito, cantora y de buen ánimo. Fue un buen día, el cielo rompió en luz la plasta gris de días enteros y mostró su rostro veraniego, su azul monocromía de horizonte.

Decir que maté a mis padres sería exagerar. También lo era decir que esta casa era una pocilga. No era su muerte lo que me apresuraba a vender, sino que me urgía salir de esta ciudad, cada día más infecta y sucia. No fue sino hasta que un virus me tumbó en cama que percibí el dulce olor a putrefacción. El médico recomendó quedarme en cama, al menos una semana, en lo que la infección general desaparecía. Los compradores decidieron aplazar un poco más la compra, al menos en lo que podían inspeccionar cada centímetro, y conmigo adentro, eso sería tarea imposible. Desde el que fue mi cuarto, el cielo siempre parecía gris por la suciedad de los vidrios, que por más que intentamos limpiar, incluso cambiar, siempre les aparecía esa mancha de moho que les daba un tono grisáceo. Pasé, en aquella semana, unos días aquí, otros en la sala, sobre el sillón lustroso de mugre cubierto con una sábana deshilachada. Viendo la pantalla del televisor sin encender, en un negro que iba al abismo

—Campeón, deja de soñar despierto, campeón, eón, eón

Y entonces volvía la voz de mi padre por las mañanas, antes de salir a trabajar, con prisa, alargando su adiós desde la puerta de la calle. Mi madre le respondía, pero más bien era una voz para ella, mientras sentada a la mesa limpia los frijoles de piedras y basura. Cuando hervían, empañaban la ventana de la cocina, anegaban la casa de un olor a vapor de agua limpia.

—Es hora de que te bañes, hijo, de que te bañes,

pero yo ya estaba limpio. Fui arreglando cada desperfecto de la casa. Destapé la válvula que direcciona el flujo de agua al tinaco, cambié empaques de cada tubería y llave de paso, impermeabilicé, recubrí huecos en paredes, barrí el polvo. Esa retahíla de actividades me dio para terminar exhausto durante el día siguiente. Alguna vez estuve en cama de mis padres la tarde entera, enfermo. Aquella temporada mi padre había salido de viaje por trabajo y mi  madre permitió dormir en su cama. Me mostró fotografías de su familia, tiempos antes de casarse. Mis abuelos eran tan idénticos a ella, delgados, de piel  blanca enrojecida, desgarbados. Ella, a pesar de esa genética sin chiste, era una mujer con ojos brillantes, dulces. Su cabello relucía bajo el sol y portaba con gracia los vestidos largos y entallados que mi padre le compraba. Era otra. Nunca más me mostró fotografías. Quizá le dio pena que la viera tan mínima ahora. Era otra. Quizá nunca más fue ella. 

…vender la casa de mis padres fue una afrenta para ellos y una travesía para mí... Un cuento escrito por Mario Alberto Medrano.

Nuestro níspero parecía invierno. Sobre él revoloteaban nubes, a las que yo les otorgaba el don de ser hojas, de ser follaje. Cuando ninguna atravesaba el cielo, el níspero enmudecía dentro del todo ese azul encima de él, con un trueno inmóvil a mitad del patio, un rayo que quiebra en medio de un bosque y nadie escuchara ese quebrar de tronco, pero el eco se mantuviera entre la claridad que lo rodea. No ha cambiado nada el níspero, sigue sin hacer hojarasca.
Fui recuperando la energía y la salud, no a la semana, pero sí a la segunda. La casa ya me parecía enorme y se me venía encima con sus muros y su olor. Abandonar esta casa tan pronto como lo hice fue lo que doblegando la voluntad y mermó la salud de mis padres, más de él

—Campeón, deja de soñar despierto, campeón, eón, eón

Y ese eco que salía de la paredes o de su cuerpo, no sé, pero iba onduleando dentro de casa hasta impedir que yo soñara despierto. ¿Quién soñaba, entonces? Siempre pensé que era él. Tal vez era una frase que se decía a sí mismo, viéndose en su propia infancia, soñar soñándose. Decir que yo los maté sería exagerar. Los compradores vinieron una tarde de lluvia, justo cuando la casa luce mejor, desde afuera parecería ser cálida, una hoguera para atemperar conflictos. La revisaron de cabo a rabo, minuciosa mas no obsesivamente. Los escuché decir que lo primero que harían sería deshacerse de cada objeto, desde la tele vieja hasta el sillón. Llegaron munidos de sus obsesiones y gustos para comprar o abandonar, como nosotros lo hicimos un día, cuando aún no había níspero ni los muros del patio estaban. Era sólo cascarón, una construcción en obra negra, con huecos como ventanas y puertas, helada cuando entrabas, pero firme, lista para albergar a una familia y sus ilusiones. Una familia siempre es su casa, decía mi padre, alegre por cumplir no un sueño, sino una obligación heredada la de dejar herencia, y aquella edificación sería, que más, lo único que me quedaría por  vender. La de romper tradiciones era mi cualidad. Primero, irme (un hijo sale bien, casado, con trabajo y con dinero); después, volver (un dijo que bien se fue, no debe volver); ahora, vender (nunca te debes deshacer de tu herencia). Pensar en las circunstancias de mi partida se resume a algo tan breve y de poca importancia: una mañana, mientras mi padre veía televisión y mi madre cosía calcetines sentada la mesa, tuve la inquietud volar en paracaídas, en parapente, subir a un avión. En este casa todo esta enraizado. Tenía dinero ahorrado de algunos trabajos esporádicos y bien pagados. Preparé una valija y salí. Mi padre

—Campeón, deja de soñar despierto, campeón, eón, eón

Mi madre

—Lleva ropa que abrigue. Afuera siempre hace frío.

Una postal. Siempre una postal

Decidieron comprarla, no sin antes negociar. Opuse poca resistencia y accedí por un  precio inferior. Mi padre no negoció, pagó lo que le pidieron y sin aspavientos. Firmó un cheque y listo. Me permitieron estar unos días más, antes de que comenzara el trajín de la mudanza. Decidieron quitar la ventana de mi cuarto y sólo dejar un mosquitero, algo que nunca se nos ocurrió, por donde entró la luz intensa del sol, no la ocre y lánguida iluminación en la que viví.

La familia llegó a la mañana siguiente de la mudanza. Recibí a una familia, padre, madre  y dos hijos. La casa estaba completamente renovada, ya sin los viejos artefactos con los que conviví en la infancia. MI familia también se instaló removidos por la alegría, llegamos una mañana, fría de invierno. Llevé a la familia hasta el patio, como si fuera la primera vez que visitaran la casa. Detrás del níspero las nubes se enfilaban una tras otra, y aunque a mí me parecían nubes, uno de los niños las veía con fascinación. Hubiera deseado ver desde sus ojos.

—Ven campeón, vamos adentro, le grito su papá desde la puerta del patio.  

Le entregué las llaves y salí. Miré al chico desde el umbral de la calle y la casa, pero ya era demasiado tarde para pensar en el pasado.