Perú: Breve viaje al racismo de América Latina

En Perú todo puede reducirse a un problema del lenguaje en el que la palabra cholo designa a los excluidos. En el Perú el lenguaje y los sentimientos pueden ser tan accidentados como la geografía que hermana a los Andes, el desierto y la costa. 


 

Por Martha Rojas

RegeneraciónMx.- En las calles que dividen la cosmopolita Lima, en 43 distritos, los lujosos y modernos edificios conviven con los vestigios de un pasado colonial que se difumina entre el olor a orines y las más de 300 mil personas que transitan a diario por el Jirón de la Unión. La línea de asfalto transversal al Centro Histórico que hace patente el resentimiento racial, que se expresa en una sola palabra de corte agudo: Cholo.

Es junio de 2019. Desde que bajo del avión y salgo del Aeropuerto Jesús Chávez puedo notar esta palabra que resulta en curiosidad, pues en el léxico chilango alude a ciertos personajes nacidos en el seno de la población chicana.

Contrario a lo que hacen mis compañeros de vuelo, uno de los cuales ha hurtado mi lunch, declino la oferta  del taxi, salgo a la avenida Elmer Faucett e intento cambiar el dinero que viaja conmigo. Ansío ver los soles, pero mi aspecto no ayuda. Estoy en pants y parece que los viajes anteriores han hecho estragos en la mochila.

Los primeros peruanos que encuentro en el camino me miran con desconfianza, algunos preguntan si soy ecuatoriana, quizá por el gorro de lana amarillo y roído que llevo encima.  Pasan algunos minutos y con un poco de suerte encuentro a alguien que me indica el lugar donde debo cambiar mi dinero, claro, después de cerciorarse de que mi origen es mexicano y no ecuatoriano o venezolano.

 

 

Callao, distrito de Mira Flores, Lima, 2019. Foto Martha Rojas.

En el lugar, que tiene grandes letreros anunciando el valor de un sol frente al dólar, escucho que alguien sin importancia me dice cholita y yo me imagino que parezco una de esas mujeres bolivianas que ascienden a la montaña enfundadas en pesadas polleras y me siento satisfecha.

Pero a medida que pasan las horas y avanzo dificultosamente hacia el centro, esperando encontrar bazares repletos de comida, escucho más y más y más la denominación. Cholo aquí, cholo allá. Intento atravesar el Jirón de la Unión y escucho el ruido frenético de un carro compactando a otro. El conductor de una camioneta blanca que se ha estampado con un modesto coche se baja y suelta “cholo de tu madre” frente a un policía de tránsito que silba infinitamente para luego comenzar a reírse.

No entiendo nada y no entenderé nada hasta que semanas después regreso a México y Víctor, un peruano, compañero de trabajo me dice que cholo en Perú es igual a negro en Estados Unidos. Es decir, la esencia misma del racismo.  Y Entonces recuerdo a William.

Centro Histórico de Lima, 2019. Foto Martha Rojas.
Centro Histórico de Lima, 2019. Foto Martha Rojas.

EL PERÚ DE LOS COLONIZADOS

Aunque su nombre presume una ascendencia germana, William es un cusqueño que ha pasado en Lima 30 de los 50 años que ha vivido. Para él, la posibilidad de omitir su apellido Quispe es impensable, aunque sabe que eso le cuesta varios puntos en la escala social.

Lo encuentro en las calles de Lima, ofreciendo billetes antiguos a cuanto turista encuentra. Sin que se lo pida, me da uno rojo en el que aparece el estadista Ramón Castilla, “el indomable y terco” militar que soñó con hacer de Lima un lugar próspero y moderno. Quizá si Castilla pudiera ver la Lima que yo veo se sentiría en paz.

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Fundada por Francisco Pizarro en 1535 o orillas del océano Pacífico, Lima es el epicentro cosmopolita y financiero del país sudamericano. También es la cuna del distrito de Mira Flores, el sueño hecho realidad del urbanismo moderno y de los peruanos progresistas.

A orillas del mar, eternamente gris, se erigen lujosos edificios; cada cierto kilómetro hay un mall construido o por construirse, y cerca de allí un lugar repleto de gatos, es el parque Kennedy. El nombre del parque emula a los visitantes de la zona. Son hombres y mujeres rubios o teñidos de rubio, que van al parque a posar con los gatos, a hacer ejercicio, a encontrar un punto de partida para su habitual recorrido por el Callao, donde todo es absolutamente limpio y moderno y evoca el imaginario agringado de Miami.

Todas las personas que encuentro a mi camino huelen bien. Es lunes, casi medio día, pero la gente de la zona parece estar lista y vestida para salir de fiesta o tener reuniones importantes.

Me voy pronto de Lima no hay nada más que hacer en los lugares que respiran Channel y defecan estiércol.

 

EL PERÚ DE LOS OTROS

Departamento de Mollepata, Cuzco, Perú, 2019. Foto Martha Rojas

A mil kilómetros de William vive María, ajena a la problemática del lenguaje y las prácticas. Todos los domingos desde las cinco de la mañana, ella y sus dos hijas, María de 12 años y Yanay, de 9, levantan un puesto de chancho frito en la plaza central del poblado de Mollepata, la entrada a la recién descubierta montaña de Humantay.

