Cien años de la Revolución de Octubre

 
Pedro Salmerón Sanginés | La Jornada

Porque esas lecciones y herencias, lo mismo que la crítica al socialismo real, nos permiten entender que el sistema capitalista no es eterno. Nos obligan a repensar en la solidaridad, la colectividad e incluso la democracia.

Regeneración, 01 noviembre 2017.- Hace 100 años un partido político de revolucionarios profesionales encabezó una insurrección prácticamente incruenta que entregó el poder del Estado a los representantes directos de las clases trabajadoras, elegidos en un inusual y nunca visto ejercicio democrático en medio de una guerra devastadora. A ese acontecimiento (ocurrido el 7 de noviembre, o 25 de octubre según el calendario usado en Rusia) se le llamó la Gran Revolución de Octubre y es uno de los hechos clave de la historia mundial del siglo XX.

Esos revolucionarios (bolcheviques o comunistas) querían el poder del Estado para iniciar desde ahí una revolución mundial que diera paso a una nueva sociedad, que no se basara en la explotación sino en la cooperación, que no se fundara en la competencia sino en la solidaridad, que no partiera del egoísmo sino de la generosidad. Para ello se planteaban destruir el sistema capitalista, socializar la propiedad privada de los medios de producción y construir, desde la educación y el trabajo, un hombre nuevo (quienes usan comunista para denostar a cualquiera no entienden que quien no propone la supresión de la propiedad privada de los medios de producción no es comunista).

Una serie de circunstancias y decisiones convirtieron ese sueño (que no era sólo una fantasía: estaba fundado en estudios sistemáticos de la realidad) en una dictadura totalitaria de la cual se derivó una paradoja: el resultado más perdurable de la Revolución de Octubre, cuyo objetivo era acabar con el capitalismo a escala planetaria, fue la salvación del capitalismo, primero en la Segunda Guerra Mundial, pues la victoria sobre la Alemania de Hitler fue esencialmente obra del Ejército Rojo; y luego, al convertirse en el incentivo, el temor, que llevó al capitalismo a competir y reformarse durante la guerra fría (Erick Hobsbawn. El siglo XX).

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El régimen totalitario que surgió de la Revolución de Octubre (o contra la Revolución de Octubre, la mayoría de cuyos dirigentes fueron asesinados por órdenes del dictador) fue tan despiadado como lo habían sido los imperios occidentales con las naciones colonizadas (entre 1870 y 1914, mientras construían en casa sus democracias liberales, los imperios británico, francés, estadunidense y alemán exterminaron a naciones enteras para imponer la explotación capitalista) al mismo tiempo que otro totalitarismo, diseñado para salvar al capitalismo como modelo económico (el nacionalsocialismo) perpetraba los más atroces crímenes colectivos de la historia moderna (los más atroces, por su intencionalidad explícita tanto como por su magnitud). Los críticos del sueño comunista se llenan la boca con Stalin y olvidan convenientemente los atroces crímenes del capitalismo.

Ahora la moda es no hacer historia, sino tabla rasa del experimento socialista del siglo XX. Ante el afán de tirar a la basura toda esa experiencia hay muchas cosas que señalar: digamos, por ejemplo, que la utopía bolchevique fue ahogada por la intervención extranjera y el bloqueo (1919-1921) y que el totalitarismo estalinista es contrario a esa utopía. Digamos también que en Hungría, Yugoslavia, Checoslovaquia y la URSS europea, de 1955 a 1980, había pleno empleo y se erradicaron la miseria y el analfabetismo, como en Cuba de 1960 a 1990. La salud y la educación eran para todos, así como la recreación y el deporte. Y la represión política no era mucho peor que en el mundo libre, cuya superpotencia hegemónica se veía sacudida en esos años por la lucha por los derechos civiles, desataba la brutal guerra de Vietnam e imponía dictaduras despiadadas en América Latina.

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Hace tiempo publiqué una reseña sobre La idea comunista, editado por Slavoj Zizek, en que los pensadores que participaron en aquel coloquio coincidían en señalar que el desastroso final del socialismo realmente existente no implica ni el fin de la historia ni el triunfo definitivo y eterno del modelo capitalista. De hecho, como la caída de ese socialismo no significó la de las formas de opresión del capitalismo (al contrario: se han agudizado) era fácil predecir que el fénix comunista renacería pronto de sus cenizas, muchas señales de lo cual están a la vista, aunque aún no aparezca, de momento, una alternativa global al capitalismo.

Estas señales de renacimiento de la idea comunista obligan a preguntarse por sus lecciones y sus herencias.

Porque esas lecciones y herencias, lo mismo que la crítica al socialismo real, nos permiten entender que el sistema capitalista no es eterno. Nos obligan a repensar en la solidaridad, la colectividad e incluso la democracia.

Como escribió León Trotsky en la Historia de la revolución rusaLas masas no van a la revolución con un plan preconcebido de sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja.