Trol, reflexiones sobre el totalitarismo en las redes sociales

Trol: Los usos totalitarios nos transforman y transforman el necesario espacio del debate político en uno irrespirable y nada democrático

Por Beatriz Gimeno*

Regeneración, 6 de diciembre del 2018. Cuando publiqué mi libro sobre la lactancia materna recibí por las redes todo tipo de insultos y amenazas (no cuento aquí las opiniones legítimamente negativas).

El maltrato se extendió a cualquier periodista que se atreviera a entrevistarme o a hacer una crítica medianamente positiva de mi libro; se impuso una especie de veto en algunos medios.

La novedad es que no me insultaban trolls machistas, sino autodenominadas “feministas prolactancia”.

En 2012 cuando publiqué mi anterior libro, la reacción que suscitó, con ser un tema muy polémico, no se pareció en nada.

Hoy las redes se han convertido en campos de batalla en los que se libran cruentas guerras de guerrillas y en las que parece que la victoria se consuma cuando se logra subir un hashtag a trending topic.

Y la guerra es más cruenta cuanto más cercanos ideológicamente se encuentran los/las contendientes. Los debates políticos se han convertido en una guerra que se desarrolla en modo troll.

Los trolls aparecen casi al mismo tiempo que las redes sociales, pero lo que es un troll ha ido mutando o, al menos, ampliando su espacio, hasta llegar al punto en el que todos estamos en riesgo de convertirnos en uno de ellos.

Si esto es así, y esa es mi experiencia, puede que estemos convirtiendo a las redes en un espacio que se defina cada vez más por un tipo concreto de interacción y de discurso y corremos el peligro de que termine trasladándose a espacios no virtuales y convirtiéndose en el modo habitual en el que se exprese la política, especialmente entre quienes deberían ser aliados.

Creo que quizá debamos reflexionar sobre la responsabilidad de cada una en el uso que hacemos de internet y, especialmente los y las activistas que trabajamos por la transformación social, deberíamos preguntarnos si la manera en que interactuamos en las redes no está allanando el camino al totalitarismo político, al fascismo en definitiva.

Como hay mucho escrito sobre esto, voy a referirme a mi experiencia como feminista que utiliza muy frecuentemente esos medios y que tiene cierta proyección pública.

En su momento, las feministas conocimos a un tipo de troll bastante específico: el misógino, el forocochero que no se atreve a expresar en público o en su medio habitual lo que en realidad piensa del feminismo o de las mujeres, y que escribe amparado en el anonimato y también en la impunidad.

Las feministas lidiamos cada día con tipos que nos insultan, nos mandan fotos de sus penes, amenazas de muerte y amenazas de violación.

La misoginia violenta es una de las características propias del trollismo en las redes.

Puedo asegurar que no es fácil acostumbrarse a ser la depositaria de toneladas diarias de odio y es verdad que termina por afectar pero, aun así, muchas hemos aprendido a lidiar con esto, a bloquear, silenciar, ignorar y a no dejarnos intimidar por este tipo de troll.

Hasta hace poco estos parecían una excrecencia propia de las redes pero, sin embargo, hoy la excrecencia es lo normal.

Tengo la impresión y el temor de que es posible que quizá sin que nos hayamos dado cuenta, los trolls (o la manera troll de actuar) han ido ocupando cada vez más espacio en las redes, han ido modificando el carácter de las mismas, extendiendo una manera de interactuar que podría tener consecuencias políticas más allá de lo evidente.

Puede que el modo troll de estar en el mundo se esté trasladando a muchos espacios políticos desvirtualizados, o quizá simplemente esté coadyuvando a que seamos menos críticos con una manera de hacer y decir la política que hace un tiempo era inimaginable.

Quizá las redes nos estén insensibilizando ante ciertas expresiones de odio o de desprecio, de estupidez incluso, que se han vuelto cotidianas en cualquier debate político.

Y lo que es un comportamiento imbécil o irresponsable en las redes, en el mundo real puede ser calificado de totalitarismo.

No estoy diciendo que las redes sean las culpables del fascismo, obviamente.

