Pátzcuaro se llena de color, memoria y visitantes por Día de Muertos

Municipios de la Meseta Purépecha como Pátzcuaro y Tzintzuntzan, en Michoacán, reciben miles de visitantes que desean ser testigos de la celebración del Día de Muertos, una de las más importantes del año en nuestro país

Ariel Da Silva

Regeneración, 2 de noviembre de 2018.- La Meseta Purépecha y zona lacustre de Michoacán, que integra los municipios y alrededores de Pátzcuaro y Tzintzuntzan, reunió desde ayer miles de visitantes nacionales y extranjeros para una de las prácticas culturales de mayor riqueza en el mundo: el Día de Muertos.

La prensa local reporta que desde muy temprano del jueves, cientos de autobuses arribaron a la región de Pátzcuaro y Tzintzuntzan, los dos principales centros turísticos que concentran la atención de visitantes.

Autoridades de Michoacán reportan un 100 por ciento de ocupación hotelera en estos dos municipios, así como en Morelia, Uruapan y Zamora. El mercado turístico se amplió con el paso de los años, ya que no solo se reciben turistas de Estados Unidos; ahora arriban también procedentes de Europa, Sudamérica, Australia y países asiáticos.

El legado de los ancestros en la Meseta Purépecha

Dos de las celebraciones más importantes de México se realizan en noviembre. Según el calendario católico, el día primero está dedicado a Todos los Santos y el día dos a los Fieles Difuntos. En estas dos fechas se llevan a cabo los rituales para rendir culto a los antepasados.

Es el tiempo en que las almas de los parientes fallecidos regresan a casa para convivir con los familiares vivos y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares domésticos.

La celebración del Día de Muertos, como se le conoce popularmente, se practica en todo el país. En ella participan tanto las comunidades indígenas, como los grupos mestizos, urbanos y campesinos. En la región lacustre, los poblados en donde la festividad ha cobrado más notoriedad son Pátzcuaro, Tzintzuntzan, Janitzio, Ihuatzio y Zirahuén, entre otros.

La celebración católica se mezcla con la conmemoración del día de muertos que los indígenas festejan desde tiempos prehispánicos. Los antiguos mexicanos, o mexicas, mixtecas, texcocanos, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y otros pueblos originarios de nuestro país, trasladaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano.

Antes de la llegada de los españoles, dicha celebración se realizaba en el mes de agosto y coincidía con el final del ciclo agrícola del maíz, calabaza, garbanzo y frijol. Los productos cosechados de la tierra eran parte de la ofrenda.

La celebración occidental se vive como un acto de luto y oración para que descansen en paz los muertos. Al ser impregnada por la tradición indígena, el recuerdo y la veneración de las ánimas se convierte en fiesta, carnaval de olores y prácticas tradicionales en el que vivos y muertos conviven en un encuentro amoroso y comunitario.

La Muerte entre nosotros, una eterna compañera

Como culto popular, las celebraciones por el Día de Muertos nos llevan al recogimiento y al mismo tiempo a la oración y a la fiesta, una fiesta en la que nuestros muertos hacen sentir su presencia cálida entre nosotros, los vivos.

Con nuestros difuntos también llega la Muerte, la catrina, la calaca, la huesuda. Baja a la tierra y convive con los mexicanos y con las culturas indígenas de todo el país. Sus huesos y su sonrisa están en nuestro regazo, altar y galería.

Los colores de la celebración y las ofrendas

Las calles, las tumbas, los altares, las ofrendas, las iglesias y las mismas personas se visten de característicos colores para venerar a la muerte: el amarillo de la flor de cempasúchil, el blanco del alhelí, el rojo de la flor pata de león. Es el reflejo del sincretismo de dos culturas: la indígena y la hispana, que se impregnan y crean un nuevo lenguaje y una escenografía de la muerte y de los muertos.

Es una celebración a la memoria. Los rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso y la presencia sutil y poderosa de la memoria colectiva. El ritual de las ánimas es un acto que privilegia el recuerdo sobre el olvido.

La ofrenda que se presenta los días primero y dos de noviembre constituye un homenaje a un visitante distinguido, pues el difunto a quien se dedica habrá de venir de ultratumba a disfrutarla.

El tradicional típico pan de muerto, calabaza en tacha y platillos de la culinaria mexicana que en vida fueron de la preferencia del difunto, conforman parte esencial de la ofrenda. Para hacerla más grata se emplean también ornatos como flores, papel picado, velas amarillas, calaveras de azúcar y sahumadores en los que se quema el copal.

Entre los antiguos pueblos nahuas, después de la muerte, el alma viajaba a otros lugares para seguir viviendo. Por ello, los enterramientos se hacían a veces con las herramientas y vasijas que los difuntos utilizaban en vida, y, según su posición social y política, se les enterraba con sus acompañantes, que podían ser una o varias personas o un perro.

El más allá para estas culturas era trascender la vida para estar en el espacio divinizado, el que habitaban los dioses.