El olor que desprenden las papas moradas rellenas de ají y el olor del chancho frito pueden hacer que uno olvide cualquier mal episodio.

Mientras los turistas toman chicha*, las dos Marías atienden y cocinan, con una paciencia y tranquilidad que sólo las buenas recetas agradecen.

Muero de hambre y de decepción, pero el chancho de María me devuelve las esperanzas. Aunque su madre y hermana le lanzan miradas de represalia, Yanay se divierte con cuantas personas pasan. Entiendan o no, pregunta  todo. ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? Es de las pocas niñas del poblado que asiste a una escuela en Cuzco, sabe leer y hablar un perfecto español, pero por mandato irrestricto de su abuela aprende quechua.

En Perú, la capital gastronómica del mundo, se hablan cerca de 47 lenguas, sin embargo, son el español, el quechua y el aimara los más predominantes. A pesar de la diversidad cultural que converge en los más de un millón 285 mil 220 kilómetros cuadrados que componen su superficie, sólo el 30 por ciento de peruanos está familiarizado con las lenguas de sus antepasados.

El lenguaje y los sentimientos pueden ser tan accidentados como la geografía que hermana a los Andes, el desierto y la costa.

De vuelta en Cuzco siento la vorágine del turista que busca experiencias exóticas. Los peruanos lo saben, en especial las mujeres que portan los coloridos trajes juyuna, hechos usualmente a mano con lana de alpaca, y recorren la Plaza de Armas con llama en mano dejándose fotografiar por unos cuantos soles.

Es imposible resistirse a una estampa que emana las experiencias que buscamos cuando viajamos.

–“¡¿Señor me toma una foto?!”

 

LA MAJESTUOSIDAD DE LOS ANDES

Camino al nevado Ausangate, en los Andes del Perú, 2019. Foto Martha Rojas.
Camino al nevado Ausangate, en los Andes del Perú, 2019. Foto Martha Rojas.

Es otro día, mitad del viaje, me encuentro a bordo de una van. Voy a una excursión a la famosa Montaña de los Siete Colores. Me he preparado un año para hacer el recorrido de cinco mil metros y me siento ridícula cuando veo como los peruanos enfundados en polleras y huaraches suben la cima corriendo, llevando en caballos a los turistas obesos que se niegan a caminar, pero que desean admirar la cumbre. Hacen falta muchas hojas de coca y bastantes barras de chocolate moringa para que los visitantes podamos concluir el recorrido. Y la cima es agradable, impresionantemente tranquila y silenciosa. Ahí arriba se difuminan el tiempo, el espacio y las personas.

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Camino a lado de una mujer de la que ya he olvidado el nombre. Me parece guapa, y tiene un español defectuoso, me cuenta que es de Ensenada, pero que desde joven vive en Los Ángeles, California. A los 17 años se integró a la Marina de Estados Unidos. Apenas había regresado de Afganistán cuando una misión la encarriló hacia Perú. Ella y su compañera, que no habla una gota de español, están en el país para hacer estudios agronómicos sobre el cultivo de la papa y su potencial de exportación.

En el Perú se producen seis variedades de papa absolutamente grandes y deliciosas, es el producto básico de la cocina local y su cultivo representa el 25% del PIB agropecuario. Su cultivo se remonta hasta hace más de 8 mil años y actualmente, Perú es el segundo mayor productor del mundo, sólo por detrás de Estados Unidos al que curiosamente exporta unas 500 toneladas anuales, según el Ministerio de Agricultura. No extraña, entonces, que dos marines estén en Perú haciendo algo más que turismo.

Pero después de un rato en las montañas cualquier debate político o filosófico carece de sentido. Es el «Sumak Kawsay» un término que en las regiones andinas de Ecuador, Perú y Bolivia indica «el buen vivir o la vida en plenitud» y que no es otra cosa que la relación con los otros y con la naturaleza derivada de la comprensión de que 1) todos los elementos están interconectados y son parte de un todo; 2) la reciprocidad va de los mundos de arriba a los de abajo, de los naturales a los espirituales y 3) los opuestos pueden ser complementarios.

De esta manera los hombres pueden apreciar la vida en armonía con las otras formas  físicas que alberga el universo.

La Cordillera de los Andes se extiende por más de 8 mil kilómetros a lo largo de Sudamérica, atravesando el occidente de Venezuela, Colombia, Ecuador , Perú, Bolivia, Chile y Argentina. Una magnífica cadena montañosa que nos recuerda las múltiples maneras de habitar.

El uso del término civilización presume los orígenes de su antítesis. Lo bárbaro identificado con lo americano, y lo americano como una mezcla del mestizaje. ¿Qué sentido tiene la diferencia entre tus iguales? Esa identidad que no es indígena, pero tampoco mestiza y menos blanca.

Vista aérea de la Cordillera de Los Andes, Perú, 2019. Foto Martha Rojas.

 

*Bebida destilada del maíz u otros cereales, común en Sudamérica.

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