Pero me pregunto si junto a otros factores, el omnipresente discurso troll, en el que muchas colaboramos como si no tuviera consecuencias reales, no estará en realidad contribuyendo a hacer más aceptable ciertas manifestaciones de aquel.

¿O no es Trump un enorme troll? ¿No dice Salvini lo mismo que legiones de trolls?

Me pregunto también por cómo la interactuación en las redes está empobreciendo el debate político (y en este sentido, la democracia) al impedir el intercambio real de opiniones complejas y al trasladar después ese empobrecimiento, esa simplicidad, como una coordenada casi necesaria, a los debates desvirtualizados.

Si en un principio podía parecer que la posibilidad de participar en debates sociales continuos y en tiempo real era un avance democrático, ahora sabemos que la manera en que se configuran la mayoría de estos debates es mediante una especie de totalitarismo discursivo que convierten en aceptables los discursos totalitarios y simples fuera de ellas.

Nos estamos acostumbrando a utilizar como herramientas corrientes en el debate político la burla, el ánimo de dañar, el menosprecio, la agresividad, el insulto y estamos negando y condenando la pluralidad, la diversidad, cualquier atisbo de complejidad.

El empobrecimiento del debate incluiría la casi necesidad de utilizar la demagogia y la insensibilidad ante las fake news.

Eso no les pasa sólo a ignorantes derechistas, nos está pasando a todas y nos estamos acostumbrando.

Esta manera de actuar y de presentarnos divide artificialmente espacios políticos que deberían tejer alianzas, crea “bandos” irreconciliables que deberían ser aliados; pero sobre todo, desde ahí es imposible construir nada. Lo que espera al otro lado de esta forma de hacer política da miedo.

Me pregunto hasta qué punto estas dinámicas pueden convertirse en una amenaza para la democracia en cuanto están alterando patrones de expresión política y de debate, restringiendo estos mismos conceptos y defendiendo finalmente causas justas con formas extremadamente autoritarias, que cercenan cualquier posible intercambio real, que incluso niegan tal posibilidad, que insultan a quien sostiene que el debate de ideas es, en principio, una forma cívica necesaria en democracia.

La renuncia a la argumentación, al debate, al pensamiento, la renuncia a sumar y a convencer y su sustitución por el fundamentalismo discursivo es la renuncia a uno de los pilares de la democracia y de la política misma.

Menciona Hannah Arendt en “Los orígenes del totalitarismo” que una de las características del fascismo es la indiferencia hacia los argumentos de los adversarios, la negativa a refutar argumentos políticos opuestos.

Refutar argumentos es una pérdida de tiempo para los trolls que se sitúan siempre más allá de la razón.

De manera inevitable, además, la mayor virulencia se da entre posiciones que se encuentran dentro del mismo universo ideológico.

Nos podemos reír de opiniones provenientes del espectro ideológico opuesto, pero no nos reímos de las opiniones discrepantes a las nuestras cuando se producen en nuestro propio ámbito político e ideológico: buscamos machacarlas.

Ya no es extraño encontrarnos con personas que dicen defender derechos humanos y que lo hacen con comportamientos y expresiones violentas, autoritarias, excluyentes; se está convirtiendo en la norma.

Las redes no sólo contribuyen a rebajar la calidad democrática y cívica de los debates, como dice en esta entrevista Víctor Sampedro.

En algún sentido pueden llegar a suplantar a la democracia misma. Lo ilustro también con un ejemplo concreto.

Hace unos meses se publicó en algún lugar el video de un tipo en un restaurante insultando a un hombre negro con comentarios racistas.

La gente pedía por las redes el nombre del restaurante.

Al poco ya teníamos dicho nombre y, en contra de mi costumbre, lo compartí en Facebook. Un día después, estaba arrepentida y lo borré.

¿Por qué sabemos que el video era auténtico? ¿Por qué sabemos que el nombre que se dio era verdaderamente el nombre del restaurante racista? ¿Por qué sabemos que el video no era un montaje? ¿Por qué estamos seguras de que el tipo aquel era el dueño? ¿Por qué nos creemos que podemos destrozar una reputación, lanzar a una turba, propiciar linchamientos sociales sin pruebas, sin tribunales, sin jueces?

No es lo mismo una charla en un bar que un comentario en un muro que leen miles y miles que pueden terminar siendo millones y que puede terminar con el linchamiento (metafórico, pero algún día puede que real) de alguien; o con un negocio hundido, o con una vida destrozada.

En este caso la historia era cierta, en otros podría no serlo; pero aun cuando la historia fuera cierta la justicia de las redes ni es necesariamente justicia ni puede sustituir a la acción de los tribunales y los jueces.

Me preocupa mucho la capacidad de las redes para aglutinar multitudes que pueden actuar sustituyendo a la justicia o a cualquier deliberación.

Las redes son un vivero de emociones primarias que expanden sin control alguno.

Las redes permiten, cada vez más, juzgar a una persona sin un trabajo policial o judicial, sin pruebas, sin conocimiento, sin nada más que esas emociones básicas de las que la justicia y las instituciones, con todo, son un freno civilizatorio.

No conozco la solución a esto, pero no estoy orgullosa ni tranquila de todas mis intervenciones en las redes.

Finalmente, otra cuestión que me ha interesado en estos meses es la preocupación que muestra mucha gente por el famoso algoritmo del Facebook, por la censura, por la intervención gubernamental en ese espacio de libertad; nos preocupa que se aprueben leyes que supongan censura previa y protestamos enérgicamente cuando Facebook censura unas tetas; nos preocupa el uso que las empresas hacen de nuestros datos y cómo están construyendo una sociedad/mercado a su medida.

Y sin embargo no nos preocupa en absoluto la vigilancia que nos estamos imponiendo unas a otras en este espacio.

Es mucho más improbable que una autora se autocensure un artículo o un libro a que se autocensure un comentario en redes por miedo a las reacciones de su propia tribu.

A mí me ocurre constantemente. Los comportamientos antes descritos, los modos trolls de debate, provocan autocensura y uniformidad en la expresión de la opinión, miedo.

La vigilancia por parte de las otras, especialmente de “las tuyas” sobre lo que dices o escribes, sobre a quién contestas y a quien no, e incluso sobre los “likes” y los “fav”, y los posteriores reproches, en muchas ocasiones públicos, los vetos políticos a cualquier opinión que no esté absolutamente en la línea marcada, han convertido este espacio en un Gran Hermano en el que ya no hace falta la vigilancia institucional o gubernamental que imaginamos.

El Gran Hermano también son los otros, también somos nosotras.

En los últimos tiempos he visto crecer a mi alrededor el rugido de una bestia que no me gusta, la de quienes me exigen que me posicione sin matices, la de quienes me exigen que mate cuando escriba, que no tenga contemplaciones, que no escuche, que no debata, que no permita que las demás hablen, que no exprese ninguna duda, nunca, en nada; la de quienes me exigen que no comparta nada con personas con las que difiero en muchas cosas pero que son compañeras de muchas otras luchas; la de quienes me exigen que no pierda el tiempo en refutar argumentos, en contestar artículos, que no razone.

Y la angustia que me producen estas exigencias, que no tienen nada que ver con mis posiciones vitales, es cada vez mayor.

Y nada de esto tiene que ver con la equidistancia o la falta de convicciones firmes, precisamente porque creo que mis convicciones son más firmes cuanto más estudio, leo, escucho, debato y tengo interacciones reales y fructíferas.

Estoy convencida de que quienes luchamos por cambiar el mundo necesitamos transformar nuestros usos digitales y resistirnos al mundo troll o, de lo contrario, dichos usos totalitarios nos transformarán a nosotras y transformarán (ya lo están haciendo) el necesario espacio del debate político en uno irrespirable y nada democrático.

Por Beatriz Gimeno. Escritora, activista y diputada de Unidos Podemos en la Asamblea de Madrid. @BEATRIZGIMENO1 Publicado originalmente en: Revista Contexto