En su aniversario luctuoso, 5 poemas de la escritora Rosario Castellanos

Rosario Castellanos fue una prolija narradora su obra se compone de cuento, novela y poesía. Se le considera la poeta más importante del siglo XX.

En su aniversario luctuoso, 5 poemas de la escritora Rosario Castellanos

Regeneración, 7 de agosto de 2019. A 45 años de su fallecimiento, Rosario Castellanos sigue siendo considerada una de las poetas más importante del siglo XX en México y reconocida a nivel internacional.

Rosario vivió en su infancia en Comitán (Chiapas), de donde procedía su familia. Cursó estudios de letras en la Universidad Nacional Autónoma de México; tomó cursos de estética y estilística en Madrid.

Su trabajo en el Instituto Indigenista Nacional en Chiapas y en la Ciudad de México, hizo que fuera consciente y solidaria con las luchas de los indígenas y de las mujeres de México.

También fue profesora en la Universidad Autónoma de México, en la Universidad Iberoamericana y en las universidades de Wisconsin, Colorado e Indiana

Por otra parte, Rosario dedicó su vida a la docencia y a la promoción de la cultura en diversas instituciones oficiales.

Posteriormente, en 1971, fue nombrada embajadora en Israel, lugar donde falleció en 1973, al parecer víctima de un accidente doméstico.

Sus novelas costumbristas Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) recrean con precisión el sincretismo cultural así como la atmósfera social, mágica y religiosa en Chiapas.

No obstante, su poesía, en la cual destacan los volúmenes Trayectoria del polvo (1948) y Lívida luz (1960), nos revela las preocupaciones derivadas de la condición femenina.

Meditación en el umbral

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.

Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Messalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.

Otro modo de ser humano y libre.

Otro modo de ser.

Autorretrato

Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.

Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.

Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)

Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.

Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.

Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.

Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
Lo cotidiano
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
Este cabello triste que se cae
Cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
Que se atraviesan con jadeo y asfixia;
Las paredes sin ojos,
El hueco que resuena
De alguna voz oculta y sin sentido.

Para el amor no hay tregua, amor. La noche
Se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
Y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
No por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
El sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
El recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.

Bella dama sin piedad

Se deslizaba por las galerías.

No la vi. Llegué tarde, como todos,
y alcancé nada más la lentitud
púrpura de la cauda; la atmósfera vibrante
de aria recién cantada.

Ella no. Y era más
que plenitud su ausencia
y era más que esponsales
y era más que semilla en que madura el tiempo:
esperanza o nostalgia.

Sueña, no está. Imagina, no es. Recuerda,
se sustituye, inventa, se anticipa,
dice adiós o mañana.

Si sonríe, sonríe desde lejos,
desde lo que será su memoria, y saluda
desde Su antepasado pálido por la muerte.

Porque no es el cisne. Porque si la señalas
señalas una sombra en la pupila
profunda de los lagos
y del esquife sólo la estela y de la nube
el testimonio del poder del viento.

Presencia prometida, evocada. Presencia
posible del instante
en que cuaja el cristal, en que se manifiesta
el corazón del fuego.

El vacío que habita se llama eternidad.

Amanecer

¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye?
¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?

¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar?

Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.
Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.

Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla.

Porque lo que sucede no es verdad.

La Velada del Sapo

Sentadito en la sombra
-solemne con tu bocio exoftálmico; cruel
(en apariencia, al menos, debido a la hinchazón
de los párpados); frío,
frío de repulsiva sangre fría.

Sentadito en la sombra miras arder la lámpara

En torno de la luz hablamos y quizá
Uno dice tu nombre.

(En septiembre. Ha llovido)

Como por el resorte de la sorpresa, saltas
Y aquí estás ya, en medio de la conversación,
En el centro del grito.

¡Con qué miedo sentimos palpitar
el corazón desnudo
de la noche en el campo!